Educación al turismo

Después de un par de semanas en Corfú siguiendo las huellas literarias de la familia Durrell, este verano también he llegado a la Costa del Sol, donde la familia de mi marido pasa las vacaciones.

Como un náufrago en el mar del turismo masivo, me he perdido entre decenas de complejos turísticos idénticos, sin centro ni historia, donde la plaza principal es el supermercado abarrotado de turistas sin camiseta y bares que ofrecen cerveza a todas horas.

Entre circunvalaciones que hay que cruzar a pie para ir a la playa, restaurantes chinos y dentistas baratos para extranjeros, he encontrado refugio en paseos solitarios al amanecer, empujando el cochecito de mi hija entre aparcamientos y urbanizaciones, sin dejar de preguntarme el porqué de tanto desperdicio de belleza y de Mediterráneo.

Frente a los cientos de kilómetros del sur de España donde, desde los años sesenta, el volcán del turismo masivo ha vomitado toneladas de cemento, es imposible no pensar en el mito de Ícaro, el desafortunado hijo de Dédalo, el arquitecto del laberinto de Cnosos: por acercarse demasiado al sol, el pobre terminó quemado. En el caso de la desmesura turística que infesta las costas, no solo de España sino de toda Europa, lo que se reduce a cenizas por el ansia de sol es la maravilla y la armonía, devoradas por apartamentos turísticos diseñados por arquitectos mucho más perversos que el antiguo Dédalo.

El exceso de turismo es una de las enfermedades más graves que sufre nuestra Europa, transformada en un parque de atracciones por una economía codiciosa y sin piedad. Desde Venecia con su 'ticket' de entrada hasta las recientes protestas contra Airbnb en Barcelona, la calidad de vida en muchas ciudades europeas se ha convertido en un eslalon entre centros comerciales, 'tours' organizados en patinete eléctrico y pizzas al corte malolientes.

El diccionario francés 'Le Robert' ha incorporado el término 'surtourisme', es decir 'exceso de turismo', como nueva palabra para el año 2025, con el 85 por ciento de los turistas mundiales repartiéndose los centímetros de apenas el 5 por ciento del planeta. Un problema no solo de orden social y ecológico, sino sobre todo económico: difícil dar marcha atrás tras décadas de construcciones salvajes y corrupción, de inversiones municipales que rozan la prostitución turística, de una generación de jóvenes desempleados condenados a ser camareros o gestores de pisos turísticos.

Los expertos están trabajando para proponer soluciones a un dilema que podría confundirse con esnobismo: pocos ricos que pueden permitirse alquilar toda Portofino y muchos obligados a estirar el cuello en el balcón para ver un pequeño trozo de mar.

Una de las propuestas conlleva el irritante zumbido de la palabra 'límite': tarde o temprano será necesario, si es que no se hace ya, limitar el número de visitantes diarios que ingresan a los Uffizi, al Louvre, a la Acrópolis o a las islas de la Provenza. La belleza, o lo poco que queda de ella, estará reservada para aquellos que hayan tenido la previsión de reservar con antelación su plaza al sol.

Entre tantas reflexiones, me sorprende que casi nunca se hable de «educación al turismo», o mejor dicho al viaje, un valor esencial que deberíamos transmitir a nuestros hijos, al igual que el amor por la música o la literatura.

Quizás, con una niña de ocho meses la fealdad me parece por primera vez insoportable y culpable. Lo cierto es que no podemos imaginar cambiar un modelo de turismo depredador si seguimos proponiendo a nuestros hijos las mismas vacaciones que nosotros mismos hemos vivido hasta ahora, con dos o tres semanas en la playa cada verano, una en la nieve en invierno y un par de fines de semana en alguna capital europea durante el año: es necesario repensar el concepto mismo de vacaciones para evitar perpetuar los mismos desastres que han convertido a Europa en un hotel de dos estrellas.

Si la sensibilidad estética de nuestros hijos no es un don divino sino que se cultiva ofreciéndoles los estímulos adecuados, también la actitud hacia el viaje debe ser fomentada a través de unas vacaciones que rechacen la bulimia del turismo de masas, estimulando una relación con el paisaje basada en la búsqueda de la poesía y la belleza, y no en el consumo a toda costa. Vacaciones quizás más cortas, o más largas, seguramente menos cómodas, sin el café ni el centro comercial a la vuelta de la esquina, pero más respetuosas del entorno y de nosotros mismos.

Es difícil que un niño nacido en estos años veinte desarrolle el espíritu de un verdadero viajero si lo llevamos únicamente a playas ruidosas y abarrotadas, a apartamentos tan anónimos que parecen columbarios, a pistas esqueléticas con nieve artificial y a capitales que se deben recorrer en dos días y medio.

La belleza es un derecho de todos que apela al principio de igualdad; de lo contrario, unos pocos niños afortunados pasarán sus vacaciones en lugares preservados, expuestos a la cultura y la gracia, mientras que todos los demás estarán condenados a la monstruosidad contemporánea.

Creo que es responsabilidad de nosotros padres enseñar a nuestros hijos que la belleza no es un adorno inútil ni un lujo para unos pocos, sino un derecho humano y filosófico, una vocación de nuestro planeta, que está hecho sobre todo de belleza, historia y cultura.

Esto no significa huir a lugares exóticos y desiertos (si es que aún existen) o quedarse en casa, sino tener al menos el coraje de ser honestos, explicando a los niños que existe una diferencia sagrada entre lo bello y lo feo, y que no todo lo que es cómodo (y barato) es sostenible, aunque sea bajo el cielo azul con una copa de sangría en la mano.

Volviendo al mundo clásico, los antiguos romanos creían en una conexión estrecha entre el lugar físico y las presencias sobrenaturales que lo habitaban: llamémoslo encanto, atmósfera, geopoética o «hadas», como diría el escritor-viajero francés Sylvain Tesson.

Esta asociación entre el mundo exterior y la percepción interior, llamada en latín 'genius loci', obligaba a respetar la esencia de los lugares y de las criaturas, humanas o divinas, que los habitaban. Hoy, las ninfas han huido de la mayoría de las playas del Mediterráneo, muertas de tristeza y de especulación.

Durante unos días más seguiré paseando con mi bebé entre aparcamientos y salones de uñas, reflexionando sobre esta necesidad humana de belleza y cuidado, mientras rezo a las antiguas ninfas para que, aunque sea por un instante, regresen a las costas de nuestra Europa, que fue su hogar antes de que nosotros, los turistas, las ocupáramos sin respeto ni memoria.

Andrea Marcolongo es escritora y periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *