Eduardo Dato, estadista de nuestro tiempo

Hoy hace 91 años que asesinaban al entonces presidente del Consejo de Ministros, acribillado a balazos por unos anarquistas en la plaza de la Independencia cuando se dirigía a su casa en Lagasca, 4. Es un hecho de todos conocido aunque difuminado por el tiempo, sutil neblina que desemboca fácilmente en el olvido. Sin embargo, la figura de Eduardo Dato no debe olvidarse porque sus afanes e inquietudes pertenecen más a nuestro siglo que a aquel que le vio nacer.

Es uno de los tres gigantes que, viviendo en una época convulsa, supieron otear el futuro, viendo la relevancia de la cuestión social. Los tres mueren asesinados. En su lógica, los anarquistas piensan que hay que matar a los más justos, grandes y buenos porque ellos hacen amable la autoridad. Castelar, Cánovas y Dato, desde distintos ángulos y perspectivas, engendran el mañana con el sacrificio de sus vidas.

Pero Dato es el que encarna en el cuerpo débil y confuso de la política de su tiempo la entonces llamada cuestión social. Desde el inicio de su carrera política lleva a cabo una labor tenaz, constante y acertada en esa dirección. Apuntala, modifica, crea. Sube todos los peldaños de la política, se infiltra incansable por todos los vericuetos del poder político, económico y social de su tiempo, pero no por ambición, no para mediar, sino con la fuerza del que tiene una misión, una tarea, un objetivo que cumplir. No es un soñador, un teórico de grandes y bellas ideas, sino que logra plasmar en realidades muy concretas lo que sabe; es una tarea urgente y necesaria. Lo suyo es suavizar desigualdades, proteger, amparar, elevar. Lo hace sin estridencias, crispaciones y agresividad. Carece de espíritu maniqueísta, no construye muros, sino puentes majestuosos, amplios y duraderos. Nunca cae en luchas caciquiles, ni en manipulaciones ambiguas. Es un auténtico estadista. Ve la política como un instrumento que permite construir un mañana esperanzador. La política es para él un sacrificio, una ofrenda, casi un holocausto. Pierde ingresos, pues es bien conocido que era un eximio abogado y tenía un reputado bufete. Es lo que le gusta, renuncia a su vida privada aunque sabe lo que es el arte de vivir. Pero va inmolándose inexorablemente en un constante engendramiento.

Al final de su andadura sabe que su vida está en peligro, pero le molestan escoltas y protecciones. Dijo que si moría siendo presidente no quería honores. «Quiero un entierro modesto igual al que hicieron a Moret», escribe. Pero no vive angustiado, al contrario, es alegre y optimista. Se le conoce por su perpetua sonrisa, sus modales corteses y amables, su actitud dialogante. Algunos le tildaban por ello de débil, cuando en realidad era todo lo contrario. Cuando sabía por dónde había que ir, nadie le podía apartar de su camino. Siempre empuñó el timón del gobierno con mano firme y segura, no conocía vacilaciones e indecisiones. «Mano de acero en guante de seda», se decía de él. Tenía la fuerza para cambiar las cosas, y así en todas las carteras que desempeñó deja una huella duradera. Cambia, estructura, apuntala, los transforma en instrumentos más eficaces y modernos.

Ya en su primer cargo político como subsecretario de Gobernación, a los veintitantos años, inicia su labor social, que irá extendiéndose durante toda su andadura política. Crea el Ministerio de Trabajo, aparecen las primeras leyes de accidentes del trabajo, en contra de los que claman que dichas leyes amenazarían nuestra competitividad, pues eran las más extensas comparadas con las de otros países. Pero en cuanto se pusieron en efecto, los accidentes laborales disminuyeron espectacularmente por todo el país. Se regula también la situación del trabajo de mujeres y niños, se ocupa de la revisión de los alquileres para evitar los aumentos abusivos, se crean las Juntas de Fomento y Casas baratas y surge el Instituto Nacional de Previsión.

Como ministro de Justicia, cambia el sistema penitenciario. En Marina, en el Ministerio de Estado, incluso como alcalde de Madrid, deja su impronta. Logra la neutralidad en la Primera Guerra Mundial, lo que supone un gran desarrollo económico para España. En sus discursos, en sus intervenciones parlamentarias, en las Reales Academias de Jurisprudencia y Legislación y en la de Ciencias Morales y Políticas deja unos mensajes que en pleno siglo XXI son aún una lección.

Gran patriota, es sin embargo universal, lector y estudioso infatigable de los grandes tratadistas extranjeros, y sabe captar su savia para pulir y profundizar sus ideas y pensamientos. Le gusta mucho viajar, siempre que puede lleva consigo en sus andaduras a la benjamina de la casa, mi madre, quien atesoraba múltiples recuerdos entrañables de su padre, siempre contento. Empleaba símiles del toreo para comentar la actividad parlamentaria, pero me contaba una anécdota que demuestra más que mil palabras el talante de Dato. Están en el famoso Museo de Cera en Londres, y don Eduardo se sienta en un banco del museo y se queda inmóvil sin pestañear, para que todos los visitantes del museo le tomen por una de las estatuas. Inútil describir la gran alegría y diversión de mi madre.

Son pequeños rasgos que no merecen incluirse en sesudas biografías, pero son muy sintomáticos de su invariable optimismo, sentido del humor y amor a la vida. Habría mucho más que señalar, pero no tengo ni autoridad, ni datos, ni pluma para tratar de abarcar la asombrosa labor de mi abuelo. Esa tarea está aún por hacer, pues falta una buena biografía sobre él. Sólo quedan unos cuantos artículos o decimonónicas alabanzas, pero nada de su inmensa riqueza interior, de su aspecto profundamente humano y espiritual. En todo él se le ve impulsado por la esperanza. Sabía encauzar sus conocimientos políticos, jurídicos, sociales, económicos hacia la parte más débil de la sociedad; siempre la tuvo en su conciencia, en su inteligencia y en su corazón. Era un auténtico cristiano, un hombre bueno, siempre orientándose en la dirección de la fraternidad. Supo con soluciones jurídicas allanar ese camino, sin demagogias. Todas sus actividades, todos sus afanes, voluntad y talento van hacia esa fraternidad que es la mayor actividad de amor que se puede tener.

Por todo ello, Dato bien se merece un recuerdo en el aniversario de su muerte, pues es un ejemplo y una enseñanza para todas las personas que se atreven, como él, a adentrarse en los siempre difíciles caminos del amor al prójimo.

Por Eduardo de Zulueta y Dato, embajador de España.

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