Efectos del saber en la desigualdad de género

No deja de llamar la atención la preocupación con la que los expertos subrayan el desconocimiento que tienen los ciudadanos tanto de sus derechos en materia de igualdad y no discriminación por razón de sexo como de la existencia de las instituciones que representan la defensa de estos derechos.

A este respecto, la doctora Maite Erro, responsable de la Defensoría vasca para la Igualdad, informa de que en la Unión Europea sólo el «30% de los ciudadanos conoce sus derechos como víctimas de discriminación y /o acoso». Finlandia es el país con el porcentaje más alto de ciudadanos en lo que respecta al conocimiento de sus derechos (65%) y «España, junto a Estonia y Grecia», es uno de los países de la Unión Europea con «menor porcentaje de ciudadanos que conoce sus derechos (entre el 23% y 17%)». En cuanto al conocimiento de los ciudadanos de la existencia de organismos de atención y actuación en caso de ser víctimas de discriminación, el porcentaje en el caso del «Estado español se sitúa en un 15%».

Ante este desolador panorama, me surge una pregunta sobre la causa del desconocimiento de los derechos en materia de igualdad por parte de los ciudadanos, que se enlaza con otras cuestiones para tratar de desanudar el lugar que ocupa el saber de orden cognitivo o emocional en las respuestas que elabora el individuo para adaptarse a su entorno.

¿Es posible que una mujer no sepa cuándo ocupa para el otro el lugar de objeto de discriminación por razón de sexo? ¿Es posible que prefiera no articular un saber respecto a esta cuestión tan denigrante? ¿Existe la posibilidad de que haya relegado cierto saber a un lugar recóndito en el desván de su cerebro? Y si éste fuera el caso, ¿por qué el sujeto renuncia a sus propios derechos en una sociedad democrática?

A menudo sucede que cuando la defensa de un derecho fundamental tropieza con el cuestionamiento de una necesidad básica para la supervivencia del individuo se produce un conflicto emocional difícil de sostener. Cuando la persona es consciente de que están siendo vulnerados algunos de sus derechos fundamentales padece un fuerte conflicto emocional entre la necesidad imperiosa de iniciar el proceso que conlleva la defensa de estos derechos en el ámbito privado, laboral o institucional, y el miedo a perder su puesto de trabajo, el afecto de una persona o la consideración de su grupo de pertenencia.

Ante este conflicto, algunas personas que se instalan en el miedo a la pérdida (que adquiere el rango de pánico) manifiestan que carecen de la suficiente fuerza psicológica para enfrentarse con su jefe o jefa, o bien que no tienen la suficiente confianza en los profesionales o en la protección de las instituciones como para interponer la adecuada denuncia.

Por otra parte, también se constatan los devastadores efectos de orden psíquico o social que produce el fenómeno de la victimización secundaria, cuando los sujetos, en el proceso de su defensa, reciben una respuesta inadecuada que refuerza el rol de víctima y desencadena sentimientos de rabia, incomprensión, impotencia e indefensión. No es raro, en los casos de denuncias de mujeres por acoso sexual en el ámbito laboral, que algunos machitos cómplices del agresor, o el propio agresor o el mismo juez responsabilicen a la mujer de provocar el instinto natural de aquél que se define como hombre, en el acto brutal de posesión de la que considera su legítima presa.

Sin embargo, no todo lo que reluce es del orden de la perversión, la cobardía o la sumisión al otro, ya que se constata en algunos sujetos -dignos de llamarse personas en una sociedad democrática- una posición decidida en lo que respecta a la defensa de sus derechos en materia de igualdad y discriminación por razón de género.

En estas personas que han destituido al otro de su poder se reduce al mínimo el conflicto entre el saber y el miedo a la pérdida de afecto, o de una necesidad básica para la supervivencia del individuo. De tal manera que existe coherencia entre el razonamiento cognitivo, el saber emocional y la conducta observada. Este tipo de sujetos nos enseña el lugar que ocupa la actitud conformista o no de una persona, y los efectos que produce la subjetivización de un saber respecto al ejercicio de los derechos fundamentales del individuo.

Este conflicto que se produce entre la asunción de nuestros derechos y el miedo a una pérdida a causa del enfrentamiento con el otro es algo que se aprende en las relaciones de poder que se establecen en la infancia, desde las distintas variaciones que produce el aprendizaje de la sumisión a la autoridad.

Uno de los métodos más efectivos a corto plazo para controlar la conducta del menor, o en su caso del adulto, es la retirada de afecto con toda su gama de sutilezas y desastres. De esta guisa, se moldean personas dependientes, subyugadas al poder del otro y con escasa capacidad de criterio y autonomía. Pero en una sociedad democrática las relaciones de poder se deben transformar en relaciones de igualdad y no discriminación por razón de sexo, tanto en el ámbito laboral como en el familiar, el escolar o el político-social.

El contexto familiar y el escolar son un marco excelente para que se posibilite el aprendizaje de la resolución de conflictos (potenciando el posicionamiento firme en la defensa de los derechos) y se desarrollen competencias éticas en los ciudadanos, que repercutan en la defensa de los derechos inherentes a una sociedad democrática y participativa. Asimismo, corresponde a las instituciones pertinentes en materia de igualdad la tarea de desbloquear esta situación de desconocimiento de los ciudadanos respecto de sus derechos, realizando programas y campañas de manera visible para informar a la ciudadanía y posibilitar una estructura real que defienda de manera eficaz los derechos femeninos, y reduzca al mínimo el miedo que desencadena la interposición de una denuncia, más allá de los avatares del saber.

Araceli Medrano, Doctora en Psicología y profesora en la UNED.