EEUU: más que una ley electoral

En Estados Unidos la regulación de los procesos electorales está en manos de los estados. Según la constitución norteamericana, «cada Estado designará, en la forma que lo prescriba su Asamblea Legislativa, un número de electores igual al número total de senadores y representantes que le corresponda en el Congreso». Esta cláusula garantiza la competencia legislativa estatal en materia electoral, incluso en lo que afecta a la elección presidencial o la extensión del derecho al voto.

Esta condición estatal del sistema electoral favorece su complejidad, conformando un diverso repleto de normas que, en ocasiones, las mayorías legislativas de turno utilizan en su propio beneficio, por ejemplo, redefiniendo los distritos de votación para maximizar los escaños en un sistema mayoritario donde solo el que gana consigue el puesto. El Tribunal Supremo ha considerado el asunto en distintas ocasiones. Desde 1892 (McPherson v. Blacker), cuando confirmó los límites a la capacidad federal de asumir el poder legislativo de los estados en esta materia, hasta 2013 (Shelby County v. Holder), cuando cuestionó de nuevo esta capacidad incluso en una cuestión esencial, la Voting Rights Act de 1965.

EEUU: más que una ley electoralAun así, poco a poco, el sistema norteamericano, en aplicación de la cláusula constitucional de cierre que establece que «el Congreso puede en cualquier momento por ley establecer o modificar estas normas», ha ido evolucionando hacia una cierta armonización, sometiendo los procesos electorales a estándares comunes para los entes federados, principalmente en el acceso al voto y la financiación electoral. El resultado es un sistema similar con diferencias de regulación en aspectos como los plazos de registro, el ejercicio del voto por correo, el voto adelantado, los horarios de votación, la elección de papeletas, la utilización de máquinas o los sistemas de recuento. Estas diferencias, salvo el caso de Florida (Bush v. Palm Beach County Canvassing Board) en el año 2000, no habían sido hasta la fecha decisivas en el resultado. Pero a raíz de la última elección presidencial las disfunciones provocadas por un sistema electoral tan descentralizado han alimentado las acusaciones de fraude electoral lideradas por Donald Trump. De ahí que algunos estados con mayorías republicanas hayan modificado sus leyes electorales, estableciendo nuevos requisitos para el voto por correo, el voto temprano y el voto de los ausentes (permitido en un buen número de Estados) y una serie de medidas para ejercer el derecho al voto que pueden ser garantías u obstáculos, según se mire, como la obligatoriedad del ID o la reducción del horario de votación presencial el día de la elección.

Estas modificaciones, que sus promotores presentan como garantías para mejorar la legitimidad del proceso y la confianza en el mismo, han sido denunciadas como un intento de restringir el acceso al voto de determinados grupos sociales, a los que se les añaden nuevas dificultades a las ya existentes. Valga como muestra las establecidas para el voto por correo, utilizado por más de la mitad de los votantes de las elecciones de 2020, o los requisitos de identificación en la urna.

El Partido Demócrata, tras varios intentos, ha impulsado la aprobación de dos leyes que cambiarían el escenario en esta materia. Lo que se pretende no es anular las medidas aprobadas por los estados, sino limitar la capacidad de los estados de aprobar medidas en esta materia, al establecer normas comunes como la autorización nacional del voto por correo, el voto anticipado en los 15 días previos a la votación o la inscripción en el censo a través de internet (Freedom to Vote Act); llegando incluso a exigir la autorización federal para que algunos estados puedan legislar en esta materia (John Lewis Voting Rights Advancement Act).

El problema es que no existe una mayoría suficiente para llevar a cabo estas reformas, cuya naturaleza constitucional requiere de un robusto consenso, reflejado en mayorías reforzadas. El reparto de poder en el Senado (50/50), que desequilibra el voto de la vicepresidenta Harris, también presidenta del Senado, no es suficiente para aprobar normas claves en una Cámara que exige, de hecho, un mínimo de 60 votos. En el momento actual, para cambiar las normas electorales hay que cambiar primero las reglas internas del Senado algo que, paradójicamente, no requeriría este tipo de mayorías reforzadas. Por eso la batalla política del Senado que se juega estos días en Washington es mucho más que el cambio de una ley electoral. Para modificar esta serie de normas, básicas en la arquitectura institucional norteamericana, la Casa Blanca necesita cambiar, aunque sea temporalmente, el reglamento del Senado que otorga poder de bloqueo a aquellos que reúnen más de 40 votos en la Cámara Alta. Esta práctica conocida como filibuster y popularizada por James Stewart en Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington) permite a cualquier senador o grupo de senadores, desde 1806, hacer uso de la palabra por tiempo indefinido para bloquear cualquier votación y, según las normas del Senado, solo puede ser interrumpida por 3/5 de los senadores, que pueden provocar el fin del debate y la consiguiente votación. De tal forma que se ha convertido en una herramienta de bloqueo cuando en la cámara, la mayoría no alcanza los 60 votos.

La derrota de este cuarto intento de reforma electoral puede suponer un punto de inflexión en el mandato de Joe Biden, que en sus últimas intervenciones públicas estaría asumiendo el marco de lo que algunos demócratas califican como «golpe de estado light» o de «vuelta a la guerra fría», en la que el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 marcaría un punto de no retorno por parte del Partido Republicano en cuanto a la aceptación del sistema democrático. El presidente, que llegó al poder con la promesa de volver a coser las costuras de un país dividido, ha hecho propia esta retórica bélica que entiende que en la guerra todo está permitido, asumiendo que la reforma de las reglas del Senado, que ha planteado como la batalla decisiva en esta guerra, va más allá de la ley electoral. La retórica que está acompañando los debates, que no duda en dividir entre buenos y malos americanos, son muestra de cómo la polarización en Estados Unidos está siendo alimentada por Biden para tratar de evitar una gran derrota en las elecciones intermedias de este año, que lastraría su capacidad de actuación y, probablemente, sus posibilidades de reelección en 2024. La reforma abriría la puerta a otras iniciativas en las que los demócratas, liderados por la Casa Blanca, no han ocultado su intención de cambiar otras leyes básicas, de las que establecen las reglas del juego, como la composición o la duración del mandato de los magistrados del Tribunal Supremo.

Cuando se alteran las reglas de la democracia para sedicentemente tratar de protegerla comienza su fin. Se defienden determinadas medidas no porque sean buenas sino porque favorecen a buenos; se alegan motivos de «emergencia» como que está en juego «la credibilidad de las elecciones» cuando, precisamente, un cambio de estas características lejos de hacer desaparecer las dudas daría alas a ese cuestionamiento y, sobre todo, cuestionaría «la credibilidad de la democracia», que estaría permitiendo cambios en sus reglas básicas en función de intereses de partido. Paradójicamente son los que denunciaron, con razón, los intentos desesperados de Trump por dar la vuelta al resultado electoral, los mismos que con motivo de la no aprobación de esta ley estarían comenzando a sembrar una narrativa de fraude electoral de cara a las elecciones intermedias que se celebran este año y, sobre todo, a las elecciones presidenciales de 2024.

Rafael Rubio es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense.

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