¿Economías a prueba de política?

La incapacidad de los gobiernos para actuar con decisión a fin de abordar el crecimiento, el empleo y los problemas distributivos de sus economías constituye un motivo muy importante de preocupación que ha surgido en casi todas partes. En los Estados Unidos en particular, la polarización política, el estancamiento en el Congreso y una frivolidad irresponsable han recibido mucha atención y muchos están preocupados por las consecuencias económicas.

Pero, como ha mostrado un análisis reciente, existe poca correlación entre los resultados económicos relativos de un país en varias dimensiones y el grado de “funcionalidad” de su gobierno. En realidad, en los seis años transcurridos desde que estalló la crisis financiera mundial, los Estados Unidos han obtenido resultados mejores que los demás países avanzados en cuanto a crecimiento, desempleo, productividad y costos laborales unitarios, pese a una elevadísima polarización política sin precedentes en el nivel nacional.

Naturalmente, no se debe generalizar demasiado. El desempleo es menor  en Alemania, el Canadá y el Japón y la distribución de la renta en los Estados Unidos es más desigual que la de la mayoría de los países avanzados y va camino de serlo más. Aun así, desde el punto de vista de los relativos resultados económicos globales, está claro que los EE.UU. no están pagando un alto precio por su disfunción política.

Sin desechar el posible valor de una actuación más decisiva de las autoridades, parece claro que deben de intervenir otros factores. Su examen entraña enseñanzas importantes para una gran diversidad de países.

Nuestra premisa es la de que la integración mundial y el desarrollo económico de una gran diversidad de países en desarrollo ha desencadenado un proceso mutidecenal de cambios profundos. La presencia de esos países en el sector de los bienes comercializables de la economía mundial está afectando a los precios relativos de los bienes y los factores de producción, incluidos el capital y la mano de obra. Al mismo tiempo, la reducción de los costos de los semiconductores ha alentado la proliferación de tecnologías de la información y la comunicación que están substituyendo la mano de obra, desintermediando las cadenas de suministro y reduciendo los puestos de trabajo rutinario y los de menos valor añadido en el sector de bienes comercializables de las economías avanzadas.

Hay tendencias duraderas que requieren evaluaciones orientadas al futuro y reacciones a largo plazo. Unos marcos normativos relativamente miopes pueden haber funcionado bastante bien en el período temprano de la posguerra, cuando los EE.UU. eran el país dominante y un grupo de países avanzados y estructuralmente similares representaban una inmensa mayoría de la producción mundial, pero cesan de funcionar bien cuando el crecimiento sostenido requiere una adaptación estructural y de comportamiento a unos cambios rápidos en la ventaja relativa y el valor de diversos tipos de capital humano.

Entonces, ¿qué es lo que explica los resultados relativamente buenos de la economía de los EE.UU. en el período posterior a la crisis?

El factor principal es la subyacente flexibilidad estructural de la economía americana. El desapalancamiento ha sido más rápido que en otros países y –lo que es más importante– los recursos y la producción se han pasado rápidamente al sector de bienes comercializables para colmar el desfase creado por una demanda interna persistentemente débil.

Eso indica que, sea cual fuere el mérito de las medidas gubernamentales, también es importante lo que los gobiernos no hacen. Muchos países tienen políticas que protegen sectores y puestos de trabajo, con lo que introducen rigideces estructurales. El costo de semejantes políticas aumenta con la necesidad de cambios estructurales para sostener el crecimiento y el empleo (y recuperarse de las modalidades de crecimiento desequilibradas y de las crisis).

Ningún país carece de fricciones a ese respecto, pero hay diferencias importantes. En términos relativos, Alemania, la Europa septentrional, el Reino Unido, el Canadá, Australia, Nueva Zelanda y los EE.UU. carecen relativamente de rigideces estructurales. El Japón se ha propuesto llegar a esa situación. La Europa meridional tiene por delante un importante programa de reformas para aumentar la flexibilidad.

La eliminación de las rigideces estructurales resulta más fácil de decir que de hacer. Algunas se deben a mecanismos de protección social, centrados en los puestos de trabajo y los sectores, en lugar de en las personas y las familias. Otras reflejan políticas que simplemente protegen a ciertos sectores contra la competencia y producen rentas e intereses creados. En una palabra, la resistencia a las reformas puede ser grande precisamente porque los resultados tienen efectos distributivos.

Dichas reformas no son fundamentalismo del mercado. El objetivo no es el de privatizarlo todo o adoptar la errónea creencia de que los mercados no regulados se autorregulan. Al contrario, el Estado tiene un papel importante en las transiciones estructurales, pero también debe dejar el paso libre.

En comparación con los EE.UU., Europa tiene dos clases de problemas. Uno es la necesidad –en particular en varios países europeos meridionales– de aumentar la flexibilidad estructural e intensificar la productividad. En el primer decenio del euro, los costos laborales unitarios en las economías meridionales divergían de los existentes en Alemania y la Europa septentrional, con un crecimiento sostenido por un exceso de deuda pública y el componente estatal de la demanda interna agregada o, en el caso de España, por una burbuja inmobiliaria apalancada. A falta del mecanismo de tipos de cambio, la reorganización del sistema para permitir que los sectores de bienes comercializables engendren crecimiento entraña una dolorosa deflación relativa, proceso que se alarga más en una situación de inflación baja.

En segundo lugar, la zona del euro permite esas divergencias porque las políticas que afectan al crecimiento están descentralizadas. La moneda común y la política monetaria están en una tensión constante con la descentralización de la política impositiva, la inversión del sector público y las políticas sociales, todas las cuales afectan a la flexibilidad estructural de los países. Además, el mercado único está relativamente consumado en materia de bienes, pero no de servicios.

Se trata de una situación que carece de estabilidad. Tarde o temprano, Europa deberá gravitar hacia una más profunda integración normativa, fiscal y política o hacia una estructura que comprenda mecanismos de ajuste –por ejemplo, una mayor movilidad laboral– para tener en cuenta las diferencias de productividad.

Muchos países –y no sólo de Europa– deben someterse un ajuste estructural para lograr modalidades de crecimiento sostenibles. Todas las estructuras y las diversas oportunidades de empleo de las economías avanzadas afrontan fuerzas competitivas y tecnológicas similares y todas ellas tienden a trasladar los ingresos al extremo superior de la distribución y a los propietarios de capital.

Las diferencias entre los países en materia de resultados reflejan en parte opciones normativas pretéritas que afectan a la velocidad del ajuste. Las condiciones iniciales tienen su importancia y a ese respecto el marco normativo de los Estados Unidos parece haber garantizado una capacidad de resistencia relativamente mayor de su economía no sólo a la crisis mundial, sino también a la inestabilidad política interna.

La flexibilidad estructural no es la solución total; unos niveles mayores de inversión por parte del sector público contribuirían también a producir una recuperación sostenible, en particular en los países avanzados, pero, como es probable que unas limitaciones fiscales muy estrictas en muchos países retrasen ese elemento de reacción normativa, el de las reformas encaminadas a aumentar la flexibilidad son el aspecto adecuado por el que comenzar.

Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, and Academic Board Chairman of the Fung Global Institute in Hong Kong. He was the chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-2010 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World.

David Brady is Deputy Director and Senior Fellow at the Hoover Institution and Professor of Political Science at Stanford University.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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