Ecología del intelectual

Seguro que a usted le ha ocurrido alguna vez. Tras una conversación sobre política o moral en la que no se ha llegado a conclusión alguna, su interlocutor dirige los ojos a lo alto y se pregunta, entre implorante y perplejo: «¿Dónde están los intelectuales?». Primero de meterme en harina, adelanto una respuesta. Los intelectuales no están en ningún sitio. En ninguno. Pero no porque no haya intelectuales, al menos en potencia, sino porque no hay sitios. Sitios, quiero decir, en los que puedan estar. Vayamos por partes.

Ecología del intelectualEl término «intelectual» ingresó en el vocabulario cultural y sociológico en 1898, con ocasión del affaire Dreyfus en Francia. Suele atribuirse la acuñación de la palabra a Zola, pero no es así. La esgrimieron contra sus adversarios Maurice Barrès y otros antidreyfusards reaccionarios a fin de ridiculizar a sus rivales. Clemenceau, dreyfusard militante, adopta el mote con orgullo, y finalmente lo hace famoso Zola en su «J’accuse». Esta disputa entre luminarias (hubo muchos antidreyfusards ilustres: Paul Valéry, el propio Barrès o Paul Cézanne) corresponde a un momento crítico dentro de las sociedades europeas. La alfabetización se ha extendido, el sufragio se ha hecho universal entre los varones y empiezan a circular diarios de gran tirada. En los tiempos antañones el magisterio moral había recaído sobre los clérigos, en la acepción que Ernst Gellner defiende en «Naciones y nacionalismos». Según Gellner la casta clerical había sido la encargada, en las sociedades preindustriales, de velar por la pureza de los textos sagrados. Allí donde lo habitual era no saber leer, correspondía a los clérigos la custodia de la Verdad, materializada en la palabra de Dios y su larga elaboración a lo largo de los siglos. Pero el clérigo no desaparece con el advenimiento de la masificación industrial. Sigue existiendo bajo otro alias, el de «intelectual». Es el intelectual quien, desde una posición de autoridad, explica a la masa lo que vale un peine. No todos los intelectuales, por supuesto, se concibieron a sí mismos o a la sociedad que los rodeaba de la misma manera. Menéndez Pelayo, un polemista conservador, invoca en los «Heterodoxos» la «sosegada obediencia en los pequeños». Don Marcelino no se ha desprendido aún del orden estamental antiguo, rematado en su base por gente pardal y de pocas luces. Sigue representándose a la sociedad desde la perspectiva caballera del predicador cuando sube al púlpito. Imaginen la escena, que podría estar pintada en un libro de horas: desde los bancos que ocupan la nave central, los fieles escuchan y levantan la cara con unción, como el comulgante al recibir la sagrada forma.

Zola, Clemenceau y compañía prefirieron dirigirse a la sociedad en nombre de sí misma. Estimaron que el pueblo necesita oír del dómine progresista lo que debe pensar, o, para ser exactos, lo que realmente piensa... aunque no lo haya advertido todavía. Tal fue, sin ir más lejos, la composición de lugar de Marx. El filósofo ha de conferir forma explícita a los sentimientos borrosos, todavía indefinidos, del proletariado. Es un partero, no un funcionario comunicado con la divinidad. El peralte, con todo, subsiste: el intelectual sabe antes, sabe mejor, sabe con más claridad, lo que conviene que se sepa.

Este juego de espejos, esta implícita asimetría, ha llegado a su fin por efecto de dos hechos simultáneos: la desaparición de los atavismos que todavía contenían o inhibían el genio oriundo de la democracia, y el mercado. Al revés que el mercado, la democracia es una entelequia que no logramos comprender bien. Pero existe, al menos como promesa. La promesa es la igualdad absoluta. El origen de la idea democrática reside, asimismo, en la igualdad absoluta. Lo que ahora llamamos «democracia» constituye la fatigosa adaptación a la realidad posible del bicho político primigenio: una comunión de voluntades y sentimientos que, según cuentan los libros, cultivaron los griegos antiguos y que volverá a instaurarse tan pronto el Bien, la Verdad y la Justicia recuperen sus fueros. Desde 1789 a 1794, los franceses se afanan en torno a esa ensoñación. Después de accidentes varios, y de mucho tira y afloja, se atarían cabos consensuando procedimientos electivos y decisorios gracias a los cuales es dable participar en la cosa pública sin matar al que no lleva razón. El arreglo es infinitamente celebrable, sin duda, aunque no afecta a lo esencial de la cuestión. Lo esencial es darse cuenta de que el principio de igualdad expulsa al intelectual. No puede haber púlpitos allí donde todo se encuentra a la misma altura. El ascendiente que el intelectual reclama para sí no cabe, no es injertable, en un clima moral vocacionalmente democrático.

El mercado asume la igualdad de modo distinto que la democracia. La última apela a la unanimidad. El mercado es igualitario en tanto en cuanto la voluntad de uno no vale más ni menos que la voluntad de otro mientras ambas se expresen en idéntico número de dólares o euros o la unidad monetaria que fuere. Al cabo, es la demanda agregada la que decide el precio de las cosas: el valor de un bien (una mercancía, un servicio) viene determinado por lo que los consumidores estén dispuestos a pagar por él. Esta lógica, esta economía del deseo, también es arrasadora para el hábitat en que el intelectual vive y respira, y crece y se perfila ante sí mismo y los demás. Supongan que un clérigo, en vez de convencer, instruir o conminar, hubiera de dedicarse a agradar, so pena de que la grey, descontenta, comenzara a lanzarle cáscaras de plátano hasta que tomase el relevo un clérigo más diestro en decir chistes o soltar cuchufletas. Se disiparía de inmediato el ambiente sacral en que la prédica había obrado sus efectos presuntamente redentores. Obligado a sobrevivir, el clérigo se dedicaría a recolectar aplausos, no obediencias, y terminaría emulando a un cómico o un volatinero sobre la pista de un circo.

Nuestras sociedades son democráticas y de mercado, que diría Michael Sandel. La democracia recusa la desigualdad, ya de riqueza, ya de talentos; el mercado nos asegura que el consumidor es el rey. ¿Qué pito pueden tocar los intelectuales en esta comedia? ¿Cuál podría ser su papel? No les pidan que levanten el vuelo, porque no les queda una maldita rama, tejado o barda de corral en que posarse y piar.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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