Cuando, en 1905, el escritor y humorista estadounidense Mark Twain descubrió el anuncio de su muerte en un periódico local, respondió con un breve comunicado: «El anuncio de mi muerte es muy prematuro». Vivió cinco años más. La anécdota es válida también para la democracia en Estados Unidos. La inquietud sobre el futuro de la democracia en Estados Unidos expresada por los analistas durante las elecciones del 3 de noviembre me ha parecido, de entrada, excesiva. Que los ánimos se calienten durante el período electoral no es nada raro y tampoco es nuevo en la historia de Estados Unidos. Sin remontarnos a Abraham Lincoln, cuya elección provocó la Secesión, recordemos que la de Nixon estuvo acompañada de disturbios infinitamente más violentos que las protestas que Donald Trump ha podido convocar. Más allá de los enfrentamientos, el malentendido proviene de lo que en Estados Unidos se denomina democracia, y que no se puede reducir a una elección presidencial. Esta democracia, como la describió Alexis de Tocqueville en 1834 (pero ¿quién ha leído realmente sus libros?), se define por sus costumbres y sus instituciones. Puntualicemos. En primer lugar, la igualdad; la de las condiciones sociales, el derecho de expresión y comportamiento es lo que más asombró a Tocqueville, procedente de la aristocrática Francia. Imaginó que esta igualdad de condiciones se convertiría también en el futuro de la vieja Europa, y acertó.
Evidentemente, Estados Unidos tiene ricos y pobres, pero carece de jerarquías sociales insuperables: las élites circulan y se renuevan constantemente. Donald Trump y Joe Biden se erigen en hijos del pueblo y le hablan al pueblo en un lenguaje popular. De ahí su relativo éxito, reflejos ambos de aspiraciones comunes, como educarse y enriquecerse, Biden haciendo hincapié en la educación y Trump en el enriquecimiento. En Estados Unidos nadie, de ningún partido, cuestiona estos derechos democráticos. Tanto los republicanos como los demócratas, condenados a gobernar juntos -la cohabitación de partidos rivales es la norma y no la excepción en la historia estadounidense- se asegurarán de que Estados Unidos siga siendo la nación de todas las «oportunidades», donde la «búsqueda de la felicidad», desde la Declaración de Independencia de 1776, es el primero de los derechos.
Derechos garantizados por instituciones inquebrantables, a pesar de los tuits incendiarios de Donald Trump; reconozcamos que, aunque nunca ha mostrado pasión por la Constitución y las normas que se derivan de ella, tampoco la ha violado nunca. Si ha recurrido tanto a la comunicación en Twitter es porque el presidente es un Gulliver atado por el Congreso, la justicia, la prensa y los estados. Su poder es solo el de influir, pulpit power, una autoridad que no ha ejercido ni más ni menos que sus predecesores, pero, en esta era de las redes sociales, de manera más extravagante. ¿Ha sacudido las instituciones? No. ¿Ha transformado Estados Unidos? Tampoco. Ninguna reforma fundamental lleva su nombre (no hay equivalente al Obamacare) y no ha iniciado ninguna guerra, lo que, paradójicamente, lo convierte en un Jimmy Carter bis, un pacifista. Pero es innegable, incluso entre sus partidarios, que ha alimentado algunas fracturas étnicas, halagado instintos racistas. Este es su legado, que no es realmente nuevo en la historia de Estados Unidos y que está respaldado por multitudes ancladas en su identidad.
Pero la democracia no se puede reducir a la Casa Blanca, ni siquiera a Washington. Para los estadounidenses, la auténtica vida pública está en otra parte, es local. La cristalización partidista en torno a las instituciones federales podría hacernos olvidar que el 3 de noviembre también se eligieron magistrados, sheriffs, administradores escolares, el capitán del cuerpo de bomberos, cargos municipales y cantonales, cámaras estatales y muchos más. Estos miles de representantes, la mayoría voluntarios, constituyen el entramado de la democracia estadounidense, la democracia de la vida cotidiana, donde realmente se vive, lejos de Washington. En este momento, en la trágica batalla contra la pandemia de Covid-19, estamos dándonos cuenta de la importancia de esta democracia local. Mientras el Gobierno federal mostraba su desorganización ante la enfermedad, las autoridades locales tomaron el relevo con cierto éxito, como demuestra el estado de Nueva York.
Esta imagen de una democracia relativamente pacífica no persuadirá a quienes temen la guerra civil y la guerra racial. Comparto sus temores, no excluyo su obsesión, pero creo en la resiliencia de la democracia estadounidense y en su capacidad para gestionar el bienestar. Sin duda porque recuerdo la segregación anterior a 1964 y la miseria del sur, puedo testificar que, en una generación, gracias al debate democrático entre adversarios a priori irreconciliables, el derecho a la felicidad se ha acercado a su promesa. Esta mejora del destino de cada uno debería continuar. Republicanos y demócratas no tienen más remedio que luchar juntos contra los peligros inmediatos: una pandemia que mata, una recesión comparable a la de 1930 y competidores externos (en mi opinión, más competidores que enemigos), como Rusia, China, Irán y Corea del Norte.
El 20 de enero, cuando asuma el cargo el próximo presidente -sin olvidar a los sheriffs, los jueces de paz y las asambleas locales-, los estadounidenses habrán olvidado la avalancha de tuits o el recuento de votos en algún condado lejano de Pensilvania. La democracia en Estados Unidos es más resiliente que aquellos que son solo representantes provisionales, entre dos votaciones. Las instituciones estadounidenses están por encima de quienes las dirigen.
Guy Sorman