El «proceso» y los jueces

Por José Antonio Zarzalejos, director de ABC (ABC, 12/11/06):

ESTAMOS llegando al núcleo de la cuestión en el mal denominado «proceso de paz», que no es otro que la imposibilidad jurídica y política de que entre esa iniciativa gubernamental y la acción jurisdiccional de jueces y tribunales se establezca un sistema de vasos comunicantes. Cualquier diseño de «negociación política» con ETA -tanto si se ha producido ya en algunos aspectos previos al «alto el fuego», como si se pretende que se produzca más adelante- debe tener presente que el Poder Judicial, aquél al que la Constitución encomienda la administración de la justicia, es independiente del ejecutivo y del legislativo en la aplicación de la ley, sin perjuicio de que la soberanía nacional quede residenciada en las Cámaras representativas, de las que emanan las leyes que luego los jueces y tribunales han de aplicar. En tanto las normas vigentes sigan estándolo, la acción jurisdiccional es imparable, y ni el Gobierno ha podido comprometerse a detenerla, ni los terroristas pueden aspirar a frenarla para lograr así -al amparo del tal «proceso»- la impunidad penal.

A ETA y Batasuna les interesa la territorialidad y la autodeterminación de Euskalherria -la gran patria vasca-, pero saben que hay eufemismos que permiten vender a su militancia logros de naturaleza política -derecho a decidir como sucedáneo del de autodeterminación; órgano de colaboración con Navarra como remedo de la territorialidad; eurorregión con las provincias vascas francesas como evocación de la ensoñación panvasquista-, pero que la materialidad del encarcelamiento no admite paliativo como expresión del imperio de la ley que tanto han combatido y, sobre todo, de la legitimidad del Estado de Derecho y de la ilicitud de su comportamiento criminal. La impunidad se convierte así en una de esas garantías del proceso a que aluden los dirigentes de Batasuna que consideran -en una jerga bélica con énfasis guerrilleros- como acciones de guerra y estérilmente represivas las normales decisiones jurisdiccionales. La apelación a superar ese marco histórico de confrontación es la convocatoria a un desmantelamiento del Estado basado en la Constitución de 1978 que el Poder Judicial asegura en conjunción con la jurisdicción de garantías constitucionales del Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la Carta Magna.
El «proceso de paz» para ETA y Batasuna tiene una significación y un alcance por completo distintos a los de cualquier otra instancia -hay que suponer que también del Gobierno-, porque si para los ciudadanos la iniciativa empieza y termina en un diálogo para el desarme de los terroristas y, eventualmente, en una compensación modulada por la generosidad social, para éstos el trance se presenta como una oportunidad para hacer valer su razón, defendida con asesinatos, destrucción y coacción durante los últimos cuarenta años. De tal manera que el discurso de los dirigentes de este conglomerado criminal intenta introducir al Gobierno y a la propia opinión pública en una esquizofrenia ética y en una psicosis colectiva que haría recaer en los jueces y tribunales la responsabilidad de la inviabilidad del «proceso» en la medida en que aplica leyes que quiebran la simetría en la que se pretende situar a los interlocutores.

Los argumentos de los etarras y batasunos hurgan en la conciencia colectiva de la sociedad española, a la que tratan de convulsionar asimilando la Audiencia Nacional y sus Juzgados Centrales -que componen una jurisdicción ordinaria especializada- al franquista Tribunal de Orden Público, y motejan a jueces y magistrados de ultraconservadores y los signan como funcionarios colonizados por el PP. Estos destellos dialécticos, que atacan a los administradores de la justicia, se conjugan al alimón con las críticas a las resoluciones judiciales que formulan algunos despistados socialistas y se potencian con un comportamiento del fiscal general del Estado -que strictu sensu no forma parte del Poder Judicial-, que desmerece de la prudencia a que debe atenerse y alguna de cuyas decisiones -la sustitución del fiscal encargado del caso de De Juana Chaos, por ejemplo- deteriora la confianza de la ciudadanía en su función, esencial en la promoción de la acción penal y en el carácter imparcial de su intervención en los procesos judiciales.
Los jueces y magistrados -conservadores y progresistas, así como los fiscales, según su propia y pública versión- están siendo injustamente tratados por el sistema político -el Gobierno en algunas manifestaciones intempestivas de su presidente; su partido y los aliados parlamentarios- porque, en definitiva, ellos no hacen sino aquello que deben hacer sin alternativa ni posibilidad de comportarse o actuar de manera distinta en su función jurisdiccional. Cuando los portavoces de la magistratura aducen que «la justicia no está en tregua» y que los jueces y tribunales «no pueden secundar ni dejar de secundar el proceso de paz» están diciendo literalmente una verdad obvia. Porque, además, no sólo se atienen a la ley, sino también a la manera continuada de aplicarla en situaciones previas similares a las actuales -ésa es la utilidad cuasi normativa de la jurisprudencia-, de tal manera que no pueden transformar lo que antes era terrorismo en una acción ahora inocua por el simple hecho de que entre una y otra medie un propósito negociador entre el Gobierno y los delincuentes.
No se sabe qué garantías y qué acuerdos concertaron -y si lo hicieron, como parece- el Gobierno y ETA en los meses precedentes al «alto el fuego permanente» de la banda. Pero, de existir éstos, referidos a la función jurisdiccional, son papel mojado, compromisos que el Estado en modo alguno puede absorber ni considerar. Y cuanto antes asuman ETA y Batasuna que así funcionan los poderes del Estado, mucho mejor, porque dejarán de reclamar al Gobierno lo que no puede darles, que es la impunidad. Y si el Ejecutivo considera que el desbloqueo del mal llamado proceso de paz requiere de medidas que lo dinamicen, que utilice sus competencias: movimiento de acercamiento de presos al País Vasco y medidas de gracia -indultos- y nuevas vueltas de tuerca en las indicaciones correspondientes al Ministerio Fiscal. Tendrá, evidentemente, que pechar con las consecuencias de esas eventuales decisiones -en todo caso, muy graves y de enorme impacto en la opinión pública-, pero será mejor ese desparpajo negociador que la sugerencia pública de sentirse alarmado por las acciones jurisdiccionales de los tribunales, tal y como se ha difundido sin que el Ejecutivo lo desmintiese.

El Poder Judicial es único -no hay justicias autonómicas, todas son la misma- y su estructura es piramidal, lo que, en última instancia, garantiza una aplicación coherente y homogénea de las leyes. Se trata de un Poder del Estado blindado de la injerencia de los otros dos y con una facultad exclusiva -sentenciar y hacer ejecutar lo sentenciado- que ningún Gobierno democrático esquiva. Si el «proceso» con ETA ha avanzado con desconocimiento, omisión, desconsideración u olvido de que en el tablero de la democracia no puede perpetrarse un jaque mate a la justicia, es mejor que unos y otros rebobinen y vuelvan a empezar sobre la certeza de que la impunidad judicial no es posible. Así de sencillo; así de democrático y moralmente sencillo.