Ejemplaridad británica

José María Lassalle, diputado del Grupo Popular en el Congreso (ABC, 19/07/05).

Londres ahora. ¿Después...? Esa es la pregunta que muchos se hacen. Poco importa, desgraciadamente. Allá donde golpee Al Qaida nos estará agrediendo a todas las sociedades abiertas. Occidente está sufriendo un acoso más duro de lo que algunos están dispuestos a reconocer. Nueva York, Madrid, Londres... Los ataques terroristas están ahí y habrá que admitir que no van a ser evitados con diálogo ni con gestos de buena voluntad. El terror islamista sólo dejará de agredirnos cuando sea derrotado. Para lograrlo habrá que desplegar una estrategia inteligente basada en la fuerza y la seducción. Habrá que tejer alianzas, muchas veces transversales con las corrientes que dentro del islam luchan por su modernización. Pero todo esto no servirá de nada si al mismo tiempo Occidente no muestra su voluntad decidida de plantar cara al chantaje totalitario de los islamistas.

Al Qaida nos ataca porque nos teme. Estamos ante un movimiento reaccionario que combate, como diría Berlin, la ejemplaridad «decente» de nuestra forma de vida. Al Qaida es una huida hacia adelante violenta que trata de entorpecer lo que ve que es el peligroso contagio de un Occidente disolvente que erosiona el mundo de las estructuras trascendentes, sustituyendo una cosmovisión teocrática por otra democrática y liberal donde la fe, siendo importante para muchos y motivo de respeto para todos, sin embargo, no impregna ni puede legitimar con vocación fundante el discurso político de las sociedades abiertas. Por eso el integrismo islamista quiere evitar lo que ve como un seguro fin si no se obstaculiza o se destruye. De ahí que ataque aquello en lo que los occidentales creemos, aquello que constituye la base de las convicciones que sostienen nuestra libertad.

Quieren que tiremos la toalla de nuestro esfuerzo por seguir haciendo nuestras sociedades más abiertas, más prósperas, más laicas y tolerantes, más cosmopolitas e igualitarias, más técnicas y científicas. Y quieren hacerlo porque saben que, si no lo hacen, sus sociedades también lo serán bajo la corriente imparable de la globalización.

Su visión teocrática del mundo y del hombre se ve amenazada por la energía modernizadora que genera Occidente a su paso. En este sentido, para el islam totalitario la vecindad de una Europa que proyecta la ejemplaridad de sus instituciones es la mayor de las amenazas y la fuente de sus principales inquietudes. Que hombres y mujeres convivan en un mismo espacio público sin privilegios de unos sobre otras. Que el conocimiento científico avance sin pedir permiso a ninguna autoridad religiosa. Que nadie sea discriminado por su sexo o su orientación sexual. Que los contratos tengan fuerza de ley al margen de la voluntad de Dios. Que la libertad de las costumbres genere en su espontaneidad un orden pacífico semejante al que opera en el mercado gracias a la libertad de la oferta y la demanda. O que puedan convivir confesiones sin hostilidad entre ellas gracias a un Estado que respeta el fenómeno de la fe sin más imposición que la que dimana de la primacía de la legalidad... Todo ello constituye la policromía compleja de un cuadro social de factura intolerable para los islamistas. Tan intolerable que tratan de ennegrecerlo a brochazos terroristas con el fin de evitar que su colorido plástico acabe despertando deseos de emulación en las sociedades islámicas.

Los terroristas buscan destruir nuestra resistencia. Conocen bien nuestros malos humores colectivos. Digamos que han leído a Hobbes y lo han reinterpretado en clave posmoderna. Quieren que Occidente renuncie a su identidad liberal e igualitaria, a su proyecto colectivo de progreso cosmopolita. Buscan inocular el miedo entre los occidentales. Desean que éstos anhelen refugio bajo las alas protectoras de los nuevos populismos que a derecha e izquierda tratan de edificar una suerte de Leviatán transversal a través del cual Occidente sufra la impostura de renunciar a sí mismo: bien transformarse en una especie de Arcadia conservadora que la «bunkerice» frente al exterior cultivando internamente una falsa fortaleza unitaria en torno a esencias superadas gracias a la Ilustración y la Modernidad, bien convirtiéndose en una pseudo-utopía «finlandizada» que nos haga vivir instalados en una cultura de apaciguamiento que doblegue nuestro orgullo de sociedades libres y abiertas.

En este sentido, los ataques islamistas buscan provocar nuestro miedo. Saben que a través de él los fantasmas de Occidente pueden volver a poblar nuestros imaginarios políticos. Son conscientes de que, como decía Popper, la civilización liberal puede perderse con el hecho de que una sola generación renuncie a ella al no estar a la altura de su merecimiento. Es más, creen que nuestro hedonismo utilitario y el clima de bienestar generado por el capitalismo técnico en el que vivimos instalados han secado las fuentes de nuestra fe en la libertad y en los principios anudados a ella: la igualdad, la tolerancia y el pluralismo.

Se equivocan. El Reino Unido nos ha dado una lección de libertad y heroísmo liberal tras el 7-J. Incólume ante la adversidad, segura de sí misma y consciente de la superioridad moral de los valores que sostienen su modo de vida y sus instituciones democráticas, la sociedad británica ha soportado el embate del terror con unidad, entereza y dignidad. Han sufrido, pero no se han visto traumatizados por el dolor colectivo. Han respondido a la agresión con la normalidad, insistiendo en que la defensa de la libertad no exige golpes de pecho sino esa «pasión sosegada», en palabras de Hutcheson, que la afirma en el día a día de una cotidianidad que habla el lenguaje de quien no está dispuesto a renunciar a seguir viviendo dentro de la benevolente atmósfera colectiva de una sociedad abierta.

Quien crea que va a doblegar a Occidente, que piense que son muchos los que nos vemos representados en lo que ha sucedido en el Reino Unido tras los atentados de Londres. Los británicos tienen defectos, y muchos. Pero a la vista de su historia hay algo que resulta motivo de sana envidia: son orgullosamente libres, y eso se nota. A buen seguro que los leones de la plaza de Trafalgar sintieron en su piel la mordedura cobarde de Al Qaida, pero respondieron tensando su rostro y acerando un poco más su desafiante mirada hacia el incierto destino. Lo dicho: toda una lección.