EE.UU., derrotado por el virus

En Europa, la epidemia de Covid-19 ha hecho estragos, pero parece estar más o menos bajo control. Es de temer que en otoño se produzca una nueva oleada de casos que, combinada con la gripe estacional, pondría en peligro nuestra salud y nuestra economía. Pero, incluso ante un escenario catastrófico, los dirigentes europeos han aprendido a contener, si no curar, esta posible amenaza. La situación es la opuesta en Estados Unidos, donde la pandemia se extiende día a día, convirtiéndose en un desastre nacional. ¿Por qué paradoja inimaginable el país más rico, el que más gasta en salud, está paralizado por un virus que ya está por todas partes y que augura un mal futuro para la salud de la nación y su recuperación económica?

Las cifras son aterradoras: hasta el momento, las pruebas detectan más de 50.000 casos nuevos cada día, más de tres millones de estadounidenses se han contagiado -probablemente diez veces más si se incluye a los que no se han hecho la prueba- y 134.000 han muerto de Covid-19. Entre los países desarrollados, Estados Unidos posee todos los récords de contagio y mortalidad. Y con un factor agravante: los enfermos son cada vez más jóvenes y su recuperación cada vez más lenta.

Tratemos de explicar esta derrota de Estados Unidos con las pocas claves que tenemos y sin entrar en polémica. En Europa, como en Nueva York, la ciudad más europea de América, se ha demostrado que el confinamiento, la distancia social, el rastreo de los enfermos y las mascarillas logran controlar la epidemia. Sin embargo, observamos que en el resto de Estados Unidos estas medidas no se han aplicado, o solo ligeramente. Este fracaso estratégico se explica por la debilidad de las instituciones políticas del país y la cultura profundamente individualista de los estadounidenses.

A diferencia de Europa, en Estados Unidos no existe una autoridad central con derecho a ordenar cómo actuar; el presidente de Estados Unidos no tiene este poder, solo puede hablar y dar ejemplo, bueno o malo.

La autoridad se diluye entre el Estado federal, los gobernadores, los alcaldes, los presidentes de los condados, etcétera. Pasaron varias semanas antes de que el gobernador del Estado de Nueva York, el alcalde de la ciudad de Nueva York y los gobernadores de los estados limítrofes acordaran una política común de contención. Los estados vecinos hicieron caso omiso, y no hay fronteras entre los estados. Cuanto más al sur nos desplazamos, menos poder tienen las autoridades políticas.

En Texas, todo es local; los alcaldes y los sheriffs actúan a su antojo bajo el control de jueces locales a quienes les gusta contradecirlos. También, cuanto más al sur nos desplazamos, menos aceptan los ciudadanos que les den instrucciones, aunque solo sea para salvar sus vidas; rechazan la mascarilla y el confinamiento, porque los ven como un ataque a su libertad, garantizada por la Constitución. En tiempos ordinarios esta combinación de poderes débiles e individualismo feroz beneficia al emprendimiento y a la economía, pero es un cóctel fatal en tiempos de pandemia, cuando se necesitan restricciones aceptadas y solidaridad.

A estas consideraciones hay que añadir el carácter singular, opuesto al de Europa, de la organización sanitaria de Estados Unidos. Los hospitales destacan en las intervenciones de vanguardia, que son rentables y benefician, sobre todo, a pacientes adinerados o con buenos seguros, pero una cuarta parte de la población, pobre y con malos seguros, está mal y poco cuidada. Por lo tanto, los hospitales no están bien preparados para gestionar una crisis masiva que afecta a los más pobres.

¿Cómo es posible que los negros y los latinos se contagien, por término medio, tres veces más que los blancos? A menudo porque ya padecían enfermedades crónicas previas no tratadas, y sobre todo porque su empleo no les permite confinarse o trabajar a distancia; el virus causa estragos entre los conductores de autobuses, los repartidores y las enfermeras.

¿Y qué hace Donald Trump ante este panorama? Su papel, completamente negativo, ha sido decisivo. Desde el comienzo de la pandemia, primero negó su existencia y luego mintió sobre su gravedad; se opuso al uso de mascarillas y al confinamiento, y pidió a sus seguidores que rechazaran ambas. El virus se ha politizado; los partidarios de Trump están orgullosos de no usar mascarilla, igual que el presidente.

La obsesión de Trump es reabrir la economía para poder presumir de un crecimiento rentable que lo lleve a un segundo mandato. Entre la bolsa y la vida, ha elegido la bolsa. Error de cálculo: mientras dure la pandemia, y va en aumento, la actividad no volverá a su ritmo anterior. Si, por el contrario, Trump hubiera seguido el ejemplo europeo, por imperfecto que sea, en Estados Unidos la pandemia estaría bajo control. El virus tiene en Trump su mejor aliado, sabiendo que un tercio de los estadounidenses lo siguen, diga lo que diga y vaya donde vaya. Le seguirían hasta el infierno.

No sacaré de este esquema la conclusión de que, en este momento, estamos presenciando el suicidio de una gran nación; al resto del mundo tampoco le está yendo bien y todavía es posible una vacuna. Pero está claro que Estados Unidos, sus instituciones y su civilización ya no son ni un modelo ni una fuente de inspiración.

Guy Sorman

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