Todavía no están claros los orígenes de la grave reyerta que se ha producido este fin de semana en Alcorcón (Madrid), no de momento. Sin embargo, desde este análisis, posiblemente nos interese menos saber cuál ha sido la chispa que ha causado la pelea, que desentrañar las razones por las que existe tanto combustible dispuesto a arder. Dicho de otro modo, quizás sea más necesario conocer las condiciones que se están dando para que un colectivo de jóvenes legitime el uso de la violencia para dirimir sus problemas, independientemente de que sean nacionales o extranjeros, y lo que es más grave, que su causa tenga respuesta en un millar de muchachos dispuestos a enzarzarse en una pelea de duras consecuencias.
La preocupación añadida se produce porque la pelea no parece tener orígenes en las bandas callejeras juveniles en las que el uso de la violencia se restringe entre ellos, colectivos cerrados y concretos ubicados en los sectores menos favorecidos socialmente y que últimamente la sociedad ha asimilado erróneamente a las maras sudamericanas de las grandes ciudades. Esta vez intervienen jóvenes españoles de origen cuyo objetivo era 'luchar' contra las bandas latinas. Éste es el perfil diferencial que provoca estupefacción y que desorienta: de pronto, ya no es cosa de bandas, sino que son nuestros propios jóvenes quienes utilizan la violencia. Y en ese momento, se necesita buscar la causa justificativa, cuya argumentación se basa en los problemas que generan los jóvenes latinoamericanos, más que en la educación que han recibido los jóvenes para usar la violencia como instrumento de defensa de sus intereses.
Es muy cierto que los procesos migratorios están generando mayores desajustes de entendimiento social de lo que se está dispuesto a reconocer y de lo que las encuestas arrojan. La convivencia en los barrios y en las comunidades de vecinos donde se asientan poblaciones extranjeras no está exenta de conflictos y, aunque en algunos lugares se está trabajado para la integración, no podemos olvidar que el proceso está comenzando a ser vivido como excesivo por una buena parte de la ciudadanía, especialmente aquella que compite espacial o laboralmente con la población inmigrante. El caso de la Comunidad de Madrid es uno de ellos, con una población inmigrante que ha alcanzado el 16% de sus habitantes. Una proporción que, además, se incrementa si se compara por grupos de edad, ya que la mayor parte de la población extranjera de nuestro país la forman casi recién llegados y jóvenes. Esto significa que la educación para asimilar el proceso de integración es doble. Por un lado, hacia la población inmigrante, para que acate el marco normativo; por otro, hacia la población de acogida, para que acepte la diferencia, una labor que, mucho me temo, apenas se ha realizado.
Además, tras la reyerta de Alcorcón subyace una segunda cuestión; ¿qué está ocurriendo para que un colectivo de jóvenes decida ocupar la calle, desafiar a la Policía y tomarse la justicia por su mano, algunos tan jóvenes que son menores de edad? Es cierto que no debe ni puede generalizarse. Se trata sólo de unos pocos, y la mayoría de quienes pertenecen a esta franja demográfica dirime sus problemas por vías pacíficas, o menos escandalosas. Podríamos pensar que son muchachos extremadamente insatisfechos, y no dudo de que existan, pero también habrá algo más. Y eso es lo preocupante. El hecho de que un grupo nada desdeñable responda al llamamiento al uso de la violencia mediante una encendida convocatoria realizada a través de mensajes de teléfono móvil nos señala, una vez más, la complejidad inherente a los procesos de transmisión de las normas y límites a los jóvenes de hoy y las dificultades que tienen algunos de ellos para acatar el contrato social más básico por el cual, cada miembro de una comunidad renuncia a una parte de sí mismo en beneficio del colectivo.
María Teresa Laespada, profesora de Sociología en la Universidad de Deusto.