El 11-S y el nuevo escenario estratégico (I)

Por Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología (ABC, 11/09/06):

SÓLO el paso del tiempo permite calibrar la relevancia de un acontecimiento y lo usual es que vaya a menos para deslizarse desde la memoria al recuerdo y, finalmente, al olvido. No siempre es así, como sabemos bien los españoles de hoy. Y ciertamente no es así con el 11-S, cuya importancia crece al pasar de los años. Por supuesto, todos intuimos inmediatamente que algo importante, tremendo, y de gran alcance, tenía lugar ante nuestros ojos, mayor incluso que el desplome imponente de las torres gemelas de Nueva York con la muerte inmediata de miles de personas. Y es seguro que todavía necesitaremos distancia para calibrar su alcance. Pero en aquellas imágenes teníamos la certificación del fin de una época y de una esperanza pero también, al tiempo, y como en una miniatura, casi todos los componentes del futuro que hoy nos persigue amenazante.

Fin de una época y de una esperanza, ciertamente. Pues para quienes creíamos que el «corto» siglo XX (Hobsbawm) había finalizado en 1989 con el triunfo de la libertad sobre el totalitarismo soviético, abriendo una era de generalizada democratización y prosperidad, descubríamos atónitos que sólo había sido un paréntesis, un entreacto para cambiar de escenario y abrir de nuevo «puertas de fuego» (K. Annan) al conflicto. La esperanzadora post-guerra fría acabó la mañana del día 11 para dar paso a la post-post-guerra fría (R. Haas), casi la síntesis entre la larga tesis de la Destrucción Mutua Asegurada y la breve antítesis de los «felices años 90» (Stiglitz). De modo que no es sorprendente que muchos aseguráramos que el 11-S era el verdadero comienzo del siglo XXI (T. Garton Ash), pues con seguridad fue el comienzo de un nuevo escenario mundial que esperaba a ser descifrado: la globalización, la sociedad del riesgo, la hegemonía americana, la nueva amenaza del terrorismo, la inoperancia de Occidente y de las Naciones Unidas. Todo estaba ya allí en aquellas terribles imágenes que aún hoy, al verlas por enésima vez, estremecen casi como el primer día.

Y en primer lugar, la globalización. Al acabar la segunda guerra mundial escribía Ernest Jünger : «Esta guerra civil mundial ha sido la primera obra común de la humanidad. La paz que le ponga término habrá de ser la segunda...La historia humana está tendiendo con apremio hacia un orden planetario». Orden planetario que representan, a la par, un Occidente articulado por la alianza atlántica, de una parte, y las Naciones Unidas, de otra, el primero con su inmenso (pero ilegítimo) poder fuerte, pero carente cada vez más de poder blando, el segundo con legitimidad universal, pero impotente e inoperante. La globalización, el nuevo «orden planetario», es el primer problema del presente: el mundo es ya uno, pero carecemos de instrumentos de gobernabilidad global.

Pues es esta globalidad lo que genera las condiciones ambientales de un 11-S, que ejemplifica, casi magistralmente, lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck había llamado Risikogesellschaft, la sociedad del riesgo: una sociedad en la que el entramado encadenado de causalidades y dependencias genera situaciones tales que pequeñas variaciones en un extremo son amplificadas por la red y producen consecuencias monstruosas en otro extremo, el caldo de cultivo de «efectos mariposa». Dadme una palanca y moveré el mundo, podían decir los terroristas, pues con sólo unos cortapapeles consiguieron derribar las torres simbólicas del comercio mundial y de la globalización, utilizando los aviones como espoletas, en el mayor acto terrorista de la historia. Jamás se representó con mayor énfasis el mito de David contra Goliat. Nuestras sociedades están hoy traspasadas de causalidades perversas, múltiples escenarios de riesgo (aviones, trenes, presas, redes cibernéticas, comercio, petróleo), que pueden ser utilizadas con simplicidad para producir inmensas catástrofes. La complejidad, que nos hace fuertes, puede ser también nuestro talón de Aquiles.

En segundo lugar, y por supuesto, allí estaba el Imperio americano, rotundamente hegemónico tras la caída de la URSS, y sin cuya comprensión tampoco se entiende el terrorismo. Pues tras la multipolaridad westfaliana que, desde 1648, nos vino regalando una guerra por generación, pasamos a las (pocas) grandes potencias del XIX, y desde ellas, a la bipolaridad de la segunda post-guerra y a la marcada unipolaridad del presente. Puede que jamás, desde Roma, haya habido tal asimetría de poder. Los americanos gastan en defensa tanto como todo el resto del mundo e invierten en I+D tanto como todo el resto del mundo. Por innovación y por capacidad es un Ejército imbatible en una guerra convencional, preparado y dimensionado para ganar al tiempo en dos frentes de batalla cualesquiera. Basta asomarse a la web del Pentágono para ver en ella un mapa del mundo y su precisa delimitación en seis Mandos Centrales a cuyo frente hay otros tantos procónsules de varias estrellas encargados de supervisar el mundo entero. El nuevo terrorismo aparece así como el nuevo arte de la guerra en un orden internacional en el que no caben guerras convencionales pues las gana de antemano el «Hegemón». Un terrorismo que pasa por encima de los Estados y, por supuesto, por encima de sus tratados, acuerdos o convenciones, papel mojado en el nuevo arte de la guerra total.

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