Ejemplaridad: historia de una idea

La ejemplaridad no pertenece a nadie. Desde la aurora de los tiempos ha funcionado como un principio rector en la moralidad de las personas y de los pueblos. Lo saben los padres, los educadores, los gobernantes. Luce en el refranero, en los adagios espumados de la experiencia de la vida y en los dichos de la sabiduría popular. Se recomienda predicar con el ejemplo porque solo el ejemplo predica, mucho más que el ruido de palabras. En esto residía precisamente lo estupefaciente de la situación: la apabullante realidad práctica y cotidiana de la ejemplaridad y su escandaloso olvido por el pensamiento filosófico, ciego ante esta evidencia.

La filosofía es un género literario. A diferencia de la ciencia, cuyas proposiciones son verificadas por el laboratorio o el experimento, la verdad de la literatura (incluyendo la filosofía), imposible de verificar empíricamente, descansa en exclusiva en la virtud persuasiva de la obra y en los consensos que con el rodar de los años los lectores trenzan acerca de ella. El filósofo, como el poeta, se guía por una visión. La mía, sobrevenida hace más de treinta años, puso ante mis alucinados ojos la ontología del universal concreto del ejemplo. ¿Qué es el ser? El ejemplo personal. ¿Cómo se conoce? No mediante un proceso mental de abstracción, como haríamos ante una cosa impersonal, sino mediante una praxis: la repetición, la imitación. Puse esta intuición en el centro absoluto de mi meditación filosófica y me tomé mi tiempo confiando en que algún día en mi oficio literario, que tan tórpidamente se desempeñaba hasta entonces, se cumpliera el verso de Hölderlin: «Quizá pronto madure nuestro arte para la plenitud de la belleza». El empeño se me representaba inmenso debido a la fuerza expansiva de la ejemplaridad que atravesaba, fecundándolas, todas las disciplinas: psicología, ética, sociología, derecho, ciencia política, historiografía, teoría de la cultura, estética, antropología, ontología y hasta teología. Esta capacidad de irradiación retrasó la salida de la primera entrega de la tetralogía hasta 2003. En los diez años siguientes vieron la luz las otras tres. Y ahora una edición conjunta patentiza, por vez primera, la unidad de la visión originaria.

Hasta hace bien poco, el concepto de ejemplaridad no gozaba de actualidad alguna. Al contrario, la cultura lo miraba con no disimulado desvío, como cosa tan rancia y anticuada como los antiguos flossantorum, tolerable mientras no abandonase los confines de la pedagogía infantil. Dispongo de una prueba concluyente de este desdén. En 2009 mandé el manuscrito de Ejemplaridad pública –la tercera entrega de la tetralogía– a la editorial, y esta, que conoce el sector, desea vender muchos libros y acumula vasta experiencia sobre cómo hacerlo con éxito, me invitó a cambiar el título del mío por otro mejor, más atractivo, más actual. Excuso decir que no acepté y, para sorpresa de todos, autor incluido, desde el primer minuto de la publicación se desencadenó un proceso de amplísima recepción social del concepto enunciado en el título dándose así el caso de que, en un efecto bumerán, la filosofía restituía al lenguaje cotidiano lo que este ya poseía antes sin plena conciencia de ello.

La popularización comportaba a la fuerza una simplificación del significado filosófico de la idea, a cuya amplitud, profundidad y riqueza trata de hacer justicia la tetralogía. La atención de la opinión pública se concentró en un solo capítulo de dicho libro, el último, que aplica los resultados teóricos ganados en los nueve anteriores al caso particular de los funcionarios, los políticos y la Corona. Como compensación a este reduccionismo semántico, la recepción ha sido transversal, sin acepción de personas o ideologías: ningún partido, clase social, institución o medio de comunicación, aun usándolo con profusión, ha pretendido apropiarse de la ejemplaridad. Se ha convertido en moneda corriente que pasa de las manos del pueblo llano a las del jefe del Estado, tanto el anterior, que se sirvió de él en sus discursos navideños, como el actual, que lo mencionó en la solemnidad de su proclamación y en ese otro más reciente ante la asamblea general de la ONU.

¿A qué obedece esta propagación masiva de una idea? Con estricta independencia de mi literatura, ceñida al estrecho círculo de los lectores de ensayo filosófico, ocurrió que había una doble demanda sentida por la ciudadanía que los otros conceptos entonces vigentes no satisfacían con plenitud.

La versión clásica del Estado de Derecho ha creído que bastaba con respetar la legalidad para asegurarse una sociedad justa y bien ordenada. «Cumple la ley y haz lo que quieras», parecía decir. Si algo nos ha enseñado la crisis, durante la que hemos sido testigos de comportamientos legales pero merecedores de duro reproche moral, es que el cumplimiento de la ley es condición necesaria pero no suficiente. Muchas han sido las conductas no sancionables en Derecho que, sin embargo, repugnaban a un sentido elemental de lo decente y lo honesto. Por otro lado, la vida privada, una de las conquistas de la modernidad, presenta un doble costado, jurídico y ético. «¿A quién le importa lo que yo haga?», preguntaban Alaska y Dinarama en la edad de oro del pop español. Desde una perspectiva jurídica, a nadie, respondo, porque cada uno, en efecto, tiene derecho a elegir la vida que prefiere sin interferencias indebidas mientras no perjudique a tercero. Desde una perspectiva ética, en cambio, importa a todo el mundo. Para empezar, importa a la propia conciencia, que discierne entre vidas superiores e inferiores, unas acreedoras de más estima moral que otras. Y en segundo lugar, importa, y mucho, a los demás, porque cada vida constituye un ejemplo que influye positiva o negativamente a tercero dispensándole un beneficio o un perjuicio, no menos real este porque no sea jurídicamente perseguible. Y si sobre todos recae la responsabilidad del propio ejemplo, la de los políticos es aún mayor porque mayor es también la intensidad de su impacto, y más amplio el círculo de su influencia.

Se demandaba una palabra que designara ese plus de exigencia moral extrajurídica, y, por otro lado, esa responsabilidad que involucra la integridad de la propia vida, incluyendo la privada. Y entonces hizo su entrada la ejemplaridad, concepto que por su propia naturaleza excede de lo meramente normativo y además no admite parcelaciones en la biografía porque sugiere aquello que Cicerón denominó «decorum», una rectitud genérica que involucra todas las esferas de la personalidad y hace que su poseedor inspire confianza y sea considerado digno de crédito.

He aquí cómo las cepas de una viña sin dueño dieron un vino que, tras fermentar lenta y amorosamente en las barricas de la filosofía, empezó a servirse embotellado en todos los hogares.

Javier Gomá Lanzón, filósofo y director de la Fundación Juan March.

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