EE.UU., y ahora ¿qué?

Cuando llegué como corresponsal a Estados Unidos (1966) lo primero que hice fue ponerme al tanto de la historia de aquel país. Tanto por lo que leía como por lo que veía, me di cuenta de que tenía una idea falsa de él. Lo consideraba una Alemania más grande, más libre, más poderosa, y resultaba que era, como me había advertido Herbert von Borch en su libro «Die unfertige Gasellschaft», una sociedad inacabada, no porque no pudiera acabarse, sino por estar en constante evolución. Algo que me confirmaron los 24 años que viví allí, en los que vi desde intentos de magnicidio a ceses de presidentes, pasando por todo tipo de revoluciones. ¿Lo que más me impresionó? Enterarme de que, al principio, hubo sectas que negaban a los negros el alma. Desde entonces no me cupo duda de que el principal problema de Estados Unidos es el racial. Lo que les falta para completarse. Explicarlo requeriría un libro.

Todo el mundo se pregunta si la derrota de Trump, aunque él siga sin reconocerla, significa el fin de los populismos de izquierda y derecha que hemos tenido, sufrido más bien, en los últimos tiempos, para dar paso a una etapa más tranquila, de líderes serenos en vez de los estridentes que tenemos, entre los que el norteamericano se lleva la palma, aunque el inglés le hace la competencia. Mucho me gustaría poder anunciárselo, pero honestamente no puedo. En primer lugar, porque el populismo no es sino lo que antes llamábamos demagogia -ofrecer soluciones simples a problemas complejos-, que siempre ha existido, y segundo, porque Trump es más el producto de la situación a la que hemos llegado que el productor de la misma, que en Estados Unidos podría definirse como cabreo total con su clase dirigente.

Los norteamericanos han pasado sin casi intermedio, de sentirse la mayor potencia mundial a verse desafiados por el líder norcoreano Kim Jong-un, empeñado en convertir su pequeño país (en realidad, solo medio) en potencia nuclear y, lo que es mucho más alarmante, capaz de hacer uso de ella. Han comprobado cómo su deuda alcanza dimensiones astronómicas. Cómo China avanzaba en todos los terrenos. Cómo los aliados europeos no aportan lo que les corresponde en la defensa común. Cómo Rusia adelanta sus fronteras allí donde puede. Cómo un virus, llegado de China nada menos, se ha instalado en su país como si fuera su casa. Cómo el dólar pierde valor frente al euro. Cómo su clase media se convierte cada vez más en trabajadora, mientras sus políticos debaten quién tiene la culpa, sin acabar de ponerse de acuerdo. El experimento Obama no logró apaciguar a los afroamericanos, que siguen en el escalón más bajo de la escala social, las mujeres reclaman igualdad en el trato y en el sueldo y el famoso «sueño americano» es eso, un sueño para la mayoría. En tales condiciones que alguien saliera con el eslogan «America first!» y «Make America great again» tenía necesariamente que encontrar eco. Incluso si quien lo decía era un bocazas, millonario y declarado en bancarrota más de una vez, que se había hecho famoso en un programa de televisión despidiendo a candidatos a un puesto de trabajo. Así estaba el ambiente en 2016, con una ex primera dama y exsenadora por los demócratas y Donald Trump por los republicanos. Ganó éste o, más exactamente perdió Hillary Clinton, símbolo de Washington.

Pero los cuatro años de mandato de Trump han sido una sucesión de choques con todos, incluido su propio equipo, del que quedan sólo los dispuestos a aguantar sus intemperancias. Una bajada de impuestos mantuvo bajo el desempleo, pero la llegada del Covid-19 le pasó por encima como un camión tras calificarlo de «pequeño resfriado», llegando a decir que se curaba con una buena bufanda o incluso con un trago de lejía. Hoy, Estados Unidos tiene el índice mayor de contagiados y de muertos. Fiel a su espíritu destructivo, que alcanza a sí mismo, el presidente se niega a reconocer su derrota y clama el pucherazo de sus rivales. El recuento no lo está confirmando, y ni siquiera la cadena Fox y el «New York Post», sus baluartes informativos, respaldan sus acusaciones. Más significativo aún es que haya perdido estados que ganó en 2016, como Georgia y Pensilvania. Y si acude a los tribunales, como amenaza, puede disponerse a gastar tantos o más millones de dólares que se gastó en la campaña electoral, pues esos equipos de abogados son carísimos. De ahí que esté pidiendo a sus seguidores contribuciones para financiarlos, sin notarse ninguna prisa en hacerlas. Quiero decir que a la derrota se añade el ridículo.

De hecho, le hizo la campaña a su rival. Joe Biden sólo tuvo que hacer lo contrario que su oponente: cuando éste gritaba, bajar la voz. Cuando amenazaba, convocar la unidad. Cuando insultaba, sonreír. Fue como se alzó con la mayor victoria de unas elecciones presidenciales norteamericanas. Lo que no quiere decir que lo tenga todo hecho. Solo, que ha empezado a hacerlo. Trump está fuera, pero el descontento, desconcierto, desconfianza hacia la clase política continúa. Los primeros pasos de Biden como «presidente electo» han sido los correctos: tras proclamarse «presidente de todos los norteamericanos le hayan votado o no», ha convocado un consejo de expertos para ver cómo se frena la pandemia, que hace estragos en el país. Y todo apunta a que serán auténticos especialistas en la materia, no técnicos en manipulación de masas de su círculo íntimo, como ocurrió en España. Wall Street le ha saludado con alzas, lo que es fundamental, y parece un hombre tranquilo al que cuesta odiar. Pero que le esperan problemas dentro y fuera de casa de una envergadura que sobrepasan la capacidad humana está a la vista. Y hay que contar con su edad, se acerca a los 80 años y su historial médico es casi tan largo como el político. Por lo que muchos expertos le consideran un presidente provisional, de cambio, por un solo mandato, que preparará el salto al verdadero cambio, que correrá a cargo de Kamala Harris, su vicepresidenta. Es una mujer que, según todos los informes, reúne las condiciones para ser la primera presidenta de Estados Unidos, y que no caerá en las superficialidades de la etapa Obama en busca de resolver el principal problema de este país. Que no es el Covid-19, ni China, ni Rusia, ni nadie, sino la quiebra interna provocada por la cuestión racial aún no resuelta, tras una guerra civil y mil intentos de tender un puente entre los que llegaron desde todas las esquinas del mundo en busca de libertad y prosperidad y quienes llegaron con las cadenas de la esclavitud. Algo que no se arregla en un mandato ni en dos, pero que tendrá que arreglarse si los norteamericanos quieren unos Estados realmente Unidos. Pues de no lograrlo, todo apunta que tendremos una guerra civil, no de ejércitos, como la primera, sino urbana, de guerrillas, con choques entre manifestantes y las fuerzas de orden, como ya empieza a haber.

Pero no adelantemos acontecimientos, sobre todo a tan largo plazo. De aquí a 2024 puede pasar de todo, incluido el fracaso del binomio Biden-Harris, al que deseamos mucho éxito, por egoísmo, ya que influirá en el nuestro. Pero el destino, como decían los antiguos, sigue en el regazo de los dioses.

José María Carrascal es periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *