Si entendemos la evidencia científica como aquel conocimiento riguroso y contrastado que nos habla del funcionamiento e impacto de cualquier actuación que pretenda transformar la realidad, entonces la conclusión es clara: al mundo de la educación no le interesa la evidencia, no la respeta. Al igual que sucede en el ámbito del arte, lo que mueve la acción educativa -la que se plasma en escuelas e institutos- es más la intuición, las corrientes culturales y las apuestas morales que no la evidencia sobre su efectividad. Este argumento lo esgrimió Robert Slavin (fundador de la Best Evidence Encyclopedia y del proyecto Success for All en EEUU) en la jornada ¿Qué funciona en educación?, recientemente organizada por Ivalua y la Fundación Jaume Bofill con el apoyo de la Obra Social La Caixa.
Este menosprecio de la evidencia científica no lo veíamos en otras disciplinas, por ejemplo, en medicina. Imaginemos que mi hijo de dos años no para de toser, le cuesta respirar y le sube la fiebre. Lo llevo al pediatra, claro. Y entonces imaginamos que este, justo después de recibirme, me dice, «no tengo claro si el examen diagnóstico que realizaré a su hijo tiene base científica, pero pienso que nos puede orientar». Al ver mi semblante despavorido, entonces me diría «tranquilo, le recetaré unas píldoras que estoy convencido le irán bien; no han sido clínicamente testadas, pero tengo un buen presentimiento con respecto a su eficacia». Inverosímil, ¿verdad?
De hecho, tenemos que agradecer que casi siempre que enfermamos lo hacemos por causas bastante comunes y conocidas. Así los médicos pueden considerar y aprovechar un buen puñado de evidencia científica acumulada a la hora de tratarnos. Es lo que llamamos «medicina basada en la evidencia», un paradigma que en los países desarrollados no se remonta más allá de los 70.
El mundo de la educación está lejos de este paradigma. Pero si el profesor Slavin titulaba su conferencia ¿Qué funciona en educación: una revolución tranquila es porque se vislumbran algunos brotes verdes en la relación entre educación y evidencia, sobre todo en el mundo anglosajón. La Best Evidence Encyclopedia o las tareas de revisión y síntesis de evidencias en educación que realizan instituciones como el What Works Clearinghouse en EEUU o el Education Endowment Foundation en el Reino Unido son un buen ejemplo de ello.
¿Qué panorama encontramos en nuestro país? Pues uno bastante yermo. En efecto, los debates y las decisiones públicas en torno a cuestiones como los incentivos económicos al profesorado, la duración de la escolarización obligatoria, la educación 0 a 3 años, la jornada escolar continua, la libertad de elección de centro, las TIC en la enseñanza, la evaluación de los alumnos y los centros, cambios en el currículo básico... , raramente se han apoyado en ejercicios serios de recogida y análisis de evidencias sobre su efectividad. No respetamos la evidencia.
Si queremos mejorar las políticas y las prácticas educativas debemos apostar por una educación más científica, esto es, más basada en la evidencia, en lo que sabemos sobre su potencial de impacto. Como en el caso de la medicina y las enfermedades, buena parte de los problemas (educativos) de nuestros estudiantes no son únicos. Los tienen y los han tenido otros estudiantes en otros contextos y en otros tiempos, estos problemas han sido tratados y los resultados de estos tratamientos, en ocasiones, bien evaluados. Revisemos este conocimiento, traduzcámoslo, si es necesario, en el contexto de nuestra intervención, pero aprovechémoslo. Aprovechémoslo los docentes, las escuelas, gestores y responsables de programas y políticas educativas. Está en juego la salud educativa (esto es, los aprendizajes y las oportunidades educativas y sociales) de toda una generación.
¿Dónde queda el arte, entonces? En mi opinión, en la innovación. Porque la educación no puede quedar encorsetada dentro de los márgenes de la evidencia establecida. La educación debe avanzar, afrontar problemas irresueltos, perseguir nuevos objetivos y, al mismo tiempo, generar nuevas evidencias. Y para ello, es necesario experimentar, testar acciones que quizá tendrán aún poca evidencia acumulada, acciones imaginativas y, por qué no, arriesgadas. Eso sí, será importante plantear estas innovaciones de forma que sean evaluables y puedan contribuir a generar nuevo conocimiento.
En resumen, no es arte o ciencia. La educación debe ser ciencia y debe ser arte. Una ciencia que respeta la evidencia y que se preocupa de generar otra nueva; un arte que innova e inventa soluciones audaces a problemas no resueltos.
Miguel Ángel Alegre, analista de Ivàlua y corresponsable del proyecto ¿Qué funciona en educación?.