Ejemplaridad pública, diez años después

«Ejemplaridad pública» se publicó en otoño de 2009. Años después, se integró como tercera entrega en la «Tetralogía de la ejemplaridad» (Taurus, 2014; DeBolsillo, 2019). Naturalmente, a lo largo de cuatro libros y más de un millar de páginas, hay ocasión de tocar muchos asuntos. Pero cuando me invitan a comprimir su contenido en apretada fórmula, suelo decir que la «Tetralogía», en último término, propone una ontología y una pragmática desde la perspectiva del universal concreto del ejemplo. Aunque ontología y pragmática son palabras rimbombantes, enfáticas, de una solemnidad anticuada, basta un poco de buena voluntad para que se dejen traducir a preguntas de lo más corrientes: ¿Qué hay en el mundo? (Ontología). Dado lo que hay, ¿qué hacer? (Pragmática). En «Ejemplaridad pública» las cuestiones ontológicas afloran en momentos centrales de su discurso, pero la cuestión pragmática prevalece. Es más, es el lugar donde se define y desarrolla de manera más ordenada, extensa y razonada el ideal que la tetralogía enuncia.

Un ideal es una propuesta de perfección humana con pretensión de universalidad. Cuanto hay de bueno, verdadero, justo, decente, bello, útil, santo, en suma, cuanto hay de excelente en la vida, lo concentra, felizmente armonizado, esa figura ideal. No es un espejo del rostro real de los individuos históricos, sino su imagen mejorada, estilizada, luminosa, llena de dignidad y nobleza, en la que dichos individuos encuentran su ser y su destino y a la que anhelan asemejarse.

El ideal cumple dos capitales funciones sociales. Es, primero, fundamento de la sana crítica a las injusticias del presente, el deber-ser escrutando al ser. La crítica sólo puede practicarse cuando se compara la realidad que observamos y el ideal que anhelamos y, si de esa comparación sale una distancia excesiva, la denunciamos en nombre precisamente del ideal, sin el cual el crítico no pasa de criticón. En segundo lugar, es palanca y resorte del progreso moral de los pueblos, que, seducidos por dicha imagen mejorada y activados en esa dirección, avanzan hacia su propio perfeccionamiento salvando los obstáculos íntimos a la imperfecta naturaleza humana.

Conocemos el ideal griego, el romano, el gótico-medieval, el renacentista, el ilustrado, el romántico. Cada época histórica ha tenido el suyo y no es concebible una huérfana de él, porque el ideal es justamente lo que presta los rasgos diferenciadores a una cultura. Ahora bien, ¿cuál diríamos que es el ideal de nuestra época? ¿Qué propuesta de perfección humana es característica de la civilización democrática, capaz de movilizar el entusiasmo colectivo? Muchos factores han concurrido para que el actual estadio de la cultura, postmoderno y tecnológico, haya retrasado la enunciación de su específico ideal. «Ejemplaridad pública» se escribió para contribuir, en la medida de las escasas fuerzas de su autor, a cubrir esta laguna.

A la luz del ideal, el libro ofrece un programa de reforma de la vulgaridad triunfante basado en la aplicación, convenientemente adaptada a nuestra hora, de dos principios weberianos: el carisma y su rutinización, la costumbre. El carisma, energía innovadora y transformadora de lo dado, lo aportan las personalidades ejemplares, cuyo modelo, al imitarse y reiterarse por la mayoría, es generalizado socialmente y genera buenas costumbres democráticas, lecho sobre el que reposa todo edificio político que pretenda ser mínimamente perdurable. El resultado de ese ejemplo convertido en costumbre social sería el ideal buscado de una mayoría selecta, ideal de la decencia nacional podría también llamarse, antítesis de esa minoría selecta que tanto complacía al aristocratismo antiguo. No existe un sustento más sólido para una sociedad bien organizada que una ciudadanía dotada de gusto educado que elige normalmente la civilización en lugar de la barbarie y toma esa decisión, no por miedo al castigo previsto en las leyes para los casos de incumplimiento, sino sostenida por la fuerza de la costumbre mayoritaria que ella misma ha creado y que en un trabajo invisible crea pautas de comportamiento correcto que se espera que todos respeten.

He llegado a la conclusión de que el mayor contrapoder de todos los imaginables, la resistencia más eficaz contra las inmunidades del poder, es una ciudadanía ilustrada, poseedora de una visión culta y un corazón educado. Frente a la tendencia del poder político a hacerse absoluto, una ciudadanía ilustrada que vota a candidatos con algún decoro y que configura una opinión pública vigilante; frente a la tendencia del poder económico al lucro infinito y a la mercantilización de cuanto roza, una ciudadanía ilustrada que consume discriminando entre empresas que practican un comercio justo y las que no; frente a los medios de comunicación que ansían una influencia ilimitada, una ciudadanía ilustrada que compra el periódico, sintoniza el programa de radio o elige canal de televisión que no participen de la campaña general de manipulación informativa. La ciudadanía es, en fin, ese sufragio cotidiano que, votando, opinando, comprando e informándose, confirma una sociedad, siempre inestable y vulnerable a la discordia y a la corrupción, amenazas que mantiene a raya, como espantajo a las alimañas, una mayoría selecta compuesta por ciudadanos que han sabido transformar su vulgaridad natural en ejemplaridad.

Ha pasado una década desde que el libro fue publicado por primera vez. Podría uno preguntarse si desde entonces la ejemplaridad ha aumentado o disminuido en el mundo. Yo creo que en cierto sentido ha aumentado, teniendo presente siempre que la ejemplaridad ha sido definida antes como una «propuesta de perfección» y que la perfección no existe en nuestro mundo imperfecto en el modo en que existe una cosa o una persona. Su modo de ser es ideal y su residencia habitual está domiciliada en la conciencia de los ciudadanos, desde donde sugiere orientaciones, ilumina la experiencia individual y moviliza el deseo.

Que la realidad no se conforme al ideal en cuestión sólo prueba la torpeza de la primera en progresar sin desmentir la excelencia del segundo.

Javier Gomá es filósofo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *