EE.UU.: continuidad y cambio

Un viejo amigo que estudió ciencia política me dijo en una ocasión que resultaba fácil escribir un ejercicio de exámenes en este tema: sólo había que estructurarlo en torno a dos conceptos: continuidad y cambio. Nosotros los historiadores tendemos a pensar sobre las cosas con una óptica más compleja; tenemos aversión a las teorías y explicaciones simples. Cada situación –nos gusta decir– es distinta.

No obstante, mi amigo tenía razón. Para entender unas elecciones, y sobre todo una campaña electoral en que se halla en juego la posibilidad de reelección de un presidente en ejercicio, la verdad es que basta reflexionar sobre los dos conceptos mencionados. ¿Preferimos las cosas tal como están? ¿O queremos arriesgarnos a saltar hacia lo desconocido?

Tal es la alternativa a la que hacen frente hoy los estadounidenses, al decidir si reeligen o no a Barack Obama. Promete ser una jornada electoral muy reñida por varias razones. La mayoría de estadounidenses no parecen estar muy convencidos de si quieren cambiar o no a su presidente. Y no están muy seguros porque su oponente, Mitt Romney, no es muy popular, ni en el seno de su propio partido, el Partido Republicano, ni entre el electorado en general. Unos consideran que es un republicano del ala moderada e incluso progresista (un Rockefeller Republican) –de Massachusetts, uno de los estados más demócratas del país, nada menos–; es decir, una figura excesivamente avanzada para su gusto. A otros, especialmente demócratas, les preocupa la eventualidad de que sea un candidato de esa clase que en unas elecciones desafía a un líder de su propio partido con el propósito de medir la fuerza de la oposición, a fin –en este caso– de conseguir que se vuelva a la era Bush.

Romney se ha empleado a fondo durante los dos últimos años en cimentar una actitud de confianza entre las llamadas bases republicanas mediante la adopción de posturas radicales en materias como el aborto, los impuestos y las armas. Tras la nominación de su partido, invirtió posteriormente el sentido de buena parte de sus posturas a fin de atraer el voto de los llamados centristas. Parece habituado a hacerlo: cuando perdió frente a Ted Kennedy en elecciones al Senado en 1994, Kennedy se expresó con acierto con relación a la postura de Romney sobre el derecho al aborto: “Mitt Romney no es partidario del ‘derecho a decidir’; no es partidario de los contrarios al derecho a decidir; es partidario de la respuesta múltiple…”.

No es de extrañar que Obama haya tratado de representar a Romney como figura vacía que dice lo que la gente quiere escuchar. Lo sorprendente es que mucha gente se muestra de acuerdo, aunque no parece que les preocupe.

La gente inquiere, ¿no mienten todos los políticos? Pero la mayoría de los estadounidenses sabe que el presidente sólo puede hacer lo que puede hacer y que, por tanto, está en condiciones de decir lo que prefiere.

Tal es la paradoja a que hace frente Obama. Puede presentar una trayectoria excelente pues ha ido cumpliendo todas las promesas de su campaña electoral en el 2008, salvo la relativa a la clausura de la prisión de Guantánamo (que, según afirma, constituye una maraña jurídica difícil de desentrañar en corto plazo de tiempo). Sin embargo, numerosos estadounidenses le acusan de no hacer bastante: la economía sigue débil, hay demasiado paro, la deuda y el déficit siguen creciendo, los programas públicos de ayuda y asistencial social en los que confía la gente –Medicare, Medicaid y la seguridad social– siguen estando en cierto peligro y el mundo, sobre todo Oriente Medio, que parece que es la única parte del mundo sobre la que les gusta hablar a los candidatos, presenta un aspecto todavía más peligroso, etcétera. La famosa pregunta de Ronald Reagan en el debate con Carter en 1980 –”Pregúntense ustedes mismos: ¿les va mejor que hace cuatro años?”– acecha las mentes de mucha gente.

La respuesta de los demócratas ha consistido en disimular. Por ejemplo, el senador John Kerry ha dicho: “Pregunten a Osama bin Laden si le va mejor ahora que hace cuatro años”. Pero tal afirmación no ejerció apenas efecto.

Obama ha dicho, en esencia: “Soy sensible a vuestras dificultades, pero si yo no hubiera estado aquí, todo habría sido mucho peor”. Decir eso es poca cosa si se opta a la reelección, sobre todo tratándose de alguien que abogó hace cuatro años por la defensa de un cambio audaz. La mayoría de la gente no vota por los hipotéticos logros de un tiempo pasado. “Soy la continuidad –ha añadido– en la que podéis confiar”: no funciona como eslogan y menos en una mala situación económica.

El tiempo futuro es, también, borroso. ¿Qué haría un Obama reelegido?

A diferencia de hace cuatro años, ha hecho pocas promesas concretas, lo que ha permitido a sus rivales de tono más radical llegar a sugerir que tiene un plan secreto y que espera el momento oportuno para convertir el país en una cárcel socialista. Poco ha ofrecido a sus partidarios, que apenas apuntan, simplemente, que otro mandato de cuatro años de Obama mantendrá a los republicanos alejados del poder. Y la mayoría de observadores coinciden en afirmar que prácticamente se da por supuesto que un país de centroderecha acepta tal situación por considerarla ya un importante fin en sí mismo.

Por lo que se refiere a Romney, ha adoptado tantas posturas distintas que resulta imposible decir qué hará en caso de ser elegido presidente. Pese a su exitosa trayectoria como presidente organizador de los Juegos Olímpicos de Invierno en el 2002 y gobernador de Massachusetts, ninguno de tales puntos positivos puede equipararse a la condición de presidente de un país vasto, diverso y muy polarizado.

Para ser justos e imparciales, señalemos que Obama poseía aún menos experiencia en cargos organizativos y directivos en el 2008.

Los estadounidenses estaban tan hartos de los ocho años de George W. Bush que corrieron un elevado riesgo y eligieron a Obama. Lo que Obama probablemente no valoró entonces, pero seguramente sabe ahora, es que el voto de mucha gente no constituyó tanto una aprobación o un respaldo a él o a sus ideas cuanto una condena de la alternativa. Pero decidir de esta manera ahora no parece funcionar positivamente; es posible que Romney no entusiasme a la gente, pero no le desprecian. De hecho, se ha dado la situación inversa, pues numerosos partidarios de Romney le apoyan precisamente por esta razón con relación a Obama.

En general, tales elecciones de signo negativo acaban en un punto muerto. El resultado se decidirá mediante la complicada estructura de voto en cada uno de los cincuenta estados y en el Colegio Electoral. Puede ser que, como en el 2000, se produjera una división entre el voto electoral y el voto popular. También es posible que algún hecho o acontecimiento –¿el huracán Sandy?– incline el resultado de forma decisiva en favor de un candidato. Por lo demás, se plantea la vieja cuestión de siempre: ¿En qué medida sienten antipatía los estadounidenses por el statu quo? ¿Hasta qué punto no le tienen miedo a la perspectiva de cambio? Lo sabremos hoy, 6 de noviembre.

Kenneth Weisbrode, escritor e historiador.

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