¿Egipto puede convertirse en una verdadera democracia?

La renuncia de Hosni Mubarak como presidente de Egipto marca el inicio de una etapa importante en la transición de ese país hacia un nuevo sistema político. Ahora bien, ¿la transición política en definitiva conducirá a la democracia?

No podemos saberlo con certeza, pero, en base a la historia de gobierno democrático, y a las experiencias de otros países –el tema de mi libro, El buen nombre de la democracia: el ascenso y los riesgos de la forma de gobierno más popular del mundo-, podemos identificar los obstáculos que enfrenta Egipto, así como las ventajas con las que cuenta, a la hora de construir democracia política.

Para entender las perspectivas democráticas de cualquier país es preciso empezar con una definición de democracia, que es una forma híbrida de gobierno, una fusión de dos tradiciones políticas diferentes. La primera es la soberanía popular, el régimen del pueblo, que se ejercita a través de elecciones La segunda, más antigua e igualmente importante, es la libertad.

La libertad se presenta en tres varintes: libertad política, que adopta la forma del derecho de los individuos a la libre expresión y asociación; libertad religiosa, que implica libertad de adoración a toda fe; y libertad económica, que está representada en el derecho a la propiedad.

Las elecciones sin libertad no constituyen una democracia genuina, y aquí Egipto enfrenta un serio desafío: su grupo mejor organizado, la Hermandad Musulmana, rechaza la libertad religiosa y los derechos individuales, especialmente los derechos de las mujeres. El vástago de la Hermandad, el movimiento palestino Hamas, ha establecido en la Franja de Gaza una dictadura brutal e intolerante.

En condiciones de caos, que Egipto podría enfrentar, el grupo mejor organizado y más implacable es el que suele tomar control del gobierno. Este fue el destino de Rusia después de su revolución de 1917, que llevó a los bolcheviques de Lenin al poder y condenó al país a 75 años de régimen totalitario. De la misma manera, la Hermandad Musulmana podría apropiarse del poder en Egipto e imponer un régimen mucho más opresivo que el de Mubarak.

Aún si Egipto evita el control de los extremistas religiosos, la anatomía de dos partes de la democracia hace un progreso rápido y tranquilo hacia una problemática del sistema democrático. Mientras que las elecciones son relativamente fáciles de llevar a cabo, la libertad es mucho más difícil de establecer y sostener, ya que requiere instituciones –como un sistema legal con tribunales imparciales- de las que Egipto carece, y lleva años construir.

En otros países que se han vuelto democracias, las instituciones y prácticas de libertad muchas veces surgieron del funcionamiento de una economía de libre mercado. El comercio alienta los hábitos de confianza y cooperación de los que depende una democracia estable. No es accidental que una economía de libre mercado antecediera la política democrática en muchos países en América Latina y Asia en la segunda mitad del siglo XX.

Aquí, también, Egipto corre con desventajas. Su economía es una variante del capitalismo amiguista, en el que el éxito económico depende de las propias conexiones políticas, y no de la competencia meritocrática del libre mercado de la que crece la libertad.

Egipto sufre otra desventaja política: es un país árabe, y no hay democracias árabes. Esto importa, porque los países, al igual que los individuos, tienden a emular a otros a los que se parecen y admiran. Después de derrocar al comunismo en 1989, los pueblos de Europa central gravitaron hacia la democracia porque esa era la forma prevaleciente de gobierno en los países de Europa occidental, con los que se identificaban fuertemente. Egipto no tiene un modelo democrático semejante.

Sin embargo, Egipto está en mejores condiciones para abrazar la democracia que los otros países árabes, porque los obstáculos a la democracia en el mundo árabe son menos extraordinarios en Egipto que en otras partes. Otros países árabes –Irak, Siria y Líbano, por ejemplo- están marcadamente divididos en líneas tribales, étnicas y religiosas.

En las sociedades divididas, el grupo más poderoso muchas veces no está dispuesto a compartir el poder con los demás, lo que resulta en una dictadura. Egipto, en cambio, es relativamente homogéneo. Los cristianos, que representan el 10 % de la población, son la única minoría considerable.

El petróleo que los países árabes del Golfo Pérsico tienen en abundancia también funciona en contra de la democracia, ya que crea un incentivo para que los gobernantes retengan el poder indefinidamente. Los ingresos petroleros les permiten sobornar a la población para que se mantenga políticamente pasiva, a la vez que desalientan la creación del tipo de sistema de mercado libre que alimenta la democracia. Afortunadamente para sus perspectivas democráticas, Egipto sólo tiene reservas muy modestas de gas natural y petróleo.

El hecho de que el gran movimiento de protesta que se materializó repentinamente hasta ahora haya sido un movimiento pacífico también cuenta como una ventaja para construir democracia. Cuando un gobierno cae violentamente, el nuevo régimen normalmente gobierna por la fuerza, no mediante procedimientos democráticos, aunque más no sea para mantener a raya a aquellos que derrotó.

La causa de la democracia en Egipto tiene otro activo, el más importante de todos. La democracia requiere de demócratas –ciudadanos convencidos del valor de la libertad y la soberanía popular, y comprometidos con su establecimiento y preservación-. Los sentimientos políticos de muchos de los cientos de miles de personas que se reunieron en la plaza Tahrir del Cairo en las últimas tres semanas dejan escasas dudas de que quieren la democracia, y están dispuestas a trabajar y hasta sacrificarse por ella.

Si son lo suficientemente numerosos, si tienen los suficientes recursos, si son lo suficientemente pacientes, lo suficiente inteligentes y lo suficientemente valientes –y si tendrán la suerte suficiente para lograrlo- es un interrogante que sólo el pueblo de Egipto puede responder.

Por Michael Mandelbaum, profesor de Política Exterior Norteamericana en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados Johns Jopkins (SAIS) en Washington D.C., y autor de Democracy’s Good Name: The Rise and Risks of the World’s Most Popular Form of Government.

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