Egipto: islamizar la modernidad

Las revueltas antidictatoriales de la primavera árabe suscitaron una generalizada reacción de sorpresa y satisfacción en el mundo democrático. Al fin la imagen del Islam se separaba nítidamente del terrorismo protagonizado por al-Qaeda y se abría la posibilidad de que una variada gama de regímenes corruptos y opresores cediese paso a gobiernos en que cupiera una u otra forma de participación popular. Estuvo de más sin embargo el bienintencionado optimismo, que a partir de lo sucedido en Túnez y en Egipto apostó por la teoría kissingeriana del dominó, profetizando que un país tras otro derrocaría a sus autócratas para implantar la democracia. Con ello de paso quedarían plenamente descalificadas en tanto que islamófobas las previsiones pesimistas sobre la incompatibilidad de Islam y democracia.

Las cosas resultaron más complejas, aunque siempre lógicas. Para empezar, allí donde la dictadura consistía en lo que calificaríamos de régimen autoritario, casos de Egipto y Túnez, con un cierto grado de pluralismo instalado entre el poder y la sociedad —ningún ejemplo mejor que los Hermanos Musulmanes—, la demolición fue relativamente fácil; donde, como en Libia o en Siria, imperaba un neosultanismo —corrijamos la etiqueta “sultanismo” de Linz por respeto al imperio otomano—, la autocracia se resistió a sangre y fuego. El efecto químico-político de simpatía, de estallidos simultáneos de masas separadas, que caracterizara a las revoluciones de 1830, 1848 o 1917, se repitió en 2011 para el mundo islámico, pero con resultados dispares. En la marcha hacia una democracia pluralista, dejando al margen la excepción híbrida marroquí, Túnez y Egipto fueron los sobrevivientes.

En ambos países, el legado colonial había posibilitado la formación de élites urbanas con un buen conocimiento del mundo cultural y político europeo, así como del propio país. No obstante, con las elecciones, el protagonismo de la movilización popular en la caída de las dictaduras fue transferido a los movimientos islamistas que prácticamente nada habían hecho para derrocar a Mubarak y a Ben Alí. Contó en Egipto la hegemonía ya adquirida en la sociedad por los Hermanos Musulmanes y en Túnez el denominador común religioso frente a la débil presencia de los partidos laicos, más el marchamo de la persecución que afectó a En-nahda, la versión local de los mismos Hermanos Musulmanes. Y tanto en Egipto como en Túnez, el auge del islamismo mayoritario se vio acompañado por la entrada en escena de su apéndice radical, el salafismo.

Para los Hermanos Musulmanes, los salafíes son simultáneamente un competidor y un apoyo, a pesar de su gusto por la violencia para imponer la islamización de las costumbres. Son un apoyo en la medida que los Hermanos pueden así justificar medidas “ortodoxas”, con la presión salafí como coartada. Una buena muestra es lo ocurrido en las últimas semanas, con la introducción de modificaciones acentuando el islamismo en el proyecto constitucional egipcio, frente a la oposición rotunda de laicos, coptos y musulmanes, que desconfían de la voluntad dictatorial de los Hermanos. A la vista de la fallida declaración institucional del presidente Morsi de 22 de noviembre, tendente a la asunción de plenos poderes, un temor plenamente justificado. Solo faltaba que en la Constitución se introdujeran, como ha sucedido, correcciones que permiten convertir al Estado formalmente democrático en un régimen islamista.

La distancia entre Túnez y Egipto se ahonda por la presencia gubernamental allí de dos partidos laicos y por la capacidad de movilización femenina, que acabó con la pretensión islamista de considerar a la mujer como complementaria del hombre en el texto constitucional. En Egipto, por el contrario, la generalización del abuso sexual, hasta la brutalidad como se vio en Tahrir, no ha conmovido a los islamistas a la hora de colocar a la mujer en la Constitución en su puesto tradicional de emblema de la familia (art. 10). Finalmente, tampoco cabe olvidar que cuando en 2007 los Hermanos Musulmanes redactaron su plataforma política, orientada a un régimen político de tipo iraní, con un Presidente respaldado por un Consejo de Ulemas, parecido al Consejo de Expertos de Irán, el líder tunecino de En-Nahda lo criticó duramente. Rashid Gannushi piensa que un Estado interventor, incluso islámico, sería el mayor enemigo de la religión, sin que nada oscurezca las ventajas de la democracia.

Gannushi es un experto en Ibn Taymiyya, “el Jeque del Islam”, nosotros diríamos el Santo Tomás del Islam, un gran pensador que a fines del siglo XIII definió las líneas maestras de lo que será el ideal del islamismo, una sociedad de creyentes gobernada rígidamente por la sharía. No es ese su propósito. En cambio, desde su fundación en 1928 por Hassan al-Banna, el ideario de los Hermanos Musulmanes supuso una actualización militante —como hubiera querido Ibn Taymiyya— de tal enfoque. Primero la declaración de principios fue “el Corán es nuestra Constitución”, como en 2005 “el Islam es la solución”, gestando entre persecuciones una microsociedad asistencial que prefiguraba un orden cerrado frente al pluralismo político, la libertad de expresión y una cultura contaminada por Occidente. Para sobrevivir a las represiones sucesivas, los Hermanos Musulmanes tuvieron que hacer gala de doblez y pragmatismo. Desde abajo, impulsaron con éxito la islamización progresiva de la sociedad egipcia. Ahora tienen la posibilidad de consumar la tarea.

Para entender los puntos más conflictivos del texto constitucional de hoy, es preciso tener en cuenta el programa de 2007, adaptado tras la caída de Mubarak a las exigencias del ambiente antidictatorial. El eje del proyecto consiste en la aplicación de la sharía, “en la que todo el pueblo egipcio cree” (sic). Debe ser la fuente primaria de la legislación, informar toda la política del país y, aspecto bien significativo, “constituir la base de los principios culturales tanto de los musulmanes como de quienes no lo son”. El pluralismo no interesa.

De ahí la ficción en el Proyecto constitucional de mantener la difusa fidelidad a “los principios de la sharía” (art. 4), eco de la tolerante Constitución de 1971, para luego concretar que esos principios están fijados en la normativa sunní –shíies fuera-, esto es, en el Coran y las sentencias del Profeta (art. 219). Libertad de expresión y prensa, sí (arts. 45-48), pero sin posible conflicto con “los principios…”, sometidos entonces al 219. La función del Consejo de los Expertos iraní es transferida como órgano consultivo “en materias pertenecientes a la ley islámica” al centro islamista por excelencia, la Universidad de al-Azhar (art. 4). Cierran el círculo un Presidente con amplísimos poderes y una segunda cámara, Consejo de notables o de la shura —referencia coránica— cuyo acceso queda aun por decidir (art. 129). La cuadratura del círculo está lograda: un marco democrático para “el gobierno de la sharía”.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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