Efecto inverso: la pesadilla cultural de Europa

Europa se encuentra en un estado de trastorno existencial. Tras un acuerdo que permite que miles de refugiados de tierras islámicas lleguen a sus costas meridionales, el Viejo Continente está descubriendo el chasco cultural y político en su seno. Las agresiones sexuales masivas en Colonia en Nochevieja, a manos de hombres procedentes del norte de África y de Oriente Próximo, ha brindado el ejemplo más escabroso y desagradable hasta la fecha del choque cultural entre las sociedades de acogida y muchos de los jóvenes emigrantes que han buscado refugio en Europa.

Colonia supuso un punto de inflexión, y tras esos acontecimientos se produjo un endurecimiento de las posturas europeas hacia los inmigrantes musulmanes. Por primera vez, la izquierda liberal se ha asustado, y ve la misoginia arraigada en la cultura de esos refugiados como una amenaza para la seguridad de las mujeres y sus derechos, que tanto costó alcanzar. Se tiene la aguda sensación de «arrepentimiento del comprador», pues Europa empieza a ser consciente del hecho de haber acogido a una cantidad ingente de personas que no puede asimilar. Y es imposible integrarlas no solo porque los recursos escasean y los inmigrantes son demasiado numerosos como para diseminarlos entre los nativos de países relativamente pequeños, sino también porque su cultura se resiste a integrarse en Europa. Estos obstáculos se presentan en sociedades donde, de todos modos, los nativos no quieren a los inmigrantes, y abordan la tarea de integrarlos con poco entusiasmo. Lo vemos, por ejemplo, en la petición de Dinamarca de que los refugiados entreguen sus bienes para costear su mantenimiento. (Personalmente, preferiría que les pidiesen que abandonasen la mayoría de sus valores en lugar de los objetos de valor).

Muchos europeos, ya consternados al ver las concesiones que, en su opinión, se hacen a los inmigrantes, se quedaron estupefactos cuando, hace unas semanas, el Gobierno italiano cubrió las estatuas de desnudos de los Museos Capitolinos de Roma para no ofender a la delegación del presidente iraní Rohani. Este doblegamiento cultural resulta aún más excepcional, habida cuenta de que fue completamente voluntario por parte de los italianos. El feliz contrapunto lo puso el Gobierno francés, que se negó a plegarse a las exigencias del equipo de Rohani. Los iraníes, que viajaron a París después de Roma, habían insistido en que en la cena de Estado para Rohani se sirviese carne halal (o lícita, preparada conforme al islam) a todo el mundo, y en que no se sirviese vino a nadie. Los franceses respondieron que llenarían con mucho gusto los vasos de los iraníes con Perrier y sus platos con alimentos halal, pero que los anfitriones cenarían a la francesa: con vino. Los iraníes no lo aceptaron y la cena se canceló. Algunos escépticos insinúan que la diplomacia francesa dejó mucho que desear, pero yo no estoy de acuerdo. En una ciudad que el año pasado vivió el asesino terrorismo islámico, plegarse al chovinismo islámico de los iraníes sería insostenible desde el punto de vista cultural. Además, los invitados educados que siguen una dieta especial piden a los anfitriones que hagan excepciones para ellos, pero no imponen sus restricciones a todos los comensales.

Las peticiones de Rohani no son más que un avance del clamor por las excepciones culturales que probablemente reclamen los inmigrantes a sus países de acogida. Con eso en mente, propongo un «Manifiesto para los inmigrantes de Oriente Próximo en Europa»: podéis entrar en el continente, siempre y cuando os comprometáis a: 1. recordar que ya no estáis en Siria-Irak-Represionlandia; 2. recordar que las mujeres son ciudadanas con los mismos derechos que los hombres; 3. aprender el idioma del país de acogida; 4. no hacer campaña en pro de excepciones culturales, legales y educativas; 5. abandonar la yihad; 6. jurar lealtad a vuestro nuevo país. Os ha salvado de Estado Islámico.

Entreguemos este manifiesto a todos los inmigrantes mayores de 16 años. Como mínimo, será una señal pública de que Europa no está dispuesta a tirarse al suelo y hacerse la muerta.

Tunku Varadarajan, miembro de Virginia Hobbs Carpenter de la Hoover Institution, Universidad de Stanford.

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