Economía y comercio secretos

La diplomacia secreta ha dado a luz un hijo posmoderno: la economía y el comercio secretos. Así lo acreditan los documentos dados a conocer por Greenpeace Holanda relativos a las negociaciones del Tratado Transatlántico de Libre Comercio e Inversión (TTIP para todos los públicos), donde cuanto es conflictivo es a la postre secreto y se oculta en una región de sombras a la que solo tienen acceso los negociadores europeos y estadounidenses. Si hasta la fecha había preocupación sobre la conveniencia del proceso en curso, ahora la alarma en Europa está más que justificada porque una cultura política de muy larga tradición corre el riesgo de sufrir una mutación genética en nombre de la macroeconomía y las finanzas globales.

Los negociadores se parapetan en la grandiosidad de las cifras para justificar lo que parece poco defendible: Estados Unidos y la Unión Europea suman el 60% del PIB mundial y el 30% de los intercambios comerciales; más de 800 millones de consumidores esperan como agua de mayo el maná del libre comercio y el flujo de capitales sin restricciones. Pero no hay forma de leer negro sobre blanco lo que se negocia y lo que se acuerda para deducir de todo ello cómo influirá en nuestras vidas, en el modelo social europeo, de por sí bastante castigado por la crisis. Acaso sea esta la razón del secretismo, de la opacidad extrema: el encubrimiento de los costes social, medioambiental y político; el daño que puede causar todo al ecosistema que llamamos Europa.

¿Cómo es posible no alarmarse cuando hay hasta cuatro estadios de consulta diferentes de la documentación producida por las negociaciones? ¿Cómo es posible aceptar un proceso en el que los eurodiputados solo pueden consultar en una sala reservada los documentos de los escalafones 2 y 3, y ni siquiera esto pueden hacer en los de la categoría o nivel 4? ¿Qué valor darán en el futuro a la soberanía popular los negociadores de hoy si se acogen a la oscuridad propia de las informaciones reservadas? ¿Qué futuro le aguarda a la división de poderes si se maneja la posibilidad de que instancias de arbitraje suplanten a los tribunales ordinarios cuando surja un conflicto en la aplicación o interpretación del TTIP? ¿Qué impreciso papel se reserva a los estados, adheridos a la Organización Mundial de Comercio y firmantes de los acuerdos de París para contener el calentamiento del planeta, si el esbozo de acuerdo ni siquiera cita las obligaciones contraídas?

En EEUU abundan las voces que ponen como ejemplo y referencia el tratado transpacífico (TPP) para defender la necesidad y bondades del TTIP. Todas las comparaciones son odiosas y esta no es una excepción: la diversidad de culturas políticas reunidas en el TPP es bastante mayor que el marco de referencia construido desde que los padres fundadores de la UE pusieron la primera piedra. En un tratado económico en el que caben Australia, Brunéi, Canadá, Chile, Estados Unidos, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam es posible encontrar muchas cosas, pero no afinidades políticas, de pensamiento político; no hay rastro de un ecosistema político compartido.

Unidos, el TTIP y el TPP suman, se dice, la mitad del comercio mundial y dos tercios de la economía global. Pero nadie sabe qué beneficio reporta todo ello más allá de los contables para las grandes empresas. Esa tendencia a manejar cifras astronómicas para justificar lo que se negocia no hace más que incrementar la sospecha de que quizá otras cifras inconmensurables no conocidas, pero igualmente verosímiles, justifican la ocultación de cuanto se discute. Por ejemplo, cuántos y en qué medida verán afectados a la baja los mecanismos de protección de los que dependen, fundamentales para mantener la cohesión social y contener la tendencia a la desigualdad en espacios cada vez mayores de la economía. Las garantías dadas hasta la fecha por Cecilia Malmström, comisaria de Comercio de la UE, son clamorosamente insuficientes y genéricas.

Es posible que todo forme parte del proceso imparable de concentración empresarial y de las finanzas, que el comercio sin cautelas pretenda diseñar el futuro. En cuyo caso resulta aún más inquietante la tendencia a desposeer a la UE y a los estados del carácter tutelar, regulador, que figura en sus tratados. Y tal inquietud no atañe solo a las consecuencias de la debilidad de unos estados disminuidos en sus prerrogativas, sino que es un ingrediente de inestimable ayuda en el discurso euroescéptico, aquel que aspira a poner el valor de la nación por encima de la identidad y de los valores europeos. Ese ocultamiento de lo que se cuece en las negociaciones del TTIP sería un ejercicio de torpeza extrema si no fuese, como parece que lo es, una amenaza de futuro, un sometimiento a reglas ajenas a lo que cabe esperar de la construcción de Europa.

Albert Garrido, periodista.

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