Edificante

Que en el cuidado de la lengua tienen los políticos una alta cuota de responsabilidad es a todas luces cierto. No la tienen en exclusiva, la comparten con los periodistas y los profesores, y por las mismas razones en los tres casos: sus mensajes no se circunscriben al ámbito de la comunicación interpersonal, sino que llegan a grupos amplios de individuos (amplios, sí, aunque desiguales: integrados o por millones, o por miles, o por centenares de personas).

Quienes me conocen saben que, convencido como estoy de esa responsabilidad compartida, no suelo cargar las tintas, pues no sería justo, contra los primeros. Hay políticos (y periodistas, y profesores) que se expresan razonablemente bien, e incluso muy bien.

Hoy, sin embargo, sí voy a traer aquí dos perlas de sendos políticos en activo, y de distinto signo (pero podrían serlo del mismo, del que fuera). Una produce desolación; la otra también, pero al menos me ha servido para hacer una interesante adición a mis ficheros.

Por cierto que cada una de las dos va, además, en pareja. Quiero decir que los dos emisores soltaron un par de veces las respectivas lindezas que aquí voy a transcribir (fácilmente localizables en internet, si el curioso lector quiere comprobar la fidelidad con que lo hago).

La primera se ha difundido y comentado mucho, y no era para menos. Pudo oírse en un mitin de labios del señor ministro de Transportes y Movilidad Sostenible el 28 de abril pasado: «Felipe González –dijo– fue un líder con mucho predicamento en el exterior. Pero es que Pedro Sánchez, no es que tenga predicamento, es que es el puto amo. Esa es la realidad: es el puto amo».

La palabra amo no requiere grandes explicaciones (al menos en el plano lingüístico; en el político, considerar a un líder el amo me atrevo a afirmar que no trasluce una concepción muy democrática del papel que a los dirigentes corresponde).

En cuanto al adjetivo, puto (con su femenino, puta), tiene dos valores completamente opuestos que el diccionario de la Academia explica en las acepciones primera y segunda del artículo. El primero entraña calificación denigratoria; por ejemplo: Me quedé en la puta calle. En cambio, el segundo, con antífrasis –esto es: con inversión total del sentido–, implica ponderación positiva, casi admirativa. El DLE ofrece este ejemplo: Ha vuelo a ganar. Que puta suerte tiene.

En la misma línea, se ha comentado a menudo el hecho asombroso de que hijo de puta sea en primera instancia un insulto (y no suave, ciertamente) y también, de nuevo por antífrasis, un elogio. (Quién sabe. A lo mejor cuando, no hace mucho, una conocida política lo musitó entre dientes refiriéndolo al presidente del Gobierno estaba, antifrásticamente, echándole una flor). Lo mismo ocurre –y aseguro al lector que con esta dejo ya las palabrotas– en el caso de cabrón.

Pequeño detalle no desdeñable: en el diccionario las dos acepciones de puto a las que me he referido llevan la marca malsonante. Es una advertencia precautoria al usuario: si va usted a emplear la palabra, asegúrese de que la situación en que lo hace admite 'malsonancias'. En un bar con una copa en la mano tal vez sí. En un acto público, ante un micrófono y las cámaras, tal vez no.

Vamos, pues, con lo dicho por el segundo de los políticos. Son declaraciones del pasado 10 de junio, y las he reproducido y escuchado varias veces para asegurarme de que las transcribía con exactitud. El señor alcalde de Madrid, rodeado de periodistas y comentando los resultados electorales, dijo exactamente esto: «Parrafraseando a Óscar Puente, cuando dijo lo de «Sánchez es un puto amo», yo puto amo no comparto que sea, pero parrafraseándole es un puto perdedor en esos términos».

La primera de las dos veces que oí «parrafraseando» tuve tiempo, tras el estupor inicial, para la indulgencia: un lapsus lo tiene cualquiera, puede trabucársenos la lengua y pronunciar sin querer una erre múltiple donde iba una simple.

No es el caso, pues, por desgracia, Almeida lo ha dicho dos veces. Veamos qué le ha ocurrido al munícipe máximo.

Los significantes son, salvo raras excepciones, opacos, impenetrables: no nos dan pistas sobre el alcance de lo que designan. De ahí que los hablantes, queriendo hacerlos más transparentes, a veces los alteren, aproximándolos a otros que les son conocidos, o creyendo descubrir entre ellos relaciones genéticas. Hay alteraciones hechas con apoyo semántico y otras sin él. Cuando un niño llama altobús al 'autobús' es porque así entiende mejor su nombre, le parece natural que la forma refleje el significado, el de un vehículo considerablemente alto. Quien llama mondarina a la 'mandarina' lo hace porque no en vano ha de mondarla antes de comérsela. Un bote sifónico puede convertirse en bote sinfónico en el habla de un sujeto al que la palabra sinfonía al menos le suena, y nada le dice, en cambio, o la tiene arrumbada, sifón. El latín veruculum evolucionó en verrojo o berrojo, pero, puesto que aquello servía para cerrar, alguien consideró más lógico llamarlo cerrojo, y con tal nombre se ha quedado. Bañándose en el mar o la piscina los niños juegan a hacerse ahogadillas; pero, dado el medio en que suceden, ¿no será más lógico llamarlas aguadillas?

El fenómeno por el que tales alteraciones de la forma de las palabras, semejantes 'contaminaciones' o cruces entre ellas ocurren, y tanto si prosperan como si no –hay errores creativos–, tiene un nombre: «etimología popular».

El señor Martínez Almeida ha oído alguna vez, obviamente, el verbo parafrasear. Tiene una idea de lo que significa: algo así como decir más o menos lo mismo que otro ha dicho, pero amplificándolo. No conoce, o no lo asocia, el sustantivo paráfrasis, con el que dicho verbo está emparentado. Su instinto le dice que a lo mejor guarda relación con otro bien conocido y bien fácil: párrafo. Algo tendrán que ver los párrafos con el hecho de decir cosas, ¿no? ¿No se sueltan parrafadas? Hecho: él va a parrafrasear lo dicho por el ministro; va a volver sobre ello, a repetirlo para luego sacarle punta.

Un detalle aún. Era evidente que el ministro en modo alguno usó puto para insultar a su jefe. Al contrario: llamarle el puto amo era el elogio supremo. No así el alcalde: en sus labios, puto cambia de nuevo drásticamente de signo y recupera la capacidad ofensiva y denigratoria, por lo demás la originaria y genuina del vocablo: el presidente «es un puto perdedor».

Muy edificante todo.

Pedro Álvarez de Miranda es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid.

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