Egipto vuelve a la primera república

Abdul Fatah al Sisi, el ministro de Defensa egipcio, elevado al supremo rango militar de mariscal de campo el pasado 1 de febrero, será casi con seguridad el próximo presidente de Egipto en las elecciones previstas en el plazo de dos meses. Su rápido ascenso prácticamente del anonimato como responsable de los servicios de inteligencia militar hace tan sólo ocho meses y sus llamamientos directos y carismáticos a la sociedad egipcia desde el derrocamiento del presidente Mohamed Morsi el 3 de julio del 2013 han incitado a muchos a compararlo con el primer presidente de Egipto, Gamal Abdel Naser. Naser, entonces un coronel, desempeñó un papel fundamental en el derrocamiento de la monarquía egipcia en 1952, antes de convertirse en presidente en referéndum en 1956.

Egipto vuelve a la primera repúblicaLa confirmación de Al Sisi como icono nacional según el molde de Naser parece asegurada. Con su nominación por parte de las fuerzas armadas y la ausencia de oponentes entre sus filas, Al Sisi se convertirá igualmente en presidente de una forma que equivale a la aclamación y no mediante unas elecciones con presencia de rivales. Mientras el primer ministro Hazem el Beblaui comparó a Al Sisi con un moderno De Gaulle o Eisenhower, el exministro de Exteriores y excandidato presidencial Amro Musa proclamó que la presidencia de Al Sisi “allanaría el camino hacia un Estado civil basado en derechos y libertades”.

Musa, que hablaba sin aparente ironía, aludió también al paralelo histórico con la era Naser, añadiendo que “la tercera república en Egipto empezará bajo el mandato de Al Sisi”. No obstante, Egipto nunca llegó a tener una segunda república… La transición posterior a Mubarak fue abortada por la debilidad y las divisiones de los partidos, la inepta gestión durante quince meses por parte del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, la incapacidad de los líderes de los Hermanos Musulmanes y de Morsi de entender que la naciente democracia exigía la construcción de un consenso y la intervención militar de final de julio del 2013.

En lugar de dirigirse hacia la tercera república, Egipto avanza en dirección contraria y vuelve de regreso a la primera. La retórica populista se despliega ante nuestros ojos. En su declaración del 27 de enero de este año, con ocasión del nombramiento de Al Sisi, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas lo describió como un mandato solicitado por “las masas”. La elección del término masas señala un distanciamiento del contundente eslogan de la revuelta del 25 de enero: “El pueblo quiere...”. En lugar de reafirmar la noción de la voluntad soberana del pueblo, situado en el corazón de la democracia, las fuerzas armadas la han sustituido por el vago término de masas, tan caro a los autócratas demagógicos.

Se trata de un claro salto atrás a la era Naser, pero recuerda también la yamahiriya (Estado de masas) declarada en 1977 por el coronel Gadafi. En ambos casos, un líder carismático reivindica un vínculo directo con el pueblo que le permite usar las instituciones del Estado para cimentar su poder personal y eliminar a los agentes sociales que puedan plantearle un desafío político. Pero el resultado fue un debilitamiento de la vida política y de la sociedad civil sin promover el funcionamiento administrativo y económico del Estado.

Al Sisi reivindica un vínculo similar con el pueblo, pero ya está atrapado en un callejón sin salida. Su principal electorado en su vertiente social –y único instrumento político– es el conjunto de instituciones del Estado que apoyó su toma del poder en julio: las fuerzas armadas, el Ministerio del Interior, la judicatura y los sectores más altos de la administración. Naser intentó repetidamente afianzar su relación con las instituciones del Estado mediante la creación de un instrumento político viable para la movilización de las masas, pero todos sus esfuerzos fracasaron: en primer lugar, el Reagrupamiento para la Liberación, posteriormente la Unión Nacional y, finalmente, la Unión Socialista Árabe.

A Al Sisi no le irá mejor. Organizó un mosaico de socios políticos que permitieron la formación del gobierno de Beblaui a mediados de julio, pero esta coalición funcionó de modo tan carente de ajuste como el Consejo del Mando de la Revolución creado por los Oficiales Libres para gobernar Egipto después de tomar el poder en 1952. Este consejo, que combinó elementos liberales partidarios del libre mercado, Hermanos Musulmanes y comunistas, perdió un componente clave tras otro hasta ser destripado por Naser en 1954.

El gobierno de Beblaui representa una incompatible combinación similar de programas políticos y exigencias socioeconómicas. Hasta ahora ha disimulado las diferencias en su seno mediante la subida de salarios y el anuncio de nuevas inversiones y reformas para atraer capital extranjero, pero ello ha sido posible únicamente gracias a la ayuda financiera y económica de varios países del Consejo de Cooperación del Golfo por valor de 12.000 millones de dólares, si bien no seguirán apuntalando los déficits comerciales y presupuestarios egipcios indefinidamente.

Los profundos problemas estructurales de Egipto siguen existiendo en la actualidad: el auge de la última década de Mubarak en el poder fue acelerado por la especulación inmobiliaria y no se vio acompañado por similares incrementos de la productividad y la eficacia. El gobierno de Beblaui –o cualquier futuro gobierno– pretende impulsar un programa económico neoliberal, pero no acaba de encajar con los intereses y las expectativas de las instituciones del Estado que conforman la principal base electoral de Al Sisi.

No obstante, es necesaria una reforma en profundidad de la administración del Estado y del sector público, junto con la democratización de la estructura de la administración local, no sólo para garantizar el apoyo y la inversión extranjeros, sino también para reducir el peso muerto del legado de la burocracia autoritaria de Egipto sobre la vida política y económica.

No ayuda el hecho de que ni Al Sisi ni el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas carecen de una visión económica del país, a diferencia de las fuerzas armadas turcas, que, por otra parte, tras su golpe de Estado de 1980, planificaron activamente devolver el poder a los partidos civiles elegidos democráticamente, lo que llevaron a la práctica en 1983. En cambio, Al Sisi se hace a sí mismo presidente. Y, al convertir a las fuerzas armadas en el principal factor de influencia en la coalición de las instituciones del Estado que gobierna actualmente Egipto, ha atrapado a las mismas fuerzas armadas en un factor comprometido a apoyar y sostener su presidencia, vinculando su suerte a problemas al parecer insolubles para los que no ofrece auténticas soluciones.

Bajo tales condiciones, Egipto experimentará una prolongada polarización política y social. Aún peor, sufre una notable erosión de legitimidad constitucional: ha tenido tres constituciones en otros tantos años y diversas declaraciones constitucionales, pero ninguna ha solucionado su necesidad de una transición plena de un régimen autoritario a una política auténticamente democrática.

Digan lo que digan sus oponentes, Al Sisi probablemente no intentó convertirse en presidente desde el principio. Más bien parece haber planeado inicialmente situarse a sí mismo como agente intermediario y distribuidor del poder tras la presidencia y garantizar los intereses de las fuerzas armadas a perpetuidad. No obstante, cada iniciativa que ha tomado ha reducido las posibles opciones que adoptar en la siguiente fase, de modo que resulta difícil volverse atrás. Sin embargo, Al Sisi ha mostrado destreza en imitar las atribuciones de poder por parte de Naser y hace gala de una táctica esmerada, aunque es flojo como estratega político e incapaz de elaborar un plan o de prever los puntos de encuentro a los que le lleve la dinámica social, económica e institucional del país.

Al Sisi, casi con seguridad, acabará su mandato –a diferencia de la figura que depuso, Morsi– pero a costa de llevar de regreso a Egipto a la primera república.

Yezid Sayigh, investigador asociado del Centro Carnegie sobre Oriente Medio, Beirut Traducción: José María Puig de la Bellacasa

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