Educación, instrucción y ciudadanía

Como suele decirse, estaba escrito. Y en este mismo periódico. El ensayo apareció en el «ABC Cultural», el 17 de julio de 2000. Se titulaba «Borriquitos con chándal» e iba firmado por Rafael Sánchez Ferlosio. Entre las muchas reflexiones sobre la enseñanza publicadas en los últimos tiempos, la de Sánchez Ferlosio -recogida más adelante en «La hija de la guerra y la madre de la patria» (Destino, 2002)- sigue ocupando, sin duda, un primerísimo lugar. Por varias razones, pero sobre todo porque fija con extrema claridad cuáles son las reglas del juego. Sostenía entonces Sánchez Ferlosio que toda enseñanza es necesariamente una enseñanza pública, puesto que los contenidos que transmite, al estar al alcance de todo el mundo, no pueden sino pertenecer al dominio de lo público.

De ahí que sea el alumno quien deba ir a buscarlos en esa «tierra de nadie, en la que, por definición, surgen y están», y no, al revés, los contenidos los que «se presten a venir o a ser llevados o tan siquiera acercados al alumno».

Esas son, en efecto, las reglas del juego de la enseñanza. Lo son y lo han sido siempre. El problema es que, de un tiempo a esta parte -y ese tiempo originario cabe situarlo en España, como mínimo, veinte años atrás-, la pedagogía moderna se empeña en demostrar lo contrario; a saber, que la función de ese espacio público llamado escuela o instituto no es la de enseñar, sino la de educar. Por supuesto, quienes así peroran desde sus cátedras -y quienes, animosos, aplican la doctrina a pie de obra- no niegan que la instrucción sea necesaria; sólo rechazan su prevalencia. Y, al rechazarla en aras de una presunta educación integral del alumno, favorecen lo que podríamos denominar, siguiendo a Sánchez Ferlosio, la privatización de la enseñanza. Si no es el alumno quien debe esforzarse en alcanzar unos conocimientos, sino esos conocimientos los que deben ser acercados al alumno, sin que quepa exigir esfuerzo alguno por su parte, más allá del que resulta de la asunción o aceptación de una determinada moral -eso que algunos han bautizado ya, con evidente énfasis, como «la moral de la escuela»-, está claro que los centros de enseñanza renuncian «ipso facto» a la condición de espacio público y se convierten en una mera prolongación del ámbito privado, familiar. Y, en su defecto -un defecto cada vez más común, por cuanto las familias, en la medida en que ambos progenitores trabajan y los abuelos ya no suelen vivir en casa como antaño, han dejado de constituir a menudo un ámbito concreto-, ejercen -de grado o por fuerza, esa es otra cuestión-- una función vicaria, la de educar.

No hace mucho, Sánchez Ferlosio retomaba el asunto en las páginas dominicales de «El País» («Educar e instruir», 29 de julio de 2007). Aunque en esta ocasión su ensayo no versara sobre el carácter público de la enseñanza y su creciente y preocupante privatización, sino sobre el imperativo de separar los dos conceptos enunciados en el título, el fondo venía a ser el mismo. Puesto que la enseñanza pertenece al dominio de lo público, ha de consistir única y exclusivamente en la transmisión de determinados conocimientos. O, en palabras del propio Sánchez Ferlosio: «Los conocimientos que proporciona la instrucción, exentos de toda clase de orientaciones prácticas y juicios de valor, (...) no pueden ni deben, de ninguna manera, dejarse dirigir por ninguna finalidad educativa». De lo que se sigue, claro, que una asignatura llamada «Educación para la ciudadanía», con independencia incluso de cuáles sean sus contenidos -y no digamos ya de cuál sea el modo de enseñarlos-, representa, desde su formulación misma, un contrasentido. O no. Porque su introducción en el último ciclo de Primaria y su continuidad en la etapa de Secundaria mediante dos materias distintas, una que deberá impartirse en los tres primeros cursos y otra en el cuarto y último, se ajusta perfectamente a los criterios por los que parece regirse la enseñanza en España desde hace un par de décadas. Unos criterios en los que, si algo pesa, recordémoslo, es la educación y no la instrucción.

Así se desprende, por lo demás, de buena parte de lo dispuesto en el «Real Decreto de enseñanzas mínimas de la Educación Primaria» en relación con la «Educación para la ciudadanía» (BOE, 8/12/2006). Valga una muestra: «El aprendizaje de esta área va más allá de la adquisición de conocimientos, para centrarse en las prácticas escolares que estimulan el pensamiento crítico y la participación, que facilitan la asimilación de los valores en los que se fundamenta la sociedad democrática, con objeto de formar futuros ciudadanos responsables, participativos y solidarios. En este sentido, los planteamientos metodológicos deben ser atendidos con sumo cuidado porque serán decisivos a la hora de asegurar que el conocimiento de determinados principios y valores genere la adquisición de hábitos e influya en los comportamientos». Y lo mismo ocurre con los fundamentos teóricos -por así llamarlos- referidos a la propia materia y contenidos en el «Real Decreto de enseñanzas mínimas correspondientes a la Educación Secundaria Obligatoria» (BOE, 5/1/2007). Este fragmento, por ejemplo, tan ilustrativo: «La Educación para la ciudadanía contribuye al desarrollo de la competencia de aprender a aprender fomentando la conciencia de las propias capacidades a través de la educación afectivo emocional y las relaciones entre inteligencia, emociones y sentimientos».

De ahí que uno no pueda ni tan siquiera consolarse con el argumento de que toda asignatura está sujeta, al cabo, al uso -bien o mal intencionado- que haga de ella quien tiene la responsabilidad de impartirla. Ello es así, sin duda, en muchas materias, y de forma particular en aquellas que pertenecen al campo humanístico. Pero ninguna ha sido creada, como es el caso de la «Educación para la ciudadanía», con la voluntad expresa de reforzar la prevalencia de la educación -del sistema mismo, en una palabra-con respecto a la instrucción.

Habrá que ver, claro está, en qué para todo esto. Por de pronto, de lo que pueden dar de sí los libros de texto relacionados con la asignatura de marras ya vamos teniendo en estas mismas páginas puntual y sabrosa noticia -y a la vez, en según qué ocasiones, triste y preocupante- a través de las entregas dominicales de Álvaro Delgado Gal.

Pero, insisto: el problema no es la «Educación para la ciudadanía»; si esta materia fuera lo que no es -o sea, una estricta relación de contenidos que el maestro o el profesor se vieran en la obligación de transmitir a sus alumnos-, no creo que le quitara el sueño ni al más escéptico de sus exégetas. El problema es el marco en que se inscribe. Esa devastación de la enseñanza, de sus pilares tradicionales, originada por dos largos lustros de LOGSE y lo que llevamos de LOE. Así las cosas, la «Educación para la ciudadanía» no es más que la guinda, la coronación de la obra, la cobertura de aguas.

Lástima que el edificio, carente de fundamentos, se asiente prácticamente en la nada.

Xavier Pericay, escritor.

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