Economía melancólica

Si yo fuera argentino y echará la mirada a años atrás, la crisis financiera también me sumiría en la melancolía. Después de haberme pasado media vida pendiente de transmitir confianza a los desconfiados vigilantes de la economía internacional, me resultaría desolador comprobar cómo están avalando el comportamiento despendolado de bancos, intermediarios financieros y aseguradoras. No mejoraría mi ánimo la sospecha de que, tal como es el mundo, mejor que sea así.

Hasta anteayer la doctrina parecía recomendar un tratamiento implacable con los frívolos. Se aplicó sin sombra de titubeo a los países de la parte baja del escalafón. Las razones no eran inmediatamente moralistas. El argumento último, atendible, apelaba a la asignación eficiente de recursos. Eso sí, en el camino hasta él se deslizaban tintas justicieras. El que la hace, la paga. Si actúas de modo cabal, obtendrás beneficios. Si no, a cada palo su vela. Una invitación a la responsabilidad que, en las versiones más periodísticas, se sazonaba con críticas al Estado "papá protector".

El argumento, destripado, perdía resabios redentores. A hueso desnudo lo importante era transmitir la sensación a quienes tienen los dineros de que las reglas se cumplen. Por dos razones. Para que anticipen los escenarios sin temor a que a mitad del partido se cambien las reglas, lo que, por lo común, invita a salir corriendo. Y también para que los temerarios no se entregaran a la insensatez, confiados de que, llegado el momento, si se despeñaban con otros, nada les sucedería. Si sabe que el Banco Central acudirá a salvarlo con el dinero de todos, cualquier majadero se embarca a hacer negocios.

A esto último los economistas lo llaman azar moral y, en estos días, les tiene de los nervios. En buena lógica empresarial es una invitación a persistir en el pecado, a volver a comprar sin preguntar por los avales. Si sale bien, el negocio del siglo. Si no, tranquilos, que se trabaja con red. Eso sí, siempre que en la desgracia se arrastre a muchos. A la ruina se debe acudir acompañado. Por aquello de Keynes: "Si yo te debo una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón, el problema es tuyo".

Ahora el Financial Times sugiere que el Banco Central garantice las deudas hipotecarias. La explicación del cambio de actitud de quienes no hace tanto decían que "a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga", no hay que buscarla en las páginas del American Economic Review. Por si lo habíamos olvidado, la experiencia reciente nos recuerda que, a la hora de la verdad, para quienes toman las decisiones, incluidas personas instruidas como Bernanke, la teoría económica parece transmitirles la misma confianza que los posos del café. Si acaso se la invoca para decorar, cuando camina con el mismo paso que las decisiones previamente adoptadas. Después, cuando pasen los años, si las cosas van bien, alguien, quizá para salvar el honor del gremio, reconstruirá lo sucedido cuadrando las decisiones con las doctrinas. Cosas de la memoria histórica.

Cabe la tentación de acudir a la explicación que nunca falla: la conspiración. Si el agua que se negó a tantos se suministra sin tasa a Wall Street es porque en las bambalinas están los que mandan. Una explicación con escaso vuelo en su versión más rústica, la que hace de los gobernantes una suerte de miserables a sueldo de los poderosos. Pero a la que esta vez no le falta un germen de desoladora verdad. El mecanismo, eso sí, no es el de una simple correa de transmisión. Al menos, no en los países con instituciones que no son de cartón piedra. El mecanismo es más respetuoso con los políticos, aunque más desalentador con el orden del mundo.

Se llama expectativas. Hay que transmitir seguridad a quienes disponen de los recursos. Si se quiere que la máquina funcione, hay que allanar el camino a sus deseos. Sobre ese paisaje se edifican nuestras economías. El problema no está, como algunos moralistas parecen creer, en la codicia. La codicia, con ser importante, no es el único cemento con el que está amasada la especie. Sobran los experimentos que muestran que estamos dispuestos a echarnos una mano incluso a costa de nuestros ingresos. Puestos a decirlo todo, no está de más recordar que otros tantos experimentos confirman que quienes han sido retribuidos por una actividad, expuestos al mercado, por así decir, muestran una menor disposición a colaborar gratis et amore en cualquier cosa que se les pida.

No, la codicia no es el problema. Si acaso, que sólo cuenta la codicia de unos cuantos. La frustración de los anhelos de la mayor parte de la gente incumbe, a lo sumo, a los próximos e, incluso, puede beneficiar a unos cuantos psicólogos. Para unos pocos, en cambio, su mala suerte es la mala suerte de todos. Sucede sin estridencias. Si las cosas no les parecen bien, si sus voces no son atendidas, se irán con lo suyo a otra parte en donde les hagan más caso.

Esa discreción contrasta con la protesta de los de abajo, de aquellos cuya desgracia empieza y acaba en ellos mismos. Si les vienen mal dadas y quieren hacer oír su voz, tienen que hacer ruido, un ruido que muchos juzgan molestias injustificadas. Ese "por qué tengo que pagar yo" acude pronto a la boca de los afectados por las huelgas, pero apenas se esboza ante las discretas decisiones de los poderosos, cuando los impuestos de todos tienen que cubrir los desastres de sus trapicheos especulativos. Es lo que tiene la discreción, que no hace ruido. Quizá por eso los norteamericanos digieren con mayor naturalidad los 350.000 millones que se defraudan a Hacienda que los 525 millones que cuestan los atracos. En esas están los argentinos y los usuarios de cercanías.

Un desolador círculo vicioso que los políticos no tienen fácil quebrar. Zapatero no estaba recibiendo instrucciones cuando presentó el informe económico del Gobierno en la sede de la Bolsa de Madrid o cuando dejó plantado al Consell Nacional del PSC para reunirse a comer en casa del presidente de La Caixa con próceres de la burguesía catalana. Simplemente estaba escuchando a quienes de verdad cuentan.

No, los políticos no son simples gestores de los intereses de los poderosos. Están atrapados en un juego en el que éstos mandan y que se parece muy poco al mercado descrito en los libros de economía. Su truco, el de los poderosos, consiste en disponer del suficiente poder como para que sus intereses se presenten como los intereses de todos. El resultado es un fijo: la banca siempre gana. Porque si pierde, perdemos todos. Y si gana, no tanto. Unas reglas que difícilmente estará dispuesto a quebrar quien quiera ganar las próximas elecciones. Que nadie se olvide del primer Mitterrand. Sin duda, para dejarse llevar por la melancolía.

Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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