Efectos políticos del naufragio

La crisis que colocó al sistema financiero al borde del abismo tuvo inmediatos efectos políticos cuando, al menos aparentemente, el poder de reflexión y decisión se trasladó urgentemente desde Wall Street, donde se ubica el sanctasanctórum del capitalismo norteamericano, a la avenida de Pensilvania, en Washington, donde se alzan las sedes del Departamento del Tesoro y de la Reserva Federal, sobre las que recayó la responsabilidad de organizar la más vasta operación de salvamento de las estrellas financieras en caída libre.

"Estamos bajo el gobierno de Paulson-Bernanke", se lamentaba en The Washington Post el columnista conservador George Will, fustigador implacable del intervencionismo, para referirse a la diarquía formada por el secretario del Tesoro y el presidente de la Reserva Federal. "Wall Street ha colocado una pistola en la cabeza de los políticos y les conmina: dadnos el dinero ahora mismo o ateneros a las consecuencias", replicó implícitamente William Greider desde el semanario The Nation, "buque insignia de la izquierda", en un artículo sarcásticamente titulado El socialismo de Goldman Sachs.

La repercusión en la campaña electoral fue decepcionante, quizá porque no existe desde hace más de 20 años una alternativa global para el sistema. Ninguna semejanza con la caída del Muro de Berlín en 1989, símbolo del ocaso irremediable de un comunismo incapaz de reformarse, o la apostasía de China. El retorno de Marx no es un pronóstico para mañana, aunque su requisitoria adquiere un interés innegable ante el proceso de globalización en curso y la lacerante cuestión social, el abismo creciente entre ricos y pobres, que aflige a Occidente cuando la crisis aprieta y que afecta a tres cuartas partes de la humanidad.

El debate se libra entre liberales a ultranza, que denuncian la invasión de las hordas burocráticas (big government), y tibios socialdemótas, persuadidos de que el colapso financiero no es una venganza de John Maynard Keynes, el cual consideraba la inyección de dinero público como una medida estrictamente temporal, porque "a largo plazo todos estaremos muertos". Los seguidores de Milton Friedman, adalides del retorno a la economía clásica, en su versión menos dogmática, tienen una gran ventaja académica y entre los asesores de la clase política.
Los planificadores de la economía e incluso de la libertad que proliferaron tras la victoria de 1945, predicadores de una utópica convergencia entre los dos bloques de la guerra fría, hicieron mutis en el escenario político. La controversia es pragmática y sigue centrada en la decadencia del imperio, en la necesidad de adecuar los fines a los medios, como se infiere de la patética carta que el reputado columnista Thomas L. Friedman dirige, como si fuera Bush, a los líderes de Irak: "Mientras los norteamericanos pierden sus hogares y se hunden en la deuda no pueden entender por qué estamos gastando mil millones de dólares diarios para hacer que los iraquís se sientan más seguros en sus casas".

Desaparecido en el combate someramente ideológico el presidente Bush, en sus últimos cuatro meses, el dinamismo del secretario del Tesoro y del presidente de la Reserva Federal desbordó a los aspirantes a la Casa Blanca, los senadores John McCain y Barack Obama, que ni esperaban el desastre ni tenían preparado un protocolo de primeros auxilios, aunque la crisis económica desplazó a la guerra de Irak como la cuestión más relevante. Por eso firmaron un comunicado conjunto y patriótico, tras ser requeridos por Bush, para enterrar sus reticencias ante la amenaza del cataclismo, pese al escepticismo del público y los reductos de la rebelión populista en el Congreso.

La campaña prosiguió sin enjundia, superficial y cautelosa, como si los candidatos tuvieran miedo a decir lo que piensan o solo pensaran por procuración, más pendientes del error del adversario que del acierto propio. "La muerte de la política", deploran en The Washington Post. Sus programas han sido zarandeados por la crisis. Ni las rebajas de impuestos de McCain, en la estela republicana, ni el aumento del gasto público en los servicios sociales de Obama, como corresponde a unos demócratas identificados con la voracidad fiscal, podrán ser aplicados tras la sangría multimillonaria para redimir de sus pecados a la aristocracia de las finanzas en bancarrota.

La desenvoltura de Bush para abandonar su última trinchera ideológica --la aversión al intervencionismo-- es la penúltima derrota de los neoconservadores y ultraliberales que inspiraron su presidencia o, al menos, que atrajeron las críticas más virulentas por sus quimeras de expandir la democracia sin reparar en los dispendios. Bush actúa bajo la presión de los hechos, delega en el tándem Paulson-Bernanke, se olvida del dogma y está bajo la influencia de los pragmáticos, a los que se ha pasado con armas y bagajes la secretaria de Estado, Condoleezza Rice.

El naufragio de Wall Street quizá no simbolice el retorno de la historia con sus conflictos permanentes, pero contribuye a polarizar las posiciones. Los dos candidatos han sido suplantados en su visión inevitablemente centrista y moderada por los radicales de ambos partidos en el Capitolio. Por eso no se sabe si la política se esfuma o vuelve por sus fueros, pese a la penuria ideológica de los principales contendientes.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.