Economía española: la hora de la verdad

Lo que le está ocurriendo en estos días a Grecia, acuciada por la urgencia de encontrar fondos para atender a los próximos vencimientos de su deuda pública, debería hacernos reflexionar muy seriamente a los españoles. Al final, pese a que los griegos se han resistido a ceder en su soberanía económica, no han tenido más remedio que claudicar y solicitar la ayuda de sus socios de la Unión Europea y del Fondo Monetario Internacional, que han prometido a regañadientes prestarles los recursos necesarios para atender sus vencimientos más inmediatos, aunque en condiciones no inferiores a las que venían obteniendo en los mercados internacionales hasta hace bien poco.

Para conseguir finalmente esa ayuda, a Grecia no le ha quedado otro remedio que aceptar programas muy duros de reducción de su déficit público y de saneamiento de su economía. Esos programas serán vigilados por la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI, mediante una continua y estrecha intervención sobre su política económica. Algo, sin duda, no grato para un Estado soberano. Mientras tanto, los ciudadanos griegos no parecen estar dispuestos a los sacrificios que exigen tales programas y diariamente se enfrentan con violencia a cualquier medida que implique una reducción de lo que consideran sus derechos económicos. Una auténtica tragedia griega.

Sin duda, como repite nuestro Gobierno, España es bien distinta de Grecia. Por lo pronto es un país entre cuatro y cinco veces mayor que Grecia. En población, Grecia tiene unos 11 millones de habitantes y nosotros somos ya más de 46 millones. Entre el 2000 y el 2009 la población griega creció a un ritmo medio del 0,4% anual, menor que el de la Unión Monetaria Europea (0,6%) mientras que la población española, debido a una inmigración incontrolada, lo hizo a una tasa anual (1,5%) más elevada que la de todos los países de nuestro entorno, con la excepción de Irlanda e Islandia, cuyas poblaciones crecieron al 1,8% anual. Un crecimiento a esos ritmos, sin embargo, no es bueno para España, porque con la crisis nos lleva hacia un mayor desempleo. Por eso quizá tenemos una tasa de paro que casi dobla a la de Grecia. Luces y sombras de un cuadro no demasiado tranquilizador para los españoles. Además, el PIB de Grecia, medido en paridad de poder de compra, fue de un 23% de la producción interior española en 2009. Sin embargo, también en paridad de poder de compra, el PIB por habitante de Grecia se situó a no mucha distancia del nuestro, pues alcanzó el 94,4% del PIB por habitante de España.

El grado de apertura exterior de la economía griega es muy parecido al de la española, pero tiene un mayor desequilibrio en importaciones y exportaciones de bienes y servicios. España exporta, respecto a su PIB, casi cinco puntos porcentuales más que Grecia e importa casi tres puntos menos, lo que nos concede cierta ventaja. Por otra parte, la estructura sectorial de la producción griega es distinta de la española, con una agricultura que representa un 3,8% de su PIB (España, un 2,4%), una industria relativamente reducida que alcanza sólo un 11,8% (España también tiene una industria relativamente débil, pues sólo equivale al 15,1% de su PIB), una construcción no muy desarrollada, con un peso del 4,5% en el PIB (España, un 10,7%, lo que es muy alto) y unos servicios hipertrofiados que representan el 79,9% de su PIB (España, un 71,7%). Por eso la estructura sectorial de nuestra producción, aunque algo mejor que la griega, no nos concede demasiada ventaja, especialmente porque dependemos mucho más de la construcción, un sector en profunda crisis que frenará nuestro crecimiento en los próximos años. De ahí que las expectativas de crecimiento de nuestro PIB para este año sean inferiores a las de la propia Grecia.

También somos distintos a los griegos en el volumen de nuestra deuda pública y en el déficit público, que son las magnitudes que más suelen analizar mercados e inversores. En Grecia la deuda pública a finales de 2009 alcanzaba valores por encima del 114% de su PIB mientras que nosotros nos situábamos en casi el 62%. Por su parte, el déficit público era en Grecia de un 13,6% de su PIB a finales de 2009, según las últimas revisiones de la Unión Europea, y nosotros teníamos un 11,2% de déficit, en una estimación todavía no revisada.

¿Por qué entonces los españoles deberíamos reflexionar muy seriamente respecto a la actual situación griega? Quizá por tres razones de peso. La primera, porque la deuda pública española es sólo una parte más bien pequeña de nuestro endeudamiento total. Descontada la deuda interior, la deuda pública externa se elevaba a finales de 2009 hasta casi trescientos mil millones de euros, según datos del Banco de España, lo que representaba más del 28% de nuestro PIB, mientras que la deuda externa de las entidades financieras españolas ascendía a más de setecientos ochenta mil millones de euros, es decir, a más del 74% del PIB. La deuda externa total de España era superior a un billón setecientos sesenta y siete mil millones de euros y equivalía a finales de 2009 a más del 168% de nuestro PIB, lo que muestra un endeudamiento exterior realmente considerable.

La segunda razón para preocuparnos es que, de toda esa deuda frente al exterior, casi un 30% estaba emitida a corto plazo, es decir, con vencimientos inferiores a un año, lo que significa que en poco tiempo vencerán más de quinientos mil millones de euros entre deuda pública y privada externa, que tendrán que refinanciarse en su mayor parte. Es probable que, con cifras de esa cuantía y con la reciente experiencia griega a la vista, los mercados examinen en profundidad nuestro abultado déficit público y, sobre todo, los programas para su reducción, así como las expectativas de crecimiento de nuestra economía, porque sin crecer resultará mucho más difícil reducir el déficit. También examinarán, como ya lo vienen haciendo, el grado de endeudamiento y la solvencia de nuestras entidades financieras y de nuestras empresas. Como parece que una porción considerable de todos esos vencimientos se concentrarán en el próximo mes de julio, no nos queda mucho tiempo para articular un programa de política económica que demuestre para entonces que somos deudores solventes capaces de atender nuestras obligaciones si se nos conceden plazos suficientes.

La tercera razón para preocuparse es porque, como dice nuestro Gobierno, no somos Grecia, es decir, no somos un país pequeño que pueda salvarse con un apoyo a corto plazo de unos cuarenta y cinco mil millones de euro y quizá otro igual a más largo plazo. Somos la quinta economía de Europa en volumen de producción y necesitaríamos demasiados fondos para salir adelante si los mercados se nos vuelven de espaldas. Tantos que quizá no les quedase más alternativa a nuestros socios que expulsarnos de la moneda única si ello fuera legalmente posible.

Frente a tan grave panorama sorprende la inacción de nuestro Gobierno, enredado en polémicas absurdas sobre un pasado que olvidamos esperanzadamente hace más de 30 años y que quizá hoy no pretendan más que encubrir la realidad de nuestra situación económica. Difícilmente convenceremos a unos mercados que ya han hecho sangre en Grecia si no somos capaces de, en el corto tiempo que nos queda hasta julio, articular un programa creíble de política económica orientado a estabilizar nuestro sector público, resolver los problemas con que se enfrenta nuestro sistema financiero, impulsar nuestro crecimiento y dar esperanzas a los millones de parados que ya tenemos y a los muchos miles que se nos pueden acumular en el futuro.

Para esa tarea hay que partir de que un programa que merezca tal nombre no puede limitarse, como hasta ahora, a enumerar medidas inconexas sin cuantificar sus efectos ni mostrar su encaje en el cuadro general de nuestra economía. Tampoco sin abordar las reformas de fondo que todos los analistas nacionales y los organismos internacionales nos exigen con razón y que nuestro Gobierno ha venido eludiendo sistemáticamente. No deberíamos perder ni un día más sin acometer esa tarea, salvo que estemos dispuestos a sufrir algo bastante peor que la reciente tragedia griega.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO