EEUU versus Oriente Próximo

Está escrito en el Corán que todas las naciones que no reconozcan la autoridad (de los musulmanes) son pecadoras, y que los musulmanes tienen el derecho y el deber de hacerle la guerra a cualquiera de ellas.

Estas palabras sin duda resultan familiares hoy a quienes están al corriente de la existencia de Al Qaeda. Sin embargo, causaron una enorme impresión en el primer estadounidense que las escuchó: Thomas Jefferson.

Era el año 1785 y Jefferson mantenía negociaciones con un representante de Trípoli, que, junto con Marruecos, Túnez y Argelia, los llamados países de la Berbería, enviaba piratas a saquear los buques mercantes de Estados Unidos y capturar a sus tripulaciones. Muchos estadounidenses instaron a su Gobierno a adoptar la política europea de sobornar a los piratas, pero Jefferson pensaba que pagarles sólo sería un aliciente. La paz en Oriente Próximo, concluyó, podría alcanzarse únicamente «por medio de la guerra».

La postura de Jefferson parecía prefigurar la de George W. Bush, quien, tras el 11-S, expresó su determinación de hacer frente al terrorismo de Oriente Próximo. De hecho, a Jefferson no le sorprendería hoy ver tropas estadounidenses combatir en Oriente Próximo para proteger intereses económicos esenciales y fomentar la democracia. Estados Unidos ha perseguido estos mismos objetivos en la región a lo largo de 200 años.

Sin embargo, en cierto sentido la actual política estadounidense supone un distanciamiento fundamental de una larga tradición de varios siglos. Muchos de los intereses y objetivos de Estados Unidos en Oriente Próximo se han mantenido invariables desde la época de Jefferson, pero los medios empleados para alcanzarlos han cambiado, como ha cambiado también la posición de Estados Unidos en la región.

Aunque ya casi se ha olvidado, Oriente Próximo fue el escenario de la primera guerra que Estados Unidos libró fuera de su territorio. Tras intentar, sin éxito, crear una coalición internacional contra la Berbería, en 1801 Jefferson envió a la Armada de EEUU a combatir a los piratas. Las fuerzas estadounidenses sufrieron muchos reveses antes de 1805, año en que los marines desembarcaron en las costas de Trípoli y derrotaron al ejército enemigo.

Sin embargo, Jefferson nunca ordenó a sus tropas que ocuparan el territorio conquistado. Y en lugar de aplastar los países de la Berbería, utilizó la victoria de los marines como trampolín para llegar a una paz negociada. Más tarde, sucesivos presidentes siguieron el modelo de intervención militar de Jefferson. Por ejemplo, en 1904, cuando un bandido marroquí llamado Raisuli secuestró al empresario norteamericano Ion Perdicaris, Theodore Roosevelt envío buques de guerra con las siguientes instrucciones: «Queremos a Perdicaris vivo o a Raisuli muerto.» Cuarenta años más tarde, Franklin D. Roosevelt ordenó el despliegue de cientos de miles de soldados estadounidenses para luchar contra las fuerzas nazis en Oriente Próximo, y durante la Administración de Eisenhower, en 1958, tropas norteamericanas desembarcaron en Beirut para apoyar a un asediado Gobierno libanés.

Ronald Reagan y Bill Clinton emprendieron acciones de represalia contra los países que apoyaban a grupos terroristas en Oriente Próximo, y George Bush padre expulsó a las fuerzas invasoras iraquíes de Kuwait.

En cada uno de estos casos, sin embargo, las acciones militares estadounidenses se consideraron medidas que complementaban -no que reemplazaban- a la diplomacia. Y en ningún caso las tropas de Estados Unidos permanecieron en tierras de Oriente Próximo más tiempo que el necesario para completar su misión.

Los intereses económicos siempre han desempañado un papel destacado en la interacción de Estados Unidos con Oriente Próximo. Siglos antes de que los ingenieros de California descubrieran petróleo en Arabia Saudí, en 1938, Oriente Próximo era un mercado rentable para los estadounidenses.

En la época de Jefferson, cerca del 20% de las exportaciones de Estados Unidos se destinaba a puertos del Mediterráneo, donde el trigo y el tabaco del Nuevo Mundo se intercambiaban por higos y alfombras de Oriente Próximo. El comercio se expandió rápidamente en el siglo XIX, mientras Estados Unidos vendía armamento y productos manufacturados a países de Oriente Próximo. Irónicamente, Estados Unidos también se convirtió en el principal proveedor de petróleo de los países de la región.

No fue hasta la Segunda Guerra Mundial que esta relación se invirtió y los estadounidenses comenzaron a consumir enormes cantidades de petróleo proveniente del golfo Pérsico. Esta dependencia aumentó hasta 1973, cuando el embargo de petróleo decretado por los países árabes paralizó prácticamente la economía de Estados Unidos. Desde entonces, la compra de petróleo de Oriente Próximo por parte de Estados Unidos ha disminuido constantemente. No obstante, Oriente Próximo sigue siendo fundamental para la economía mundial y, por consiguiente, para el bienestar financiero de Estados Unidos.

Sin embargo, el ámbito de interacción más amplio entre Estados Unidos y Oriente Próximo no ha sido militar ni comercial, sino ideológico. Desde hace mucho los estadounidenses han abrigado el sueño de liberar a Oriente Próximo.

Jefferson tenía esperanzas de que algún día los déspotas de Oriente Próximo fueran reemplazados por agricultores amantes de la libertad, como él mismo. Los miles de misioneros norteamericanos que se trasladaron a la región en el siglo XIX y crearon las primeras universidades modernas, predicaban el evangelio estadounidense de patriotismo, derechos humanos y democracia.

La libertad para los pueblos de Oriente Próximo fue uno de los ejes de la política de Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial y de Roosevelt tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos invirtió millones de dólares para impulsar el desarrollo en la región. Los estadounidenses pasaron a desempeñar un papel fundamental en la independencia de muchos países de Oriente Próximo, incluidos Siria, Libia e Irán.

A la vez que defendía la autodeterminación de los países de Oriente Próximo, Estados Unidos también reivindicaba el derecho del pueblo judío a la creación de un Estado en su patria bíblica. En 1948, Harry Truman convirtió a Estados Unidos en el primer país que reconocía el recién creado Estado de Israel. Desde entonces, sin embargo, todas las administraciones norteamericanas han hecho grandes esfuerzos por restablecer la paz en Tierra Santa.

La lucha contra la piratería y el despotismo, la creación de centros de estudio y la defensa de los derechos nacionales han sido el sello distintivo de las relaciones de Estados Unidos con Oriente Próximo. Sin embargo, hoy en día en casi toda la región se considera a Estados Unidos como el prototipo del país que actúa por puro interés.

Empeñado en mantener abierto el grifo del petróleo, Estados Unidos ha violado sus propios principios democráticos al reforzar a líderes autócratas de Oriente Próximo y desautorizar a los dirigentes contrarios a los intereses norteamericanos. Denunciado por su apoyo a Israel y la invasión de Irak, Estados Unidos se considera generalmente como el país que ha abandonado a los palestinos y que ha introducido la democracia por la fuerza. De hecho, la Guerra de Irak y, anteriormente, la Guerra del Golfo Pérsico de 1991, no se consideran en Oriente Próximo como cruzadas contra la tiranía, sino como actos de avaricia.

Estados Unidos se encuentra ahora en una encrucijada en sus relaciones con Oriente Próximo. Si bien las tropas estadounidenses se marcharán a la larga de Irak, la persistencia del terrorismo precisará del mismo nivel de vigilancia de Ejército de EEUU, cuando no de una intervención activa en la región. Los financieros norteamericanos seguirán vinculados a los indicadores de Oriente Próximo, y los hombres de Estado intentarán librar la región de la opresión y de los conflictos étnicos. Alcanzar estos objetivos al tiempo que se mantiene la buena voluntad de los habitantes de la región es el gran desafío al que deben hacer frente los líderes de Estados Unidos.

La tarea es descomunal. Para llevarla a cabo, los norteamericanos deben volver a la tradición de sus antepasados. Utilizar el poderío militar para defender intereses fundamentales, pero también saber cuándo dejar de luchar para negociar. Trabajar para introducir ideas estadounidenses en la región a través de la educación en lugar de hacerlo a punta de pistola. Reducir la dependencia del petróleo de Oriente Próximo a través del desarrollo de fuentes de energía alternativas. Apoyar a Israel, pero no escatimar esfuerzos para que alcance acuerdos de paz con el mundo árabe. Y lo más importante, tener en cuenta los consejos que ofreció en 1874 George McClellan, ex general de la Unión que viajó extensamente por Oriente Próximo: los estadounidenses deben aprender a «sopesar (Oriente Próximo) de acuerdo a sus propias normas», advirtió, y a no intentar transformar la región en un espejo de Estados Unidos, ya que, «mientras la juzguemos por las normas que nos aplicamos», los estadounidenses se verán condenados a entender mal la región.

Michael B. Oren, miembro del Centro Shalem de Jerusalén y autor del galardonado Six Days of War: June 1967 and The Makings of the Modern Middle East, así como de Power, Faith, and Fantasy: America in the Middle East, 1776 to the Present.