Economía española: tres crisis y un añadido

Las noticias más recientes sobre la economía mundial apuntan a una lenta pero perceptible recuperación. En efecto, los países emergentes de Asia parece que han superado ya los efectos de la crisis, que ha sido más benévola con ellos que con los más avanzados, e incluso Japón está abandonando más de una década de fuerte depresión. Al tiempo, algunos grandes países de Iberoamérica muestran economías en expansión, aunque a ritmos desiguales, y Estados Unidos ha crecido en el último trimestre a una sorprendente tasa del 3,5%, que quizá deba bastante a los apoyos públicos al automóvil y a la vivienda.

La Europa comunitaria es más dispar y, mientras que Francia y Alemania crecen ya a tasas positivas, el Reino Unido e Italia continúan en claro retroceso. Pero, en su conjunto, la economía mundial comienza a atisbar la salida de la crisis y los organismos internacionales ofrecen previsiones para el próximo año que mejorarán las expectativas de ciudadanos y empresas acelerando la recuperación.

En contraste con este panorama, en el tercer trimestre del año la producción española ha seguido retrocediendo a ritmos elevados según el Banco de España, que estima que en ese periodo ha disminuido en un 4,1% frente al 4,2 del segundo trimestre. No resulta de mucho consuelo la mejora de una décima en tan considerable velocidad de caída, sobre todo cuando la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y otros muchos organismos públicos y privados anuncian que en España el final de la crisis se retrasará bastante y, además, que puede producirse a tasas muy reducidas, con paro abundante y fuertes desequilibrios en las cuentas públicas. Por eso tiene sentido preguntarse por qué pueden ocurrirnos tales desgracias, cuando hasta hace bien poco estábamos experimentando un sostenido proceso de crecimiento y de fuerte creación de empleo.

La respuesta es sencilla. España está sufriendo simultáneamente tres crisis y todavía no ha logrado salir de ninguna de ellas. La primera de esas crisis se deriva directamente de la debilidad de nuestra estructura de producción, pero se ha precipitado por la llegada masiva de inmigrantes a lo largo de esta década. Hay que advertir que esa afluencia de inmigrantes nos ha permitido aumentar nuestra producción en su conjunto y mantener costes laborales relativamente bajos en los empleos menos especializados. Pero pasar de 40 millones de habitantes a más de 46 en nueve años ha sido demasiado para una estructura productiva poco consolidada.

La consecuencia de ese flujo masivo de personas, poco capacitadas en términos generales pero deseosas de trabajar incluso por bajos salarios, ha sido el crecimiento de los sectores que podían aprovechar sus reducidas cualificaciones laborales, tales, entre otros, como la construcción, la agricultura, la hostelería, los servicios de limpieza y las tareas domésticas, aunque en nuestra agricultura sólo se ha producido una mera sustitución de mano de obra autóctona por inmigrantes. En el servicio doméstico, la inmigración ha permitido que las mujeres españolas se dedicasen con mayor facilidad al trabajo fuera del hogar. El resultado ha sido la hipertrofia de la construcción y de los servicios que, con excepción de los turísticos, son poco exportadores y tienen, además, baja productividad, en detrimento de otros con mayores capacidades para exportar y más altas productividades.

Nuestro PIB, aunque mucho mayor hoy que antes, ha perdido capacidad competitiva, lo que ha abierto la puerta a un crecimiento notable de las importaciones, dejándonos en claro desequilibrio frente al exterior. Hipertrofia de ciertos sectores, bajas productividades, déficit exterior y, además, una peor distribución de la renta, que debe arreglarse no con impuestos más progresivos, sino con mayores capacidades laborales, es el evidente resultado de la crisis de nuestro modelo productivo. Esa crisis no está resuelta todavía y nos llevará mucho resolverla, porque afecta al núcleo central de nuestra producción y exige de importantes mejoras en la capacitación de la población activa y aumentar de forma sustancial nuestro capital verdaderamente productivo.

La segunda crisis que seguimos padeciendo es la de la vivienda. A la mano de obra barata y abundante que permitió el crecimiento del sector se unieron los reducidos tipos de interés derivados de la excesiva liquidez mundial y el aumento notable de nuestra renta disponible, ingredientes que dispararon la demanda de viviendas. Esa demanda estuvo inicialmente impulsada por las mayores necesidades de equipamientos destinados a un uso directo por quienes deseaban mejorar así sus niveles de bienestar, por los cuantiosos inmigrantes que recibíamos y por los muchos no residentes que se sentían atraídos por nuestro país.

Pero la espectacular subida de precios que generó una fuerte y creciente demanda en un sector de producción muy lenta -frenada, además, por los numerosos obstáculos de nuestros municipios, que lograban así fielatos recaudatorios garantizados- condujo sorprendentemente a un mayor número de demandantes, al consolidarse la vivienda como un depósito de valor muy rentable por las incesantes subidas de sus precios.

Casi simultáneamente, la vivienda se convirtió de igual modo en un magnífico activo para la especulación. La burbuja estaba servida. Pero su final también porque, para un activo con un periodo medio de producción muy largo, es difícil prever la demanda efectiva que pueda existir en el momento de su venta lo que, en un mercado alcista, suele conducir a fuertes excesos en la oferta que se hacen visibles en cuanto empeoran las condiciones de financiación y se frena la demanda.

Tampoco hemos salido todavía de esa crisis, pues las viviendas no vendidas superan hoy el millón, lo que impide la construcción de otras nuevas y reduce el potencial crecimiento de nuestra producción total. Dar salida a esas viviendas exigirá de varios años y de precios sustancialmente más reducidos, lo que generará, además, importantes pérdidas en las empresas constructoras y en sus financiadores y reducirá la capacidad para consumir de las familias.

La tercera crisis, nuestra particular crisis financiera, resulta consecuencia obligada de las anteriores. Un país lanzado al crecimiento en sectores con pocas exportaciones termina generando fuertes déficits en su balanza comercial. Si, además, se embarca en cuantiosas inversiones orientadas más hacia el bienestar que a la producción y en crecientes volúmenes de construcciones residenciales, que computan como inversión pero no coadyuvan a la producción de nuevos bienes, el resultado acaba siendo la aparición de necesidades de financiación exterior muy cuantiosas.

Nuestras familias y empresas, amparadas en la potente divisa comunitaria e impulsadas por las abundantes disponibilidades mundiales de liquidez, se han endeudado abundantemente, al tiempo que las entidades financieras se hacían menos prudentes y ponían en marcha con alegría una fuerte expansión del crédito, tomando préstamos fuera para facilitar recursos líquidos dentro. Cuando la crisis internacional puso fin a la abundante liquidez exterior se cerró el grifo de la financiación interna, generándose gravísimas dificultades para la construcción y para las familias endeudadas por su adquisición o por un consumo desbocado.

A su vez, el cierre de la financiación afectó de muerte a empresas sin estos pecados, pero que se vieron empujadas al cierre por su falta de liquidez. El consiguiente aumento del paro está impulsando la mora de los deudores, con graves efectos para las entidades financieras. Tampoco hemos salido todavía de esta crisis y, vista la lentitud que llevan los procesos para su superación, no parece que vayamos a salir de ella en los próximos tiempos.

Pero junto estas tres crisis no remontadas al no haber hecho nuestros deberes, crisis que dificultan y retrasan la recuperación de nuestra economía, hay algo más. Ese algo más está constituido por tres sumandos que afectan muy negativamente a las expectativas de empresarios y consumidores. Primero, el coste en credibilidad por el enmascaramiento reiterado de nuestra auténtica situación económica. Segundo, la percepción popular de que se gastan inmensas sumas en obras poco útiles. Y tercero, la evidencia diaria de que no existe un plan coherente para salir de esta situación, sino sólo argucias y habilidades para esperar a que sean otros los que acaben tirando de nuestra economía, no se sabe bien por qué medios ni caminos.

Todo eso pesa como una losa sobre las expectativas de nuestros consumidores y empresarios, conocedores de la realidad mucho mejor de lo que se piensa, y añade un plus de gravedad a los serios problemas a los que nos enfrentamos. Sin un cambio radical de esas expectativas no cabe esperar casi nada, salvo seguir arrastrando nuestros problemas en el ambiente mediocre de un crecimiento corto que sistemáticamente deje fuera del trabajo a más de cuatro millones y medio de personas. Un futuro, sin duda, muy poco apetecible.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.