La víspera de las últimas elecciones generales, y desde estas mismas páginas, aludí a los escrúpulos confesos ante la tentación «tecnócrata» del que finalmente sería elegido presidente del Gobierno («Recelo ante los tecnócratas», 19 de noviembre de 2011). En ese momento Rajoy desechaba que su gobierno fuera a pivotar en torno al escueto objetivo de una cuenta de resultados económicos. Por eso, ahora que se aproxima el final de la legislatura y arrecian las críticas al presunto inmovilismo presidencial, me ha sorprendido la conferencia pronunciada por un profesor de Ciencia Política.
Alerta en esta el docente contra la técnica aplicada como mero instrumento, sin objetivo ni valoración de resultados más allá de los costes no estadísticos. Si bien coincide con Max Weber en la superioridad de un modelo como el parlamentario británico, con políticos elegidos y responsables ante sus electores, así como funcionarios (técnicos) neutrales y de carrera, no soslaya el problema de situar a los últimos a la cabeza del Ejecutivo. Enuncia, en consecuencia, los dos grandes problemas que suscita el tecnócrata, que siempre puede esgrimir: soy «solo» un técnico, por lo que no me interesan otras consideraciones de raíz política; soy «nada menos» que un tecnócrata, por lo que sé todo lo que hay que hacer y no admito discusión posible.
A juicio del mismo académico, el peligro de un gobierno burocrático reside en que, bajo pretexto del desarrollo económico, se rehúya el desarrollo político «para conservar o reforzar sus posiciones». Y se suela agitar, como pretexto, «el temor a la demagogia y al partidismo».
Escamotear el debate y la defensa de los ideales enmascara una gran torpeza. La política se mueve siempre en el terreno de lo opinable y nunca es ajena a los impulsos del corazón, que al decir de Pascal alberga razones que la razón no entiende.
El desarrollo económico, siempre según el mismo profesor, es una tarea colectiva, incomprensible sin «un esfuerzo global de todos», y, por tanto, constituye una «empresa política», previa y más amplia, que «exige trabajo concertado, readaptación de estructuras, estímulos de todas clases, y un mínimo de justicia en la distribución de sacrificios y provechos». De ahí la necesidad, como acto «esencialmente político», de conformar un gran capital social. De ahí la importancia de remover lo que obstaculiza el cambio, los «intereses creados», organizados de costumbre en torno a poderosos grupos de presión para quienes ese cambio «no resulta tan conveniente como para la mayoría».
La legitimidad de los cambios, prosigue el mismo docente, es «lo más difícil y lo más importante de la creación política, lo que ningún grupo de expertos o de tecnócratas puede conseguir, por muchas estadísticas que produzcan o de folletos que editen». Es por eso por lo que en la misma disertación concluye que «los expertos deben presentar el cuadro general técnico y económico en que se toman las decisiones; pero estas deben tomarse libremente, sobre juicios de valor y estados de opinión». Conforme a ello, el político no puede convertirse en una suerte de «rey holgazán», cuyos cuadros se lo dan todo hecho. En ese caso, las decisiones impopulares tornan la situación muy delicada, en especial cuando se hace patente el «envejecimiento» de las instituciones.
La única solución, en definitiva, consiste en una mayor acción política, en la defensa de las propias convicciones y en la revitalización de los «cuerpos deliberantes y la democracia». Ello exige abandonar la «jerga de la subcultura económica» e informar abiertamente en los medios de comunicación. Gobernar, en una palabra.
El profesor en cuestión se llamaba Manuel Fraga Iribarne. Hasta su muerte, en enero de 2012, fue presidente-fundador del partido que hoy gobierna, y las reflexiones anteriores las vertió en la primavera de 1971.
Álvaro de Diego González, decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad a Distancia de Madrid.