Economía de guerra

Estamos en guerra. No es una guerra entre buenos y malos, es una guerra contra un virus, un enemigo nuevo, invisible, y que se multiplica cada semana. El cerebro humano no está bien preparado para gestionar lo novedoso, necesita una partitura que le ayude a navegar. Tampoco sabe adaptarse a lo que no puede ver, por eso nos asusta la oscuridad. Y, sobre todo, no entiende los procesos que no son lineales; la rápida multiplicación de las infecciones, aunque predecible, genera pánico. Esta guerra, además de víctimas, genera angustia y miedo.

Hay que atacar al enemigo de raíz, rápido, sin vacilaciones. Con una estrategia basada en tres pilares.

Primero, la política sanitaria debe llevar el comando de la situación, dotándola de todos los recursos económicos, materiales y humanos necesarios para doblegar el virus y minimizar las víctimas. La clave es aplanar la curva de contagios para evitar el colapso del sistema sanitario, y esto requiere distanciamiento social y que todos nos comportemos como si ya hubiéramos contraído el virus y no se lo quisiéramos contagiar a nadie. Cumplamos las recomendaciones sanitarias a rajatabla, la solidaridad empieza por uno mismo.

Segundo, la lucha contra el virus conllevará un coste económico, probablemente enorme. En casos de relativa baja mortalidad, los estudios muestran que las decisiones de distanciamiento social son la variable fundamental para determinar el impacto negativo de una pandemia sobre la actividad económica. El distanciamiento social es una forma de “frenazo repentino humano”, similar a los frenazos repentinos de los mercados de capitales. De repente, lo que antes era normal deja de serlo. De la noche a la mañana, los clientes no aparecen en el restaurante, en el gimnasio, en los hoteles. La respuesta de política económica debe paliar ese frenazo repentino: proveer ayudas, subsidios, y garantías que limiten el impacto de esa desaparición de la actividad y minimicen las quiebras y los despidos. Con el añadido de que aquí no hay riesgo moral, no se están perdonando comportamientos irresponsables anteriores. El plan debe combinar una relajación agresiva de la política monetaria y ayudas a empresas, trabajadores y familias, con la colaboración activa del sector bancario: asegurar la liquidez y supervivencia de las empresas con avales para nuevos préstamos y moratorias de impuestos y de alquileres; minimizar la destrucción de empleo con pagos parciales de nóminas, ayudas a autónomos y subsidios al empleo temporal; y blindar los ingresos de las familias menos favorecidas con moratorias de hipotecas y reforzando el subsidio de desempleo y las rentas mínimas. Los planes europeos, incluido el español anunciado ayer, van por este camino.

Tercero, garantizar que, tras haber vencido al enemigo, el paisaje después de la batalla sea brillante y optimista, para que no queden secuelas crónicas tras lo que puede ser una caída del PIB de dimensiones nunca vistas. No basta con mitigar el impacto negativo de las medidas de distanciamiento social. El consumo que se pierde durante la lucha contra el virus es consumo perdido para siempre. Una vez que se recupere cierta normalidad, la reconstrucción económica se debe basar en un impulso que ayude a recuperar lo antes posible el nivel de PIB que hubiéramos generado si no hubiera aparecido el virus. Y eso requiere un plan bien diseñado de estímulo fiscal, plurianual, que impulse la inversión y el empleo tras la crisis. En términos técnicos, hay que evitar a toda costa la histéresis. Cada país tiene necesidades distintas, puede ser inversión en economía digital, energías verdes, mejora de la educación. Lo que sea. Con tipos de interés cero, no hay razones para no hacerlo.

Las guerras cuestan dinero. Los déficits aumentarán de manera muy significativa tras esta crisis. Es el coste de la victoria. Y entonces, habrá que evitar repetir el error que se cometió tras la crisis de 2007. No, no habrá que pensar inmediatamente en reducir la deuda y el déficit. La prioridad deberá ser apoyar el crecimiento, cerrar la brecha de producción y aumentar la inflación hasta el objetivo. Será el momento de “japonizar” la economía, en el sentido positivo de la palabra: el banco central deberá cooperar de manera explícita para que los tipos de interés se mantengan por debajo de la tasa de crecimiento de la economía durante un largo periodo de tiempo. Y si eso implica mantener los tipos de interés muy bajos y seguir comprando bonos durante muchos años, como seguramente será el caso en la eurozona, pues que así sea. Esto no será un rescate de este o aquel país. Será simplemente cumplir con el mandato de estabilidad de precios, cueste lo que cueste.

Esta guerra supone un reto existencial para la eurozona. Aquí ya no hay acreedores y deudores. Hay que acabar con la inercia de los programas, los rescates y la condicionalidad. Admitámoslo: si ante este shock —exógeno y común a todos— los países miembros no están dispuestos a mutualizar la solución, emitiendo eurobonos para financiar un programa común de reconstrucción económica, nunca lo estarán.

Ángel Ubide es economista y miembro del consejo asesor internacional de Center For Economic Policy & Political Economy. @angelubide

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