El 20-D y la búsqueda de la prosperidad

Las próximas elecciones generales deben servir para debatir sobre los grandes retos a los que se enfrenta la sociedad española. Y entre ellos, qué duda cabe, los de naturaleza económica. Tras una crisis tan larga y profunda, España tiene que crecer los próximos años a ritmos similares a los de 2015 si quiere aspirar a reducir sustancialmente los niveles de desempleo actuales en un plazo razonable. Pero además debe hacerlo sobre bases que corrijan las debilidades crónicas de nuestro país. En particular es necesario generar empleo estable, para que no vuelva a destruirse tan fácilmente en el futuro. Y empleo productivo que contribuya a aumentar nuestro nivel de vida. Estas nuevas bases no pueden ser muy diferentes a las de otros países hoy más avanzados que el nuestro, o que ya están sentando las condiciones para serlo en el futuro. Países que no han logrado sus elevados niveles de bienestar por casualidad, sino porque en encrucijadas como la nuestra han adoptado las estrategias adecuadas.

Si medimos el éxito de una economía por la renta por persona en edad de trabajar, España tiene una distancia con los países más avanzados de Europa, por no hablar de EEUU, de alrededor de un 22%. Países en los que su mayor renta per cápita viene asociada no sólo a unos salarios y empleo superiores, sino también a mejores pensiones, redes de protección social y servicios públicos, y a una menor desigualdad. Esta distancia se debe a que empleamos menos y peor nuestro factor trabajo de lo que lo hacen esos países. Menos porque nuestra tasa de desempleo triplica la suya (un 21,2% frente al 6,9%). Y peor porque la productividad es un 11% inferior. Un desempleo mayor y un empleo menos productivo explican por qué nuestra renta per cápita es igual a la que estos países tenían hace casi 20 años.

El 20-D y la búsqueda de la prosperidadCierto que una parte de esa diferencia es consecuencia de la crisis. Pero no toda. De hecho, en las últimas tres décadas nuestra distancia relativa con ellos se ha mantenido más o menos constante. Aunque nuestro país ha avanzado mucho también lo han hecho otras sociedades más prósperas, de manera que nuestra distancia con ellas no ha mostrado signos claros de convergencia a largo plazo. Durante los años del boom optamos por buscar atajos, por crecer sobre la base de un exceso de demanda interna apoyada en la creación de empleo poco productivo y estable, y mediante el recurso al endeudamiento privado. Nuestra elevada deuda externa, que no se ha traducido en una convergencia más rápida, es la mejor prueba de que no podemos repetir los errores del pasado. Por eso ahora debemos corregir simultáneamente nuestros desequilibrios internos y externos, algo inédito en las últimas décadas, lo que nos obliga a entender y adaptarnos de una manera eficiente, ágil y flexible a los profundos cambios que están revolucionando la economía mundial.

En nuestro trabajo identificamos las medidas necesarias para abordar estos retos con un conjunto de reformas y cambios estructurales que abarcan diversos ámbitos de nuestro sistema productivo privado y público, y de nuestras instituciones. Tenemos que mejorar lo que ya no marchaba bien antes de la crisis y extender lo que funciona y nuestras fortalezas, que también las hay y son muchas, al resto de la economía. Afortunadamente, en una economía tan dual como la española, una parte de nuestras empresas, trabajadores e instituciones ya han demostrado que este camino es posible.

Estos cambios suponen suprimir rigideces y barreras, mejorar regulaciones y adaptar con realismo y tiempo muchas de las mejores prácticas que han tenido éxito en los países a los que queremos acercarnos en términos de bienestar y progreso. Sociedades que han entendido mejor los enormes cambios en la economía global y llevan años adaptándose con éxito a lo que ya se denomina la tercera revolución industrial. Con gobiernos de distinto color o de coalición, y con consensos que han dado lugar a políticas de Estado, países como Alemania, Dinamarca, Finlandia, Holanda o Suecia han sabido superar retos similares a los nuestros y recuperar su ventaja competitiva, reforzando la eficiencia económica y la cohesión social mediante las reformas apropiadas, no exentas de sacrificios, que han transformado sus economías y modernizado su Estado de bienestar. No podemos pretender que yendo en la dirección contraria a la de los países que nos preceden vayamos a conseguir mejores resultados que ellos. Ahí están nuestras cifras de paro como un recordatorio permanente. Y aunque nuestros socios europeos, con los que compartimos un proyecto político común, pueden y deben ayudarnos, el verdadero salto, el mayor impulso debemos darlo nosotros. Sólo entonces estaremos en condiciones de exigir y protagonizar los cambios sociales, económicos y de gobernanza que la Unión Europea precisa para extender la igualdad de oportunidades y bienestar a todos sus ciudadanos, independientemente de su residencia.

La economía española debe adaptarse con flexibilidad dirigiendo los factores productivos hacia donde su uso sea más eficiente, apostando por la excelencia en todos y cada uno de los ámbitos económicos y sociales. Necesitamos unas regulaciones adecuadas en el mercado de trabajo que modernicen la contratación y la negociación colectiva (teniendo en cuenta las enormes disparidades existentes entre empresas, así como la transformación tecnológica y las nuevas exigencias de la competencia internacional), que incentiven la contratación indefinida y mejoren la eficacia de las políticas activas y pasivas de empleo. Su objetivo no puede ser otro que reducir el paro, la temporalidad y la economía sumergida, que se concentran injustamente en los segmentos más desfavorecidos de la población a los que unas regulaciones desfasadas perjudican más que favorecen. Es preciso mejorar y simplificar el entorno regulatorio para aumentar la competencia en los mercados de productos y servicios en los que sea posible, y generar un clima de negocios que facilite e incentive la inversión nacional y extranjera, la internacionalización y el mayor tamaño de las empresas, eliminando barreras y racionalizando los costes administrativos. Es necesario aumentar la eficiencia de las distintas administraciones, de sus servicios y de su estructura fiscal, asegurar que el sector público no pierde el tren de la transformación digital, afrontar los retos del envejecimiento y del aumento del gasto sanitario, evaluar permanentemente las políticas públicas y asegurar la estabilidad macroeconómica.

Todas estas reformas sólo pueden llevarse a cabo en un entorno institucional renovado de más calidad que el actual que dé lugar a una justicia rápida y eficiente, que genere seguridad y certidumbre, que refuerce la transparencia y ejemplaridad de los cargos públicos, así como la tolerancia cero con cualquier tipo de corrupción o fraude público y privado. Pero sobre todo debemos apostar decididamente por más y mejor capital humano, en donde nuestra brecha con las economías europeas de referencia alcanza el 20% en años de escolarización de la población adulta. Ello pasa por garantizar recursos suficientes, pero sobre todo mejorar la eficiencia en su uso. Hay que reformar la gobernanza de las universidades y la calidad del todo el sistema educativo para reducir el fracaso escolar y el abandono temprano, mejorar la empleabilidad, fomentar de la investigación de calidad y la innovación, y asegurar una verdadera igualdad de oportunidades, con la que evitar que amplios segmentos de la población queden excluidos de la transformación tecnológica en marcha.

La sociedad española, en su conjunto, y cada uno de nosotros individualmente, en cada uno de los ámbitos en que nos movemos, debemos estar comprometidos en llevar a cabo este proceso de modernización. Pero en esta tarea nuestros líderes políticos tienen si cabe una mayor responsabilidad por su capacidad de decisión e influencia para anticiparse a estos retos, liderar los cambios a largo plazo y forjar los pactos de Estado necesarios para ello, no sólo hasta el final de la próxima legislatura sino mucho más allá.

Puesto que cabe suponer que los líderes y sus partidos comparten el deseo de alcanzar una sociedad más próspera e inclusiva, las diferencias entre ellos descansan en su diagnóstico de la realidad, sus prioridades, la importancia otorgada a los retos, su determinación y ausencia de complacencia para superarlos a pesar de sus costes políticos, la idoneidad de las políticas propuestas, las restricciones bajo las que tendrán que aplicarlas, y la capacidad de convencer a la sociedad con un relato fiel y al mismo tiempo esperanzador. Éstas son las cuestiones que los ciudadanos debemos evaluar con espíritu crítico, sin conformarnos solo con volver a como estábamos antes de la crisis. Y éstos son los desafíos que nos gustaría ver reflejados en la campaña electoral, en sus debates y, sobre todo, en la acción de gobierno del próximo Ejecutivo.

Javier Andrés y Rafael Doménech son autores del libro 'En Busca de la Prosperidad' (Deusto).

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