El 7 de enero comenzó uno de los brotes de violencia más atemorizantes de la historia moderna de Ecuador. Los hechos sucedieron rápidamente: se fugaron de la cárcel dos líderes de bandas criminales, estallaron motines en las principales prisiones del país y explotaron bombas en varias ciudades. Unos hombres encapuchados y armados irrumpieron en una cadena de televisión nacional durante una transmisión en vivo. Poco más de una semana después, el fiscal que investigaba ese ataque fue asesinado. Más de 20 personas han muerto en los disturbios.
Muchos ecuatorianos, al ver en los celulares y televisiones cómo se desataba el caos, nos sentimos presa de un miedo desconocido. Las calles de Guayaquil, la ciudad más grande, y de Quito, la capital, estaban casi vacías, pues se nos aconsejó a los ciudadanos permanecer en casa. El presidente del país, Daniel Noboa, decretó un estado de emergencia por 60 días, y luego declaró que el país estaba inmerso en un “conflicto armado interno”, una decisión que permitió al ejército patrullar las calles y hacerse con el control de las cárceles.
Sin embargo, en esa crisis hubo otro aspecto perturbador. Mientras se producían todos estos sucesos, muy aterradores y palpables, hubo una abrumadora avalancha de desinformación en las redes sociales que desorientó aún más al país. El aluvión de noticias falsas, junto con el estallido de la violencia por parte de las bandas y las severas medidas de seguridad del gobierno, han suscitado algunas preguntas inquietantes sobre el futuro de un país que, hasta hace unos años, era generalmente considerado pacífico.
La violencia de este mes no surgió de la nada. Ecuador ya estaba lidiando con un repunte del crimen organizado. Desde 2021, los enfrentamientos mortales de las bandas en las cárceles se han vuelto algo cotidiano, al igual que los funcionarios del gobierno, militares y políticos acusados de estar implicados en el narcotráfico. Mi país ostenta ahora el dudoso honor de ser el más violento de la región, con un promedio de 40 homicidios por cada 100.000 habitantes, una siniestra estadística que incluye al candidato a la presidencia Fernando Villavicencio, asesinado poco antes de las elecciones del año pasado.
Este brote de violencia comenzó un lunes por la mañana con la noticia de que Adolfo Macías, más conocido como “Fito” y líder de una de las muchas y poderosas bandas criminales de Ecuador, se había fugado de la cárcel. Esa noche, se registraron ataques de bandas en varias ciudades, así como el secuestro de decenas de guardias penitenciarios. El martes por la mañana, se difundió la noticia de que Colón Pico, líder de otra banda, también se había escapado de la cárcel.
Fue una serie de sucesos alarmantes, pero la avalancha de noticias falsas que le siguió presentaba una situación de caos que exacerbó el pánico. La desinformación no es una novedad en Ecuador; como en cualquier otro país, tenemos que cribar una buena parte de información falsa en internet. Pero esto fue distinto, ya que la avalancha dificultó diferenciar entre el periodismo legítimo y los rumores en un momento de crisis. Aunque se desconoce quién estaba detrás de las noticias falsas, si es que hubo alguien concreto, durante algunas horas pareció imposible distinguir entre realidad y ficción o discernir con objetividad la gravedad de la situación.
Un usuario de las redes sociales avisó de manera falsa de un tiroteo cerca del palacio presidencial. Otro advirtió de la toma de una estación de metro en Quito, lo cual era falso, y otro sugirió que varios atacantes enmascarados habían invadido una universidad y un hospital, eventos que tampoco eran ciertos. A finales de esa semana, las autoridades municipales declararon que se había informado de 53 incidentes violentos relacionados con las bandas en Quito, pero solo 18 fueron confirmados.
En medio de la cascada de realidad y ficción, llegaron los decretos de emergencia del presidente. Aunque se ha criticado a otros presidentes anteriores por declarar habitualmente estados de emergencia, Noboa apenas tuvo que enfrentarse a la resistencia de la oposición política. Uno de sus predecesores, Rafael Correa, le brindó al principio su “total” e “irrestricto respaldo”. La líder del principal partido de la oposición legislativa, María Paula Romo, señaló que, aunque con ciertas reservas, como país, estábamos obligados a apoyar al presidente en estos inciertos momentos.
En general, la reacción, tanto en los círculos políticos como en la sociedad civil, a las medidas de seguridad de Noboa para contener la crisis —y ampliar su poder ejecutivo— ha sido preocupantemente discreta en una región donde otros países están empezando a renunciar a las libertades personales a cambio de la seguridad personal.
Noboa ya iba en esa dirección antes de la ola de violencia de hace unas semanas. Varios días antes, había confirmado los planes de construir dos grandes prisiones de alta seguridad e implantar otras medidas para frenar a las bandas, y aludió al éxito de El Salvador, que también aplicó la mano dura contra la delincuencia. Y, si bien es cierto que el índice de aprobación del presidente salvadoreño, Nayib Bukele, es alto en parte por esas medidas, su estrategia tiene un lado sombrío: según varias organizaciones de defensa de derechos humanos, el gobierno de Bukele ha incurrido en una serie de vulneraciones que amenazan los derechos fundamentales, como el uso indebido del sistema de justicia penal, el maltrato a presos y las restricciones de movilidad.
Cuando estalló la violencia en Ecuador este mes, yo también sucumbí al pánico. Estaba fuera, en Quito, cuando vi las noticias en internet de que se había producido un tiroteo peligrosamente cerca de mi casa. Corrí a la zona, pero, cuando llegué, descubrí que no pasaba nada, que solo había miedo. Aunque como periodista estoy acostumbrado a verificar la información, me tomé al pie de la letra las noticias que vi, como tantos otros. Como tantos otros, tenía miedo.
Lo sigo teniendo. Me preocupa la desinformación que sigue infiltrándose en las redes sociales, y me preocupa la nueva estrategia de Noboa en materia de seguridad. Más de 3000 personas han sido detenidas desde el 9 de enero. La policía ha difundido incluso imágenes de algunos detenidos en ropa interior, que recuerdan a las imágenes de las infames megacárceles de Bukele. Los actos del gobierno tras esa semana sangrienta deberían preocupar a todos en una región que se enfrenta a las amenazas a la democracia y donde las noticias falsas pueden distraernos de las noticias reales que podrían cambiar el futuro de nuestros países.
Ecuador se enfrenta a la amenaza existencial que representan las bandas del crimen organizado, y para vencerla será necesario un esfuerzo colectivo. Pero esta unidad no puede ser producto del miedo y la desinformación. La desinformación que se difundió esa semana, y que seguimos viendo hoy, debería servir de recordatorio a todos los ecuatorianos y al resto del mundo de que deben mantener la cautela, para que nadie —delincuentes o políticos— pueda aprovecharse de nuestra legítima indignación con el fin de fomentar el caos o para debilitar la democracia.
Iván Ulchur-Rota es periodista y comediante.