Edad, política y sorpresas

Lo que les ocurre es que no tienen idea de la historia. Posiblemente tampoco de la política, pero como la política se ha convertido en ocurrencias y cabriolas, no me atrevo a tanto. La historia, desde luego, la desconocen por completo. Albert Rivera, por ejemplo, no sabe que Disraeli fue primer ministro con 64 años y repitió con 74, que correspondieron a los más gloriosos de la Inglaterra victoriana. Adenauer fue canciller de media Alemania destruida con 75, para llevarla al «milagro económico» y a ser hoy la nación más importante de Europa. Mientras Churchill volvió a ser «premier» con ¡77! Eliminar a alguien por la edad de la política es, aparte de una discriminación antidemocrática, una solemne tontería. Y las tonterías no tienen edad.

Ya que hablamos de Churchill, me he acordado de él ante la rotunda e inesperada victoria de los conservadores en las recientes elecciones británicas comparable con la aún más sorprendente de los laboristas justo cuando la Segunda Guerra Mundial había terminado con la derrota del Tercer Reich, de la que Inglaterra había sido una de sus principales artífices al resistir sola el primer empellón de la maquinaria militar de Hitler, que había descargado sobre ella un infierno de bombas. Sin embargo, los ingleses decidieron enviar a casa al hombre que había protagonizado aquel espíritu de resistencia y de lucha, el Churchill de «sangre, sudor y lágrimas», para sustituirle por Clement Attlee, conocido en su casa y en su partido. Nadie se lo explicaba, como hoy no se explica la mayoría absoluta de Cameron. «¡Que desagradecidos son los ingleses», recuerdo oír a los mayores. «Es que los ingleses son así», decían los que se preciaban de conocerlos, pero sin aclarar cómo son.

Tuve que esperar veinte años para que se me aclarase el misterio. Nada menos que en el Berlín dividido a consecuencia de aquella derrota. Se la oí a un periodista alemán que me sirvió de lazarillo por la política europea, tal vez para pagar que había conseguido salvar su vida en España, mientras su familia entera perecía en los campos de concentración nazis. «Los ingleses –me dijo en el Old Wien, el único local donde se podía tomar un café decente, cuando yo saqué el tema– son la gente más práctica del mundo. Para hacer frente a Hitler y ganar la guerra necesitaban un hombre como Churchill, un viejo león que había estado en todas las guerras, incluida la que vosotros sostuvisteis con los yankis en Cuba. Pero para la paz necesitaban otro tipo de político, alguien que reconstruyese el país en ruinas, que desmontase el imperio reteniendo lo que podía retenerse de él, tras decidir rusos y americanos acabar con los que había y montar ellos los suyos. Los ingleses temían que Churchill se liase en otra guerra con los rusos, cuyo ejército dominaba el continente. Así que lo jubilaron y se pusieron a crear un estado de bienestar del que bien necesitados estaban tras haber sufrido todo tipo de penalidades. Aunque para la guerra fría que siguió volvieron a llamar a Churchill en 1951. Pero la prioridad al finalizar la contienda era otra».

Así terminó la clase mi buen amigo. Fue una lección que nunca he olvidado. Ha vuelto a mi memoria ante la sorprendente victoria de Cameron, que, desde este punto de vista, no es sorprendente, sino lógica. Con ese sentido común que les caracteriza, los ingleses han debido decirse: tenemos tres frentes igualmente peligrosos: el de la crisis económica, aún no terminada; el de Escocia y el de Europa. ¿Quién es el hombre y el partido más preparado y dispuesto a librar esas tres batallas? Pues Cameron, que ha puesto de nuevo en marcha nuestra economía, que ganó la mano a los independentistas escoceses en el referéndum y que está dispuesto a sacar el mayor provecho a nuestra participación en Europa. O sea, elijámosle. Y, además, elijámosle con todos los poderes, dándole la mayoría absoluta, para que nadie pueda chantajearle.

Para llegar a tan simple como sensata decisión se necesita una sangre muy fría y un cerebro muy cuerdo. Pero se necesita, sobre todo, capacidad de anteponer los intereses generales a las filias y fobias particulares, algo que ha permitido a los ingleses ganar todas las guerras militares y diplomáticas desde que perdieron la primera contra los más ingleses de todos: los peregrinos que se habían ido a Norteamérica por no querer aceptar las restricciones que se les imponían en su país, y se independizaron cuando quisieron imponérselas en su nueva patria. Con lo que Inglaterra perdió la principal de sus colonias. Pero aprendió la lección y no volvió a perder ninguna más hasta que las nuevas superpotencias surgidas de la II Guerra Mundial le obligaron. Aún así, conserva algunas, como Gibraltar, así como el estatuto de gran potencia, con su asiento en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

El desafío con que ahora se encuentra es, si cabe, mayor que el de 1945, pues afecta al propio Reino, amenazado de dejar de estar unido. La crisis económica la han sorteado no embarcándose en la aventura del euro y ajustando los gastos a los ingresos como un contable de las novelas de Dickens. Lo de Escocia es bastante más complicado. Como todos los nacionalistas, los escoceses quieren ser independientes, pero conservando las ventajas de estar dentro de entidades mayores: el Reino Unido y la Unión Europea. Cameron aceptó el primer envite en el más típico estilo ingles: hagamos un referéndum. Y lo perdieron. Pero como los nacionalistas no aceptarán nunca la derrota, han atacado por otra parte, copando prácticamente todos los votos laboristas en Escocia, para formar un bloque decisivo en el parlamento británico. Lo que no esperaban era que los ingleses se les adelantaran a la jugada, dando a Cameron una mayoría absoluta con la que puede gobernar otros cinco años sin depender de nadie. Y, menos, de los nacionalistas.

Una mayoría absoluta que va a servirle también para negociar desde una posición de fuerza con la Unión Europea. En Bruselas, Cameron se convertirá en nacionalista británico, esto es, «lo mío es sólo mío, y lo vuestro vamos a repartírnoslo». Nada de fronteras abiertas, nada de directrices económicas comunes, nada de unión fiscal que comprometa el papel de Londres como centro financiero mundial. Sólo en esas condiciones seguiremos en el club. Vamos a ver cómo reaccionan los demás miembros, Francia y Alemania especialmente, que son los que deciden, porque eso no sería una Unión Europea. Sería una parodia de unión en beneficio de uno de sus miembros. Y por mucho interés que haya en retener a Londres en el club, no podrá llegar a una comunidad con excepciones como ésta.

En cualquier caso, los ingleses han vuelto a jugar sus cartas con la sabiduría que les caracteriza. La política para ellos no se hace a base de ideología. Se hace a base de intereses. De intereses británicos, desde luego.

José María Carrascal, periodista.

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