Últimamente, los economistas estadounidenses tienen tendencia al triunfalismo. De la lectura del principal diario estadounidense, 'The Wall Street Journal', se desprende que la producción en Estados Unidos, que en 2008 era parecida a la de la zona euro, ahora se ha duplicado respecto a esta misma zona. ¿Se ha vuelto Estados Unidos el doble de rico desde 2008?, ¿y nosotros el doble de pobres? La realidad es más compleja; las estadísticas no siempre son una fuente fiable de información económica. A primera vista, 'The Wall Street Journal' tiene razón, pero tenemos que entrar en el laberinto de las estadísticas.
En primer lugar, el crecimiento en Estados Unidos es, en parte, un artificio monetario. Debido a que el valor del dólar no ha dejado de aumentar frente al euro desde 2008, el extraordinario crecimiento de la economía estadounidense parece, pero solo parece, evidente. Si establecemos nuevamente la comparación, pero no partiendo del valor nominal de las monedas, sino sobre la base del poder adquisitivo, vemos que en 2008 el volumen de la economía estadounidense era ligeramente superior al de la europea, en torno a un 15 por ciento, mientras que actualmente ese porcentaje gira en torno al 31, por término medio, sin tener en cuenta las peculiaridades individuales o geográficas. La superioridad no es menos indiscutible; ¿cómo se explica?
Un factor clave, que no nos atrevemos a mencionar en Europa, es el crecimiento demográfico. Desde 2008, la población en edad de trabajar en Estados Unidos ha crecido alrededor de un 6 por ciento. En el mismo periodo, la población en edad de trabajar en Europa disminuyó un 1 por ciento. ¿Cómo explicar esta diferencia, que tiene un impacto decisivo en el crecimiento? Por término medio, los estadounidenses son más jóvenes que los europeos y sus familias tienen más hijos. Además –y mejor que nos enfrentemos a este hecho–, la inmigración ha sido un factor de crecimiento en Estados Unidos.
En Europa, en cambio, el rechazo a la inmigración está contribuyendo a ralentizar el crecimiento. Debemos aprender de la experiencia. No se puede rechazar la inmigración y, al mismo tiempo, apostar por el crecimiento; hay que elegir entre una cosa y otra. Es legítimo aceptar menos crecimiento y menos inmigración. O adoptar la posición contraria. Pero no es coherente rechazar la inmigración y declarar que el crecimiento es una prioridad.
Si proseguimos con la comparación, también parece que el tiempo dedicado al trabajo es un factor decisivo que explica el crecimiento más rápido de Estados Unidos. Los europeos cogen más vacaciones, trabajan menos horas a la semana y, en general, ganan menos dinero. Los europeos optan por el ocio, mientras que los estadounidenses parecen preferir el consumo individual. Una vez tenidas en cuenta estas elecciones sociales, así como la inmigración y el consumo, el hecho es que EE.UU. está más abierto a la innovación que los europeos. Esto se traduce en el número de empresas nuevas, la mayoría de las veces de alta tecnología, que se crean en Estados Unidos y que son cada vez más escasas en Europa.
Aparte de este espíritu emprendedor, sabemos que el mercado laboral, muy regulado en Europa y muy poco en Estados Unidos, desincentiva la contratación por parte de las empresas europeas. También en este caso podemos hablar de una elección social: Europa prefiere la seguridad a la ruptura.
No debemos pensar que todos los ciudadanos de Estados Unidos comparten de manera unánime este triunfalismo. Muchos de los que conocen Europa señalan que nuestras ciudades están mejor conservadas, nuestros transportes son más eficientes y, en general, nuestros servicios públicos son superiores a los que se disfrutan en Estados Unidos. ¿Elección social? Los estadounidenses parecen preferir las opciones individuales, en detrimento del bien común. La comparación es aún más sorprendente en el ámbito de la sanidad. En Europa, la sanidad es más colectiva y está más igualmente repartida, y la esperanza de vida es mayor. Paradójicamente, el crecimiento económico en Estados Unidos no ha ido acompañado de un aumento de la esperanza de vida. Al contrario, tiende a disminuir como consecuencia de las enfermedades colectivas, a menudo vinculadas a la obesidad y a la plaga de la drogadicción.
Si queremos completar esta comparación, debemos tener en cuenta el gasto militar. El de Estados Unidos es, por término medio, el doble que el de Europa. Todo lo que se destina a defensa en el presupuesto estadounidense se descuenta de lo que Europa gasta en servicios públicos como transportes o sanidad. Está claro que los europeos no tienen que quejarse de que sean los estadounidenses quienes soportan la carga de nuestra defensa común.
Desgraciadamente, en esta comparación, cada cual, por razones ideológicas, tiende a privilegiar un aspecto u otro, sin tener en cuenta que todos los parámetros son interdependientes. También podemos cuestionar en esta comparación si la sociedad elige verdaderamente. Aunque, tanto en Estados Unidos como en Europa, vivimos en una democracia, ¿se debaten realmente estas elecciones? Más bien parecen fruto de una historia dilatada: las élites públicas europeas, herederas de la tradición monárquica, prefieren los gastos colectivos que pueden controlar.
Los europeos, a través de los impuestos, confían al Estado la mitad de lo que ganan, lo quieran o no. Los estadounidenses, partidarios de un Estado minimalista y del individualismo más que del igualitarismo, un tercio. En EE.UU., donde la clase política está más controlada por el electorado, todo el mundo está más interesado en aumentar su poder adquisitivo personal, pero al mismo tiempo protesta contra las deficiencias de las infraestructuras comunes. Si se lleva la comparación a su conclusión lógica, tenemos al menos una cosa en común: la falta de transparencia y de un debate plenamente informado.
Guy Sorman