Economía bipolar

¿Cómo saber si una política económica está logrando su objetivo? Se pueden crear dos grupos semejantes, asignar el "tratamiento" de manera aleatoria solo a uno de ellos, y luego medir los resultados. Al comparar los dos grupos, tendremos una estimación fiable de qué tan efectiva es la política.

Esta técnica, llamada randomized controlled trials o RCT, [experimentos aleatorios controlados], se ha empleado en medicina y en política social desde hace mucho tiempo. Al aplicarla al campo de la economía del desarrollo, Esther Duflo, Abhijit Banerjee y Michael Kremer revolucionaron la forma en que trabajan muchos economistas –y obtuvieron el Premio Nobel el mes pasado–.

Este logro fue tanto intelectual como organizacional: a nivel global ha surgido una comunidad de randomistas comprometida con el uso de los RCT para cambiar el mundo. La nueva evidencia haría que los gobiernos de los países en desarrollo descartaran las políticas malas y adoptaran buenas.

La filósofa Nancy Cartwright, los Premios Nobel Angus Deaton y James Heckman, así como Lant Pritchet de la Universidad de Oxford, sostienen desde hace tiempo que la evidencia que producen los RCT no es el patrón-oro de la fiabilidad que sus defensores aducen. Pero, incluso si esa evidencia fuera contundente, ¿la encontrarán persuasiva los votantes y los gobiernos? ¿Mejorarán lo suficiente las políticas como para marcar una diferencia en la vida de las personas?

Si alguna vez hubo un momento en que la evidencia fiable no hace cambiar de opinión a los políticos, es el que estamos viviendo. "¡Los expertos son terribles!" afirmó Donald Trump en 2016. Cuando al ministro tory Michael Gove se le presentó evidencia de que el Brexit iba a ser malo para la economía británica, replicó “¡Gran Bretaña está harta de los expertos!” Es fácil imaginar asintiendo con la cabeza a Vladimir Putin en Rusia, a Jair Bolsonaro en Brasil, a Recep Tayyip Erdoğan en Turquía y a Rodrigo Duterte en las Filipinas.

El enfoque experimental es primordialmente ateórico, lo que algunos consideran una ventaja: sería mejor dejar que hablen los datos. Sin embargo, los randomistas tienen un modelo implícito muy simple de cómo se formulan las políticas públicas: los políticos, al enfrentarse a evidencia contundente, harán lo correcto. Pero otras investigaciones económicas, a menudo también realizadas por premios Nobel, ayudan a entender por qué este modelo no es satisfactorio.

Comencemos con la toma de decisiones. El psicólogo Daniel Kahneman y el economista Richard Thaler recibieron el Nobel por su trabajo pionero en la economía del comportamiento, la rama de investigación que demuestra que el homo economicus plenamente racional que habita los modelos de los economistas, nunca ha existido: los seres humanos somos propensos al exceso de confianza, a los prejuicios, y a basarnos en reglas rígidas y a menudo falibles a la hora de tomar decisiones.

Cuando las decisiones son colectivas, los problemas aumentan de manera exponencial. La observación de que lo que resulta colectivamente racional no tiene que ser del gusto individual, es recurrente en la economía pública moderna. Si un solo grupo se beneficia de cierta partida del gasto público (una clínica local, por ejemplo) que se puede financiar mediante deuda –de manera que otros contribuyentes, actuales y futuros, ayuden a financiarla– por mucho que a los vecinos se les expliquen los beneficios empíricamente demostrados de la prudencia fiscal, ellos insistirán en que se construya la clínica. Como ministro de Hacienda de Chile durante cuatro años, participé en innumerables debates sobre el gasto público, y no recuerdo ninguna instancia en que echar mano de un estudio académico con evidencia contundente ayudara a que la postura de mi equipo prevaleciera.

Y luego está el espinudo tema de la distribución. Existen ciertos cambios de políticas que favorecen a algunos sin que nadie pierda nada (los economistas los llaman mejoras Pareto). En estos casos, la evidencia empírica persuasiva, presentada de modo hábil, puede hacer que la gente cambie de opinión. Pero, la consecuencia de la mayor parte de las decisiones de políticas públicas es que alguien pierde algo. Los perdedores potenciales entonces se organizan para luchar contra el cambio, mientras que los ganadores potenciales permanecen desinformados, desinteresados, o las dos cosas. Lo que sigue es una parálisis de políticas, algo que no es probable que alteren los resultados de un RCT.

Además, a los seres humanos nos importa mucho lo que digan sobre nosotros las personas con quienes nos identificamos. Y, como lo han sostenido Rachel Kranton y el premio Nobel George Akerlof, estamos dispuestos a incurrir en costos económicos a fin de reafirmar nuestra identidad. Es posible que un inmigrante reciente decida no aprender el idioma dominante en su nuevo país para integrarse así a un vecindario poblado por otros inmigrantes recientes del mismo origen nacional. O puede que los electores que se identifican con un líder populista carismático opten por continuar apoyándolo aún cuando sus malas políticas estén conduciendo al país a la bancarrota. La política suele ser identitaria, insensible ante el peso de la evidencia.

Por último, está el asunto del alcance y la ambición. Los RCT se prestan para estudiar dilemas de política muy concretos y de estrecho alcance. Si queremos que la gente duerma bajo un mosquitero antimalaria, ¿debemos vender o regalar los mosquiteros? ¿Hacen las transferencias condicionales de dinero que las madres pobres matriculen a sus hijos en una escuela? Y, mi favorita: ¿mejoran las cuotas electorales de género la representación política de las mujeres en la India? (La respuesta es un rotundo sí).

Por muy competentes que sean los investigadores, es imposible diseñar un RCT que demuestre si es deseable una mayor globalización, cuán grande debe ser un gobierno, o qué gatilla el crecimiento económico. En consecuencia, no es mucho lo que los randomistas pueden decir sobre los grandes temas que desencadenan pasiones y en torno a los cuales se construyen las grandes narrativas. Y, como lo ha demostrado Robert J. Shiller (otro Nobel más), son dichas narrativas las que organizan nuestra forma de pensar acerca de la economía. Si la evidencia empírica no se entreteje con una amplia narrativa acerca del cambio social, el impacto político de esa evidencia será, a lo más, muy limitado.

Duflo y Banerjee están plenamente conscientes de esto. En su nuevo libro, Good Economics for Hard Times [Buena economía para tiempos difíciles], escriben: "A medida que perdemos la capacidad de escucharnos los unos a los otros, la democracia se vuelve menos significativa y se acerca más a un censo de las diversas tribus, con cada voto basado más en lealtades tribales que en un ponderado equilibrio de las prioridades". Lo que no queda claro es cómo cabe esta observación en su teoría del cambio social.

"El único recurso que tenemos contra las ideas malas", concluyen, "es estar vigilantes, resistir la seducción de 'lo obvio', ser escépticos en cuanto a los milagros que se proponen, cuestionar la evidencia, tener paciencia frente a la complejidad y ser honestos sobre lo que sabemos y lo que podemos saber". Esto es tanto elocuente como correcto, pero suena más a una expresión de esperanza que a un llamado a la acción.

No se trata de dudar la importancia de contar con mayor evidencia en cuanto a "lo que funciona" en educación, pobreza o salud. Pero la economía nos enseña que deberíamos asignar el dólar marginal allí donde rinda el mayor retorno social. Y, en vista del verdadero diluvio de RCT en los últimos años, quizás los académicos y los donantes deberían dedicar más tiempo y recursos a los temas importantes que no se pueden estudiar mediante métodos experimentales –y a aprender más sobre la demanda de nueva evidencia empírica y las barreras que enfrentan las autoridades a la hora de usarla–. Lo mismo vale para los planes de estudios: muchos programas académicos arriesgan enseñar a los estudiantes hasta el detalle más minúsculo de la econometría, sin impartir mayor sabiduría sobre la forma de aplicar bien esos conocimientos en el mundo real. Como decano de una escuela de políticas públicas, esto es algo que me hace perder el sueño.

Si no cambiamos de curso, la oferta de evaluaciones cuantitativas de políticas continuará aumentando justo cuando su demanda por parte de las autoridades normativas parece ir en descenso. Cualquier estudiante de primer año de economía sabe que, en consecuencia, es probable que se reduzca el precio relativo de los servicios de los economistas. Esta es una mala noticia para los economistas –y para el mundo–.

Andrés Velasco, a former presidential candidate and finance minister of Chile, is Dean of the School of Public Policy at the London School of Economics and Political Science. He is the author of numerous books and papers on international economics and development, and has served on the faculty at Harvard, Columbia, and New York Universities. Traducción de Ana María Velasco.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *