Educar contra la indiferencia

El 30 de enero, aniversario del asesinato de Gandhi, se celebra el día de la no violencia, con su concreción para los educadores como día de la educación para la paz. En estas líneas quiero resaltar esta conmemoración haciendo hincapié en un aspecto en sí muy concreto para tal educación, y a la vez muy central: el que sea educación contra la indiferencia. Subrayo de arranque que se trata de un tema que nos afecta a todos, no sólo a los profesores, como destacaré al acabar.

La indiferencia puede ser situada entre los sentimientos. Pero de un modo un tanto atípico, como un no sentir ante alguien o algo que cabría esperar que nos provocara un sentir. Supone, por eso, desafección, no afectación emocional, imperturbabilidad ante ese alguien o algo. Con mi indiferencia, yo desactivo sus posibilidades de influencia en mí, lo anulo como agente que podría interactuar conmigo. En su límite, que no me afecte significa lo mismo que si no existiera.

¿Cuándo habrá que educar contra la indiferencia? Cuando se trate de un no sentir que quepa calificar de inmoral. En la gran mayoría de los sentimientos anida una ambigüedad: su calificación moral no les viene de ellos mismos, sino de la forma, la intensidad, la dirección que toman. Es lo que pasa con la indiferencia. La sabiduría clásica insistió en que conviene fomentarla frente a todo aquello que, cuando no se es indiferente, nos ata emocionalmente, encadena nuestra libertad; a lo que habría que añadir que también hay que impulsarla en el caso en que una no indiferencia ante algo inhiba nuestra relación solidaria con los otros. Esto es, hay una 'indiferencia' positiva de la que habrá que tomar cuenta educativamente, aunque hoy, para evitar confusiones, convendría llamarla no apego dependiente. Habrá que educar, por ejemplo, para que no se esté afectado por las identidades colectivas en modos y grados tales que lleven al fanatismo violento; o para que no haya afanes consumistas de tal intensidad que copen todo nuestro horizonte vital, toda nuestra capacidad de ser afectados por los otros.

De todos modos, no es éste el significado habitual de esta palabra. Hoy se la identifica, en general, con su vertiente inmoral. Mi indiferencia es inmoral cuando no me afecta lo que me debería afectar, cuando es indiferencia -insensibilidad- ante lo que no tendría que dejarme indiferente. Decisivamente, ante la persona sufriente y sujeta a vulnerabilidad, y más en concreto -es lo que hoy me corresponde subrayar- ante quien es golpeado por la violencia. Piénsese, entre nosotros, en cuánta indiferencia desampara a las víctimas del terrorismo, en cuánta indiferencia sume en la irrelevancia a las víctimas inmigrantes de pateras y cayucos. Esta no afección que hace que las víctimas no existan para mí, que no me perturben, es, en estos casos, el aliado objetivo de los violentos, de la violencia directa y de la violencia estructural. Todo esto hace evidente que la educación para la paz tiene que ser educación contra la indiferencia.

Los afectos que sentimos desvelan aquello a lo que damos vivencialmente importancia, así como el modo como se la damos. El no sentimiento de indiferencia cumple también esta función reveladora, pero en negativo, como él mismo: muestra en sí lo que no apreciamos, en concreto, que no apreciamos como se merece a la víctima. Ahora bien, se trata de un mostrar objetivo, que no se corresponde con un mostrar subjetivo. El que yo sienta rechazo por alguien hace manifiesto a mi conciencia que lo rechazo; por eso, o tenderé a encontrar justificaciones o me daré cuenta de que debo renunciar a rechazarlo. En cambio, el que alguien me sea indiferente, por definición, no me pone ante mí a ese alguien. Es decir, la indiferencia, subjetivamente, vela más que desvela, y por ese motivo nos adormece sin que nos sintamos dormidos. Podemos instalarnos en ella toda nuestra vida, si logramos bloquearnos bien ante lo que podría cuestionarla. La educación tendrá que estar preparada para afrontar esta inhibición subjetiva, para romper este bloqueo.

La indiferencia inmoral es siempre un autocentramiento desmesurado en uno mismo. En efecto, si más allá de la no vivencia afectiva que implica, nos preguntamos por su motivación y sentido, cabe encontrar la respuesta en varias direcciones: puede estar latentemente actuante en ella el menosprecio hacia el otro, como puede estarlo, también con frecuencia de modo inconfeso, el interés en que ese otro no me cree problemas, no me desinstale. La medida del egocentrismo se corresponde bien con la medida de la indiferencia hacia el otro: en su expresión más habitual, los que no nos dejan indiferentes son únicamente los otros cercanos con los que tenemos relaciones afectivas; en su expresión extrema, sólo yo mismo acabo no siendo indiferente a mí mismo. En ese momento, de los otros me afecta sólo lo que afecta a mi ego y porque me afecta; soy indiferente ante ellos incluso cuando parece que no lo soy. Por eso, educar contra la indiferencia es educar para expandir las fronteras de las personas que nos puedan afectar por ellas mismas, hasta lograr que alcancen a todos los humanos.

Como puede constatarse, si bien la tarea de educar contra la indiferencia es perentoria, las dificultades no son pequeñas. Pero hay vías para afrontarlas. Si la indiferencia es no ver lo que debería verse -a las víctimas- con apertura empática, lo que hay que intentar en la labor educativa es trabajar por educar la mirada, por enseñar a ver. El medio decisivo es hacer adecuadamente presentes, esto es, interpelantes, las experiencias de victimación, a través de los correspondientes relatos. A un sector significativo le llegarán al corazón, en su sentido más noble. Para otro sector resultará más difícil porque no sólo habrán puesto velos ante las víctimas, sino que las habrán despojado de su condición, para convertirlas en puros 'enemigos' o similares. A pesar de ello, incluso aquí, la vía decisiva es tratar de que vean de verdad a la persona víctima, de que les sorprenda pillándoles con las defensas bajas, para que sea ella la que rasgue esos velos y desmonte esos prejuicios.

Si la indiferencia se traduce en la no percepción real del otro, la no indiferencia se traduce, pues, en visión, y ésta a su vez en responsabilidad, esto es, en llamada a responder a ese otro, al otro víctima. El sentimiento empático que rompe con el no sentimiento indiferente no tiene que acabar en la mera emotividad. Está llamado no sólo a expresarse como sentimiento abierto a la racionalidad, sino a expandirse en acción solidaria, en compromiso por que se cumplan las medidas de justicia a las que tienen derecho los violentados. La educación contra la indiferencia es, por eso, educación por la responsabilidad. Puede aducirse que mal lo tenemos si queremos combatir una indiferencia apelando a una responsabilidad de la que se huye con la indiferencia. Pero no hay que despreciar el impacto afectivo que tiene el deber moral. E igualmente hay que tratar de acompañar esta llamada a ser responsables con la experiencia gozosa de sentirnos abiertos a ser afectados por todos los humanos, con la experiencia de sentir que somos plenamente cuando somos con los otros, con todos los otros.

Estas consideraciones van dirigidas, evidentemente, a quienes asumen tareas educativas regladas. Pero dije al comenzar que no las planteaba sólo para ellos. Porque entiendo que la educación sentimental -y la educación contra la indiferencia lo es- tiene los más variados lugares. Baste pensar en la relevancia de las influencias familiares a la hora de marcar las fronteras de nuestra indiferencia. O en la importancia de los medios de comunicación, al modular lo que se ve socialmente y el modo como se ve. O en el impacto del gesto ciudadano que se manifiesta ante la injusticia y la violencia. Etcétera. Nos toca, pues, a todos educar y ser educados, nos toca hacernos ver mutuamente cuáles son nuestras indiferencias y cuáles en cambio tienen que ser nuestras responsabilidades.

Xabier Etxebarria