El 11-M y la verdad judicial

La verdad como concepto absoluto no existe sino en las creencias trascendentes. No podemos, en consecuencia, tratarlo como si resultase manejable y accesible para conocer aquello que está velado o confuso. A la democracia se le exigen, sin embargo, determinadas verdades y, la más importante de todas, es la verdad fáctica sobre la que jueces y tribunales emiten sus veredictos. Para ello se ha articulado todo un sistema procesal contradictorio en el que los acusados de conductas presuntamente delictivas disponen de determinadas e insoslayables garantías y su suerte penal se somete al enjuiciamiento de funcionarios públicos -jueces y magistrados- que desarrollan su función jurisdiccional con una asegurada independencia, con inamovilidad en su cargo y con sometimiento exclusivo al imperio de la ley. Sus resoluciones y sentencias son susceptibles de revisión mediante la utilización por las partes en el proceso de los correspondientes recursos.

Pero la verdad judicial no es tampoco una verdad absoluta, sino relativa y la madurez democrática consiste, precisamente, en asumir y aceptar las reglas del compromiso que rigen nuestra convivencia aún sabiendo de antemano que, como en toda acción humana, nada es perfecto ni -insisto- absoluto. Y esto es lo que sucederá en el caso del 11-M. La maquinaria judicial emitirá en su momento una sentencia -que desde estas páginas aceptamos de antemano, sin perjuicio del derecho a criticarla- que, en aquellos extremos en los que le sea posible mediante las pruebas disponibles, determinará la verdad judicial sobre la autoría y las circunstancias en las que se produjo aquel trágico acontecimiento.

Es al tribunal -después de una larga instrucción del sumario- al que corresponde emitir la sentencia. Y si esta competencia no se respeta y, al mismo tiempo, se descalifica la verdad judicial por sus intrínsecas limitaciones, entonces se produce una actitud sectaria y disolvente que no se atiene al compromiso democrático. El derecho a la crítica nada tiene que ver con la negación de raíz de la idoneidad de un magistrado -en este caso del instructor- , ni con la descalificación sistemática de funcionarios policiales, ni con el otorgamiento de un crédito a presuntos -o declarados- delincuentes mayor que el otorgado a los resultados de las indagaciones policiales respaldados por el propio juez. Tampoco tiene nada que ver el legítimo derecho a la crítica y a la discrepancia con el montaje de juicios paralelos, versiones hipotéticas, acumulación de indicios circunstanciales, cuando todo ello es coherentemente explicado -y consecuentemente desmontado- por la administración de justicia. De la misma manera que en la tarde del pasado martes ABC fue el único diario que colgó en su versión digital y en PDF el informe íntegro de los peritos sobre el explosivo -arma criminal en el 11-M- testimoniando así que no existía propósito de aproximarse al proceso con ningún tipo de prejuicio u ocultación, también será ABC el que se mantenga dentro de los márgenes que he venido exponiendo tanto en este asunto del 11-M como en cualquier otro, porque no es misión de un periódico como éste -curtido en acontecimientos infaustos a lo largo de más de cien años- confundir los deseos con la realidad ni supeditar los principios de la deontología profesional del periodismo a estratagemas comerciales por rentables y complacientes que resulten.

Porque los hechos no son de izquierdas o de derechas -tampoco lo es un dictamen pericial-; porque el respeto que se reclama para los jueces y los tribunales debe proclamarse tanto en la instrucción y en la vista oral del 11-M como en los procedimientos que afectan a cualquiera otro terrorista u organización delictiva; porque no es creíble criticar la presión que han ejercido sobre jueces y tribunales determinados partidos -incluso con manifestaciones callejeras- y, al mismo tiempo, arremeter -hasta con argumentos personalmente ofensivos para el magistrado- contra el instructor de una causa tan crítica como la del 11-M; porque carece de rigor lucubrar con sospechas sobre la probidad de funcionarios públicos y otorgar, al mismo tiempo, a confidentes y delincuentes la credibilidad de una profusa presencia mediática. Porque el comportamiento democrático, en definitiva, ofrece y ampara toda libertad de discrepancia e impugnación de la acción y decisión de cualesquiera de los poderes del Estado -legislativo, ejecutivo y judicial- pero la esencia del sistema consiste en no superar una última frontera que es la que separa el compromiso con la democracia misma del comportamiento subversivo respecto del modelo de referencias del régimen democrático que es el que procura la certidumbre social y el crédito del Estado de Derecho.

El caldo de cultivo para una rápida y extendida credulidad en las tesis que desacreditan la versión judicial del 11-M ha sido la frustración que muchos ciudadanos padecieron tres días después del atentado cuando, por efecto del mismo y de una gestión de la crisis manifiestamente mejorable, el Partido Socialista -que el sábado día 13 exhibió una lamentable comportamiento- ganó las elecciones generales. A rebufo de ese sentimiento de pérdida injusta de una expectativa de poder se ha ido guisando una teoría alternativa a la judicial -comprada política y parlamentariamente por un sector pequeño pero poderoso del PP- que no ha logrado evitar el comienzo de la vista oral ni obtener la supuesta prueba determinante que acreditaría sus hipótesis: la sustancia explosiva. Los peritos dictaminarán definitivamente al respecto en la vista oral y -a sus conclusiones habremos de atenernos, ya claramente adelantadas en el informe preliminar- ; se producirá la validación, o no, de las distintas pruebas que obran en el sumario; depondrán los testigos y se adverarán documentos y habrá una sentencia motivada. Sin embargo la expectativa de que la resolución de la Sala Penal de la Audiencia Nacional sea aceptada como la verdad judicial y colofón de un destructivo debate en torno a este caso, es remota por no decir que absolutamente inverosímil.

Así algunos tratarán de ahondar aún más en el sentimiento de frustración de miles de españoles atrapándoles en una emotividad impermeable a la consideración de datos y razones a los que los electores del Partido Popular deben hacer frente para, superado el episodio convulsivo del 11 y 14 de marzo de 2004, abrir la perspectiva de una posible victoria en los próximos comicios generales. El primer partido de la oposición es una organización con vocación de poder, es la alternativa al socialismo que nos gobierna, y debe entender esta investidura política y social con una adhesión al sistema incompatible con algunas tibiezas y concretas activas participaciones en la llamada «teoría de la conspiración» secundando estrategias ajenas que podrían parecer afines a los intereses populares pero que, en realidad, buscan -con opacos propósitos- su neutralización y control.

En definitiva: ha sido una grave equivocación entender la instrucción del sumario del 11-M como una cancha boxística para saldar cuentas políticas y será un gravísimo error -y quizás para algunos, irreversible en sus consecuencias- no aceptar cuando se produzca mediante sentencia que la verdad judicial, compatible con el derecho a la crítica y la discrepancia pero no con la deslegitimación del sistema, es una referencia que marca la última frontera en toda democracia seria. Hay irresponsables que ya la han traspasado. Quien esto escribe -como director de ABC- no lo hará nunca por más que, unos mediante la meliflua persuasión y otros con el denuesto constante, lo intenten. Cada cual tiene su patrimonio: unos en el banco; otros, en el propio honor. Y como recordó Calderón de la Barca, «el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios».

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.