Eduardo Sanz, el último farero

Aseguran los psiquiatras y los psicólogos, esos tipos que se dedican a palpar las partes oscuras de nuestra personalidad, que el signo de la ancianidad está marcado cuando un individuo que lee un periódico lo primero que mira son las esquelas mortuorias, y lo segundo, hace el crucigrama. Aunque aún no he llegado a ese estado y sigo leyendo los diarios en papel desde la primera página a la última, con rigor de novato, debo reconocer que ya miro las necrológicas con cierta aprensión no exenta de angustia. Los amigos se mueren. Una esquela contundente en El País, pagada a precio de oro, con toda seguridad por la familia, me ha roto los esquemas de las sabatinas previstas y me impone una realidad incontestable. Eduardo Sanz ha muerto; un 14 de abril, que es privilegio.

¿Cómo puedo yo escribir de Eduardo Sanz, en Barcelona? Fue un pintor notable, uno de los más significativos del arte en el tortuoso periodo que va de los cincuenta a los años de la burbuja y la gloria, cuando todo se transformó en basura exquisita. Hace ahora exactamente diez años le dediqué una sabatina, con ilustración magnífica de Toni Meseguer. Iniciamos una amistad, con la complicidad divertida e inteligente de su mujer, Isabel Villar, una pintora naif que aún hoy considero una de las más agudas retratistas de una época perdida. Aquella Salamanca donde crecieron tantas cosas durante los años del cólera: Sánchez Ferlosio, Martín Gaite, Basilio Martín Patino…

Eduardo Sanz, uno de los pintores más importantes de la época, pertenecía a otro mundo. Había salido de esa escuela digna y vigorosa de los pintores de brocha gorda de la posguerra española, expresión preciosa que se refiere a quienes te pintaban la casa, las fachadas, los carteles de cine, lo que se terciara en aquellas épocas del hambre y la ambición. Hay tres pintores que exigirían una explicación de ese aprendizaje de paredes y damiselas sin escrúpulos. Los emblemáticos son Guinovart, Eduardo Sanz y el olvidado Pepe Ortega, cuyo final de obra, hoy casi toda en Italia, constituye un legado soberbio sobre el talento y la sensibilidad.

Eduardo Sanz nunca expuso en Barcelona, ni en Catalunya. Al menos eso me decía, con un gesto de incomprensión que yo no sabría analizar, porque los primeros defensores y compradores de su obra habían sido tres figuras que marcaron buena parte del gusto de esta ciudad: Cirlot –que escribió un magnífico texto sobre Sanz–, Corredor Mateos y Aguilera Cerni. Pero luego las cosas se fueron complicando mientras el reino de Antoni Tàpies se consolidaba como monopolio. (La historia de la portada del libro de Moreno Galván sobre la pintura española contemporánea (1969) merecería un ensayo; me refiero a su reacción frente a que alguien colocara en la tapa una obra de Guinovart y no de él; las consecuencias fueron terribles y nunca se han contado. Mientras Guinovart y Moreno Galván eran buenas personas, Tàpies era un bicho, concentrado y retorcido). Los pintores, frente a lo que la gente suele creer, son aún más megalómanos que los escritores.

Para mí, lo confieso, la muerte de Eduardo Sanz es como el final de una época. Fuimos amigos. Le conocí cuando yo empezaba a trabajar sobre la singularidad de Santander como centro cultural de la posguerra. Allí sobrevivía, entre otros, Pancho Cossío, el falangista, destrozado por la vida pero con un acervo que para sí quisieran los nuevos. La creatividad artística en el Santander de entonces no tiene parangón en ningún otro lugar de España. Bastaría hablar de Pepe Hierro, el efímero José Luis Hidalgo, Julio Maruri, Manolo Arce y sus editoriales, Mario Camus y su cine, los multifacéticos hermanos Calderón, el músico Rincón, el genial portadista Daniel Gil…, una lista muy larga que alcanzará hasta Rábago, el Roto, convertido hoy en el filósofo ilustrador de la contemporaneidad.

Además éramos comedores de percebes, porque Eduardo Sanz tenía barca y pescaba, y su familia se había dedicado a la pintura de brocha gorda y calafateado barcos en el Santander de la posguerra. Un comedor de percebes, explicado en Catalunya, parece una broma de Pla o una greguería de Gómez de la Serna. Los comedores de percebes formamos banda aparte. No existen en Catalunya, que yo sepa, porque exigen mar bravía, pero comerlos es un espectáculo, algo así como las finanzas, pero sin beneficio, donde se distingue quién es novato y quién veterano. ¿Y qué decir de los maganos? Prefiero escribir del Eduardo Sanz persona que del artista, porque en su caso eran indisolubles. Un plato de maganos (calamares pequeños pescados con anzuelos) fue una de nuestras últimas jornadas, pagadas a precio de droga dura, pero inolvidables.

Su pasión por la mar, atenuada por la edad, le llevó a los faros. Nadie en España trabajó pictóricamente los faros como Eduardo Sanz; no era una inclinación, se trataba de su vida. Todos soñamos –los que aún soñamos– con haber nacido, crecido y madurado en un faro. Él conoció la Italia de Guttuso y de Morandi, fue figura escogida en las galerías de Milán y Bolonia, compartió discurso con Feltrinelli y Einaudi, vivió París sin estupideces de época, y lo supo todo de aquel mundo nuestro. También sufrió la famosa Mostra de Venecia de 1976, con su pabellón de españoles radicales de entonces –Llorens, Bozal y Arroyo– que pregonaban la revolución, en vísperas de apuntarse a los vencedores de la transición, y quedarse con el santo y la limosna.

En los últimos años de su vida se volcó en los faros. Y en el mar. Es lo que pasa con los viejos marineros cuando ya no pueden saltar a la barca y montar los aparejos. Hicimos juntos, a propuesta suya, un libro sobre Hokusai, el misterioso japonés de la ola y la pasión. Fue una exposición fastuosa de la que salió un libro hermoso que la gente no puede comprar, según esa fórmula incomprensible de las instituciones, como la Menéndez Pelayo.

Los faros y Hokusai y su Gran Ola fueron las obsesiones artísticas de Eduardo Sanz durante los últimos años. Nadie tuvo el rigor de registrar, zona a zona de España, esa antigualla necesaria que fueron los faros, representación genuina de los restos del naufragio de un mundo acabado. Quedará como uno de los proyectos más inteligentes y profundos, porque creo que hay pocas cosas que representen nuestra ambición de ser como los faros, hoy convertidos en edificios sin habitantes y con controladores electrónicos. Los faros fueron las luminarias de las ilusiones de nuestra adolescencia. La metáfora más sublime de nuestras pretensiones. Soledad y luz.

Eduardo Sanz fue uno de los grandes y así quedará cuando las espumas de las olas se retiren y cada cual haya de asumir, ya enterrado, las miserias de los presentes. Toda su larga historia artística, creativa siempre, dejará una huella. Aún recuerdo al ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, diciendo en 1964 que la obra de Eduardo, sus cristales, no eran otra cosa que “desechos de quirófano”. La historia del arte durante los años del cólera, como tantas otras cosas, está por escribir. Me queda el recuerdo imborrable de su entrañable violencia, los enfados de Sanz eran volcánicos y duraderos, el amor por las cosas imposibles –un libro sobre Hokusai y el monte Fuji–, los percebes, que quien no sabe de esto no podrá valorarlo nunca. Su incapacidad para las relaciones sociales: sus largas negociaciones con la duquesa de Alba para que le mantuviera el precio de sus cuadros. Y al fin, esa sensación de un hombre que empezó mal, es decir, pobre, y que supo hacer de su vida una obra artística basada en la honestidad y no pisar los callos del competidor.

Me han contado que cuando entraba en el quirófano, atufado de infecciones por una prótesis que no salió bien, se dirigió a su hijo Sergio en ese tono tan suyo, risueño pero definitivo: “Cuida de tu madre y del Faro”. Ese museo personal en el Faro de Santander que le ponía contento, aun sabiendo que su obra abarcaba más ámbitos.

Gregorio Morán

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