EEUU empieza a dar la razón a Marx

Marx tenía razón. Por lo menos, ahora me parece posible que la tuviese en un par de profecías hasta ahora aparentemente disparatadas: sí se producirá una revolución del proletariado; y sí se iniciará en EEUU.

Parece atrevido decirlo tras las elecciones legislativas de la semana pasada, en las que triunfó la derecha, con un programa de recortes presupuestarios, liberación del sector privado y disminución del papel del Estado en la economía. Los resultados de los comicios ocultan, además, una tendencia profunda en la sociedad estadounidense aún más favorable a la derecha. Los anuncios políticos por radio y televisión proclaman los méritos de los candidatos, o denuncian los de sus opositores, con un vocabulario único de conservadurismo.

En el rincón del Estado de Indiana, típicamente estadounidense, donde yo trabajo, el escaño en la legislatura estatal lo ganó una ama de casa anciana y aparentemente simpática -con esa bonhomía entrañable de una mujer amigablemente gordita y bajita en grado tranquilizador, de cara sonriente, sencilla y arrugada de cariño- que parece en sus anuncios rodeada de sus familiares, felicitándose por sus muchos años de casada, sus muchos hijos y nietos, sus varios años de servicio a la comunidad y su vida entera de cristiana. «Vótenle por sus valores conservadores», rezaba el anuncio electoral. El programa que proponía la señora es de rechazo al Estado de Bienestar, odio a los inmigrantes, condena al Gobierno y recortes salvajes en el presupuesto.

Cuando vi el anuncio por primera vez, ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de que esa candidata perteneciese al Partido Demócrata, supuestamente de izquierdas. Pero resulta que así era. Y sucede lo mismo con el representante demócrata de Indiana, Joe Donnelly -persona en el fondo sincera y honrada-, que ha tenido que condenar la política del Gobierno, de su propio partido, para ganar los comicios con una mayoría tenue, contra una adversaria que proponía desmantelar el sistema de seguridad social.

Gore Vidal solía decir que en Estados Unidos existen dos partidos: el conservador y el reaccionario. El chiste ya no tiene gracia, porque se ha convertido en una descripción literal del país. Hasta los miembros del Partido Demócrata se proclaman conservadores. En la clase política estadounidense, ya se sabe, ni hay socialistas. Ahora ya no hay ni socialdemócratas ni siquiera liberales.

Pero, a pesar de estos hechos incontrovertibles, vuelvo al principio. Me hallo pensando en los pronósticos marxistas con un renovado respeto y un nivel nuevo de anticipación. En los años 60, siendo yo un adolescente, rechacé los postulados del marxismo, en una época en la que Marx era el gran profeta de los intelectuales y todos mis maestros de Historia compartían su análisis del pasado como «una historia de conflictos de clases», dirigida por las fuerzas gigantes del determinismo económico. Lo rechacé, tanto como rechacé a esa edad todas las ortodoxias de los adultos. En el mismo momento, rechacé el catolicismo. Al cabo de pocos años volví al seno de la Iglesia, después de una larga reflexión que me llevó a comprender el valor de su tradición y la verdad de sus conceptos. El marxismo, en cambio, nunca logró convencerme. Me parecía -y sigo manteniendo la misma opinión- que las economías no son sino una parte de la red inmensa de la cultura humana, y que las clases son unas clasificaciones que tienen cierta utilidad para comprender la historia decimonónica pero que no pueden aplicarse al resto de la Historia.

Además, parecía obvio que el futuro previsto por Marx no había sucedido. Él creía que la revolución obrera se iniciaría en Estados Unidos, por ser consciente de que allí la clase obrera disponía de más oportunidades de organizarse, de armarse y de lanzar movimientos políticos que en los sistemas represivas más eficaces que existían en el Viejo Mundo. Supo, además, que los trabajadores norteamericanas eran, en cierto sentido, los más explotados del mundo, ya que incluían a un número elevado de inmigrantes pobres y de negros esclavizados, que, aun cuando se les concedía libertad, se convertían en peones miserables. La clase dirigente de la revolución industrial estadounidense, además, se animaba por un espíritu de capitalismo sin compromisos, que sometía la moralidad al mercado. Así que se daban todas las condiciones para que en el suelo norteamericano pudiera surgir un nuevo Espartaco que diera lugar a un nuevo alzamiento de bagaudae [tropa]. Efectivamente, hasta los años 30 del siglo XX, el socialismo era un movimiento bastante fuerte en Estados Unidos.

Pero Marx no tomó en cuenta las condiciones que condenaban el movimiento obrero revolucionario. Faltaba mano de obra; así que los obreros disponían de poder económico y eran capaces de negociar sueldos elevados y condiciones de trabajo cada vez mejores. La Iglesia católica se dedicó a evitar una revolución, procurando que los sindicatos se comportasen pacíficamente y que los políticos y los dueños de empresas respetasen sus derechos. Los inmigrantes, en su inmensa mayoría, se unían al proyecto nacional de convertir a EE UU en el mayor país del mundo, y adoptaban el fervor patriótico como ideología suya. Sobre todo, los industrialistas escucharon el mensaje de Marx y ajustaron su estrategia. Se dieron cuenta de que una población activa próspera favorecía sus negocios, por constituir un mercado más pródigo y un sector más productivo. Por fin, en esa sociedad profundamente republicana, sin ningún sistema oficial de conceder títulos ni honores, la filantropía cívica vino a ser la única carrera hacia una reputación elevada -el único modo de pagarse el esnobismo-. Los ricos compartían su riqueza con los demás y los motivos de una revolución se esfumaron. Se dejó de hablar de una clase obrera en Estados Unidos, donde la supuesta clase media abarca a casi todo el país. Los empresarios pagaban a los obreros lo pactado; y éstos se convirtieron en burgueses aspirantes, si no actuales.

Ahora, empero, los ricos han olvidado las lecciones de la Historia y las amenazas de Marx. La avaricia capitalista ya es el código ético del mundo de los negocios. Los sindicatos se han socavado en casi todo el mundo. La diferencia entre los ingresos de los patronos y de los obreros se ha convertido en un escándalo mundial, con su ejemplo más escandaloso en EEUU.

Según sondeos recientes, la mayoría de los estadounidenses piensa que en un mundo justo el 20% de las personas más ricas dispondrían de la tercera parte de la riqueza nacional. Pues bien, lo cierto es que ya disponen de más del 85%. En la primera década de este siglo, los salarios de los que ganan más de 100.000 $ al año subieron casi el 80%, mientras los de los demás aumentaron en menos del 25%. En muchas compañías, el jefe ya gana más de 300 veces el salario medio de sus empleados, sin contar las exorbitantes primas indecentes. Luego interviene el hecho de que -casi como en la Edad Media, cuando los vasallos pagaban impuestos mientras que la nobleza gozaba de exención fiscal- los ricos disponen de unos medios espantosos para escaparse de la obligación de pagar impuestos.

El individuo más rico de EEUU, Warren Buffett, cuya fortuna es de unos 40 billones de dólares, confesó que paga sólo el 17% de sus ingresos al Estado, mientras que su secretaria, que gana un sueldo modesto, paga más del 30%. Como dijo una vez la notoria millonaria fraudulenta, Leona Helmsley, que acabó encarcelada por sus trucos, «los impuestos son algo que sólo paga la gente que no significa nada». De la diferenciación económica surge ya un lumpen proletariat racial. Hace unos 25 años, la diferencia media entre los ingresos de una familia blanca y una familia negra era en EEUU de alrededor de 20.000 $ anuales. Ahora llega casi a los 100.000. A estos marginalizados se añade el sector más oprimido de todos: los inmigrantes, mayoritariamente hispanos, indocumentados, sin defensa ninguna ante los abusos de los patronos.

La victoria del Partido Republicano en las elecciones de la semana pasada no significa en absoluto una vuelta hacia el capitalismo de parte de los electores. Todo lo contrario. El conservadurismo que les anima es un conservadurismo social, de retorno a los valores familiares, de rechazo a la desenfrenada libertad sexual, al aborto subvencionado por el Estado, al matrimonio entre homosexuales, a la droga y a los supuestos excesos de la clemencia judicial.

Hace un par de meses, yo estaba trabajando con una pareja simpatiquísima, especialistas en publicidad, para realizar un vídeo promocional sobre un libro mío. Se quejaban mucho de la desigualdad económica, del comportamiento escandaloso de Wall Street, del egotismo de los ejecutivos, de la falta de responsabilidad de las grandes empresas. «Pues, ¿por qué votáis al Partido Republicano -les pregunté-, que apoya ferozmente todos esos intereses repugnantes?». «Es que nuestros valores son conservadores», me contestaron.

Tanto lo eran los de Marx, en el mismo sentido. Ese gran pensador burgués fornicaba con su doncella de servicio, pero -o tal vez por ello- denunciaba el capitalismo por dar lugar a la inmoralidad sexual. Y los de la extrema izquierda siempre hacen patente su puritanismo. Como dijo el gran líder comunista francés, Maurice Thorez, «les orgasmes pour les petits cons, les pilules pour des salopes; ça ne nous interesse pas» [«los orgasmos para los pequeños idiotas, las píldoras para las putas; eso no nos interesa»].

No existe en la Norteamérica actual ningún entusiasmo por los conservadores económicos. El Partido Republicano alcanza un nivel de aprobación de sólo el 25-30% en los sondeos. La alianza entre el capitalismo de los políticos y el conservadurismo del pueblo no durará. Mientras tanto, lo más probable es que los ricos seguirán volviéndose cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres, los miserables de esta tierra cada vez más explotados. Marx se felicitaría por su sagacidad. Al cabo de un siglo y medio, por fin, una de sus profecías parece factible. Lo que Lenin llamó «una situación prerrevolucionaria» empieza a producirse en Estados Unidos.

Felipe Fernández-Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.