Economía de verdad

Hay géneros literarios propensos a provocar extraños compañeros de página. Cuando oímos hablar de la verdad, tiende a darse por hecho que nos referimos a algún tipo de conocimiento; hablar de caridad remite por el contrario a actitudes prácticas. No parece fácil emparejar uno y otro punto de vista. Es cierto que se habla del cariño verdadero, pero es para apostillar de inmediato que ni se compra ni se vende. Las teorías económicas aspiran a ser consideradas verdaderas; vincular la actividad económica con la caridad resulta más bien insólito. Que en plena crisis económica mundial se proponga que la solución está en combinar adecuadamente caridad y verdad no es precisamente un lugar común. Ante tan sorprendente receta caben dos actitudes.

La primera sería optar por la no beligerancia e intentar resaltar los aspectos del texto en cuestión que parezcan más digeribles. Consciente o inconscientemente, ha abundado esta actitud en los primeros comentarios de urgencia sobre la última encíclica papal. Se ha centrado la atención en sus alusiones a los microcréditos, las empresas «non profit» o la conveniencia de reflexionar sobre los programas de ayuda al desarrollo, para que no acaben en el pozo negro de la corrupción. Me parece hay en ello más de tolerancia que de respeto. Cuando se cuestiona una determinada racionalidad económica, no parece muy respetuoso espigar pasajes que sean compatibles con esos puntos de vista que se someten a discusión. Se acabaría realizando una caricatura del mensaje emitido. Así ocurre cuando Weigel, biógrafo de Juan Pablo II, opta por detectar en la encíclica una inexistente amalgama de textos de Benedicto XVI y otros que expresarían obsesiones anticapitalistas que atribuye a la Comisión Pontificia «Justicia y Paz». A la «Caritas in veritate» se le podrá achacar cualquier cosa menos incoherencia.

La segunda actitud invitaría a asumir que la encíclica dice lo que dice y cuando lo dice, por sorprendente que pueda resultar. Al fin y al cabo no es sino una pieza más del ya largo esfuerzo de su firmante por revisar el concepto imperante de racionalidad. Sería miope pensar que nos encontramos ante un problema económico, cuando en realidad sólo lo son algunas de sus consecuencias. El hilo conductor de sus decenas de epígrafes lleva a reflexionar sobre el alcance y límites de la racionalidad tecnológica y de su variante económica. El dictamen no puede ser más drástico: «Cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente el desarrollo»; sobre todo «teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no es axiológicamente neutral». Dicho aún más claro: «Toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral».

Se rechaza pues la idea de que la economía ha de regirse exclusivamente por el beneficio y que la caridad sólo entrará en juego a la hora de destinar esas ganancias a socorrer al necesitado o a un crucero por el Caribe. «Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia». Habrá quien tache tal planteamiento de pre-moderno, pese a que su principal defecto sería la desfachatez con que se toma a la Modernidad en serio. Lo de libertad, igualdad y fraternidad no lo inventó ningún Papa. De libertad e igualdad vamos, afortunadamente, estando poco a poco mejor servidos; lo de la fraternidad sigue siendo asignatura indefinidamente aplazada. ¿Era un mero colofón improvisado por unos políticos ebrios de gloria?

El que quiera ver la Modernidad cumplida puede tenerlo fácil: «En las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo». Habrá pues que armarse de caridad para hacer una fructífera economía, en vez de hacer caridad con los frutos de la economía. Rutinario no suena...

Esto supone acabar con la broma de proponer dos éticas, una pública y otra privada, inventadas por quienes quieren imponer en el ámbito público la suya. La doble ética es tan poco auténtica como la doble verdad. Habrá que distinguir sin duda entre moral y derecho, pero partiendo de una ética que será la que trace su frontera. Baste un ejemplo, con cita de su inolvidado antecesor: «No puede tener bases sólidas, una sociedad que -mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz- se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es débil y marginada». No resultará fácil protegerla porque, como ocurre con tantos derechos de los trabajadores, su «amarga condición pasa desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la sociedad». Al desafío no cabe, desgraciadamente, negarle actualidad.

No se trata pues de poner en solfa las esperanzas depositadas por la Modernidad en la razón, sino de ampliar su campo de juego más allá de la estrechez de la racionalidad tecnológica. Hasta siete veces encontraremos en el texto la expresión «más allá». Quedémonos con ésta: «Las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad. Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor».

Evidentemente puede sonar a música celestial. Durante un siglo así parecieron sonar los documentos de la doctrina social católica, llenando de acomplejamiento ambientes clericales subyugados por la presunta capacidad transformadora de la dialéctica marxista. Llegó, sin embargo, el momento en que los polacos se atrevieron a ponerla en práctica, con el aliento de un Papa compatriota, y no sólo lograron lo que habían ya intentado húngaros y checos sino que la fermentación de la masa hizo reventar a bastantes kilómetros un muro con ínfulas de perennidad. Veinte años se cumplirán de aquí a poco...

Sin duda la principal virtud de la encíclica, heredada del pensamiento que la inspira, es su ambiciosa dimensión utópica. Por eso, acotarla revistiendo al texto de la racionalidad que pretende combatir, y disculpar presuntos excesos, como se viene disculpando la revolucionaria invocación a la fraternidad, equivaldría a castrar su mensaje. «El desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad».

El misterioso fracaso de la fraternidad acaba encontrando una respuesta, que plantea un jaque al laicismo: «La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado». La consecuencia parece clara y quizá no muy lejana: «Cuando el Estado promueve, enseña, o incluso impone formas de ateísmo práctico, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en el desarrollo humano integral». Un aspecto más a tener en cuenta si se quiere hacer una economía que respete la verdad del hombre: o sea, una economía de verdad...

Andrés Ollero Tassara, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.