Efecto Trump y antisemitismo

Al grito de: “¡Todos los judíos deben morir!”, Robert Bowers abrió fuego en la sinagoga El Árbol de la Vida de Pittsburgh, donde segó la de once congregantes que celebraban la fiesta del Shabbat, hiriendo a otros tantos.

La matanza del sábado 29 de octubre se suma a una fatídica lista de tiroteos masivos, una plaga social específicamente estadounidense y de dimensiones monstruosas —solo en 2018 hubo más de 1.800 muertos por violencia armada—. Pero en las discusiones sobre la insuficiente seguridad de las instalaciones o la aparente aleatoriedad de estos crímenes, queda desdibujada la naturaleza específica de esta matanza: la motivación antisemita y su indiscutible significado en la era de la política incendiaria y divisiva del presidente Donald Trump.

A diferencia del racismo y de las actitudes prejuiciosas contra minorías, el antisemitismo, en la mayoría de los casos, no proviene de las relaciones intergrupales. La hostilidad antisemita es independiente de lo que los judíos —en tanto individuos, o comunidad cultural o religiosa— sean, hagan o dejen de hacer. El sociólogo Theodor Adorno escribió que para los antisemitas los judíos no son una minoría sino el principio negativo como tal, del que no puede salvar sino su destrucción. El semanario Nazi Der Stürmer salía semanalmente de la imprenta con una coda en su portada que rezaba: “Los judíos son nuestra desgracia”. Los nazis lograron poner a los judíos como blanco de proyección, escribe Adorno, “elevándolos a figura paradigmática de la otredad a perseguir”. Como si se tratara de un acto en defensa propia, el exterminio de todos los judíos era una precondición del bienestar del mundo. El asesino de la sinagoga de Pittsburgh actuó motivado por el mismo impulso. Como lo han hecho previamente los yihadistas que atacaron en un museo judío en Bruselas en 2014 o una escuela judía en Toulouse en 2012, entre muchos otros casos. Detrás de estos actos está la firme convicción de que los judíos, que no representan más del 0,2% de la población mundial, son un pueblo poderoso, influyente y malvado.

En tanto encarnación del mal, el judío se convierte en la mente del antisemita en un actor político transnacional que actúa en la sombra con fines específicos —y a veces mutuamente excluyentes—: la revolución socialista, el despliegue del capitalismo financiero, la contaminación de la “raza”, la erosión de la nación, etcétera.

Bowers, antes de entrar a tiros en la sinagoga de Pittsburgh, tenía una fijación obsesiva con la organización judía HIAS (Hebrew Inmigrant Aid Society), la cual ha brindado ayuda a inmigrantes y refugiados en EE UU desde hace más de un siglo. En un post en la red social Gab afirmó que no iba a permitir que HIAS trajera a “invasores” a este país y dejar que estos “masacren a nuestro pueblo”.

Es por ello que la condena del presidente Trump de la masacre como “malvado acto antisemita” esconde un cinismo que roza lo obsceno. Trump ha creado un clima de opinión hostil contra inmigrantes y refugiados que ha disparado las estadísticas sobre crímenes de odio, incluyendo los antisemitas, desde que ocupa la Casa Blanca. Y la mente conspirativa del perpetrador de Pittsburgh veía en la inmigración un instrumento mediante el cual los judíos ejercen su influencia maligna sobre la sociedad americana.

Pero la condena de Trump es especialmente sangrante en la medida que el presidente de Estados Unidos ha abrazado desde el comienzo una retórica nativista y nacionalista asentada sobre una cosmovisión conspirativa, cuya estructura no difiere mucho del imaginario antisemita. La división maniquea entre el bien y el mal, el desplazamiento de la responsabilidad a través de chivos expiatorios, la argumentación ad populum —“yo soy uno de vosotros”—, la insistente repetición de falsedades, la supuesta identificación de “enemigos del pueblo” —la prensa liberal, los políticos de Washington— y el sinfín de promesas de prosperidad y salvación son ejemplos de ello.

El crimen de la sinagoga en Pittsburgh, la mayor matanza de judíos de la historia de Estados Unidos, supone un punto de inflexión para los judíos americanos. Imaginaron estar protegidos de ataques semejantes, los cuales atribuían al pasado en el viejo continente y a sus ecos nunca del todo acallados. Pero la sacudida más dolorosa proviene del hecho de que después de un sábado de octubre ya no es posible disociar esta nueva vulnerabilidad de la constante retórica de odio de su presidente.

Alejandro Baer es profesor de Sociología y director del Center for Holocaust and Genocide Studies en la Universidad de Minnesota (EE UU).

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