EE UU: cómo recuperar 'el poder inteligente'

Estados Unidos necesita volver a descubrir cómo ser una potencia inteligente. Ésa fue la conclusión de una comisión mixta que he presidido hace poco en compañía de Richard Armitage, ex número dos del Departamento de Estado en el Gobierno de Bush. La Comisión del Poder Inteligente, convocada por el Centro de Estudios Estratégicos e Internacional (en inglés, CSIS) en Washington, estaba formada por congresistas republicanos y demócratas, antiguos embajadores, oficiales retirados y responsables de organizaciones benéficas. La conclusión a la que llegamos es que la imagen y la influencia que proyecta Estados Unidos se han deteriorado en los últimos años, y es preciso que pase de exportar miedo a exportar optimismo y confianza.

No somos los únicos. Hace poco, el secretario de Defensa Robert Gates instó al Gobierno estadounidense a dedicar más dinero y más esfuerzos al poder blando, que incluye la diplomacia, la ayuda económica y las comunicaciones, porque el ejército, por sí solo, no puede defender los intereses de Estados Unidos en el mundo. Gates señaló que el gasto militar asciende a casi medio billón de dólares al año, frente al presupuesto del Departamento de Estado, que es de 36.000 millones de dólares. Reconoció que era extraño que el responsable del Pentágono pidiera más dinero para el Departamento de Estado, pero éstos no son tiempos normales.

El poder inteligente es la capacidad de aunar el poder duro de la coacción y el pago con el poder blando de la atracción hacia una estrategia que obtenga resultados. En general, Estados Unidos hizo buen uso de esa mezcla durante la guerra fría; por el contrario, en los últimos tiempos, la política exterior estadounidense ha tendido a apoyarse demasiado en el poder duro, porque es el foco de fuerza más visible y directo.

Sin embargo, aunque el Pentágono es el brazo más preparado y mejor financiado del Gobierno, existen límites a lo que puede conseguir el poder duro por sí solo. La democracia, los derechos humanos y el desarrollo de la sociedad civil no nacen en el cañón de un arma. Es cierto que el ejército estadounidense tiene una capacidad operativa impresionante, pero recurrir al Pentágono porque es capaz de resolver cosas crea la imagen de una política exterior excesivamente militarizada.

Es frecuente que la diplomacia y la ayuda exterior reciban pocos fondos y caigan en el olvido, en parte porque es difícil mostrar su influencia a corto plazo en situaciones críticas. Además, ejercer el poder blando es complicado porque, en Estados Unidos, muchos recursos de ese poder están fuera del Gobierno, en el sector privado y la so-ciedad civil, en sus alianzas bilaterales, las instituciones multilaterales y los contactos transnacionales. Por otro lado, los organismos y el personal de la política exterior estadounidense están fragmentados y compartimentados, y no hay un proceso de colaboración entre organismos que permita desarrollar y financiar una estrategia de poder inteligente.

Otro factor que nos ha desviado del rumbo apropiado son las consecuencias de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Desde la conmoción producida por los atentados, Estados Unidos se ha dedicado a exportar miedo e ira, en lugar de sus valores más tradicionales de esperanza y optimismo. La Bahía de Guantánamo se ha convertido en un icono más poderoso que la estatua de la Libertad para todo el mundo.

La Comisión del Poder Inteligente del CSIS reconoce que el terrorismo es una amenaza real y que seguramente nos acompañará durante muchos años, pero destaca que una reacción desmesurada ante las provocaciones de los extremistas hace más daño a Estados Unidos del que podrían hacer los propios terroristas. Para tener éxito en la lucha contra el terrorismo es necesario encontrar un nuevo principio central que sirva de base a la política exterior estadounidense y sustituya al tema actual de la "guerra contra el terror".

Esa premisa debería consistir en el compromiso de invertir en proporcionar bienes públicos que la gente y los gobiernos de todo el mundo desean pero no pueden obtener sin el liderazgo estadounidense. Con ello, Estados Unidos podría reconstruir el marco que necesita para hacer frente a los retos mundiales más difíciles.

En concreto, la Comisión del Poder Inteligente recomienda que la política exterior de Estados Unidos se centre en cinco áreas cruciales:

- Restaurar alianzas, colaboraciones e instituciones multilaterales que, en muchos casos, se han deteriorado en los últimos años debido a las estrategias unilaterales.

- Dar más importancia al papel del desarrollo económico para alinear los intereses de Estados Unidos con los de la gente de todo el mundo, empezando por una gran iniciativa de salud pública mundial.

- Invertir en una diplomacia pública que se centre menos en las telecomunicaciones y más en los contactos personales, la educación y los intercambios relacionados con la sociedad civil y destinados a los jóvenes.

- Resistirse al proteccionismo, promover el compromiso permanente en la economía mundial -que es necesario para crecer y prosperar tanto en casa como en el extranjero- y, al mismo tiempo, buscar la inclusión de quienes se han quedado rezagados por los cambios que representa una economía internacional abierta.

- Construir un consenso mundial y desarrollar tecnologías innovadoras para afrontar los retos globales, cada vez más importantes, de la seguridad energética y el cambio climático.Para llevar a cabo esta estrategia de poder inteligente será precisa una revisión estratégica de las formas de organización, coordinación y asignación de presupuestos en el Gobierno estadounidense.

El próximo presidente debería estudiar diversas soluciones imaginativas para sacar el máximo provecho a la capacidad organizativa de la Administración, incluido el nombramiento de una serie de altos cargos que puedan servir de enlaces entre distintos organismos con el fin de utilizar mejor los recursos.

Será preciso innovar, pero Estados Unidos ha sido una potencia inteligente en el pasado, y puede volver a serlo.

Joseph S. Nye, catedrático en la Universidad de Harvard. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.