El 23-F de Pepe Bono

¡Qué buena idea tuvo el presidente del Congreso de los Diputados al invitarnos a almorzar a un par de docenas de directores de medios informativos el pasado martes con los portavoces de todos los grupos de la Cámara! La ocasión era perfecta y el propósito no podía ser más loable: aprovechar el vigésimo noveno aniversario del 23-F «para que nos conozcamos un poco mejor los unos a los otros». No en vano él era aquella tarde del 81 un bisoño secretario de la Cámara y el «de buena nos hemos librado» no ha cesado de sonar desde entonces en el almario de quienes ya estábamos más que en danza.

Bono aclaró que cuando hablaba de «conocerse mejor», no se refería sólo a las relaciones de los políticos con la prensa, sino también a las de cada uno de nosotros con el resto de los colegas, de forma que el Parlamento fuera, además de muchas otras cosas, un punto de encuentro y un lugar de tregua para las guerras mediáticas. Bien dicho.

Le faltó, eso sí, una habilitación un poco más generosa de los tiempos dentro del reglamento ficticio de la reunión. Nos sentamos a las 14.34 horas y el anfitrión levantó la mesa a las 15.43, pues ya había advertido que necesitaba unos minutos para preparar el inicio del pleno de las cuatro. Teniendo en cuenta que sobrepasábamos la treintena, si todos nosotros hubiéramos dedicado una fracción alícuota de esos 69 minutos a intercambiar impresiones con cada uno de los restantes comensales habríamos salido a dos minutos de mayor «conocimiento» multilateral por barba -dos y medio añadiéndole los 20 minutos de aperitivo previo- pero, claro, aquello habría originado tal pandemonium de conversaciones entrecruzadas, que probablemente hubiéramos terminado pegándonos para conseguir que alguien escuchara a alguien.

Ese camino hacia el mayor «conocimiento» habría implicado además el lamentable daño colateral de que ninguno de nosotros hubiera podido degustar ni la Te-rri-na de Pa-to con Pe-ras y Cre-ma de Car-da-mo-mo, ni la Mer-lu-za con A-ve-lla-nas al Gar-na-cha, ni siquiera el Plá-ta-no Flam-be-a-do con Sor-be-te de Cho-co-la-te Blan-co y Ron. Un menú imposible de deletrear si no es recurriendo a las mayúsculas, cuya impresión serigrafiada bajo el escudo nacional en la correspondiente cartulina de elegantes cantos redondos, depositada a la izquierda de nuestros cubiertos, acompaña ya a la del National Breakfast Prayer en mi álbum -imaginario, claro- de la memorabilia institucional.

Hubiera cabido la fórmula intermedia de que cada uno hubiera dedicado la mitad de esos 69 minutos a la ingesta escalonada de tan estimulantes viandas y la otra mitad a pequeños chutes de un minuto de «conocimiento» interactivo, lo que al menos hubiera reducido el guirigay a la mitad por mor de esa irrefutable variante del principio de Arquímedes, enunciada como «oveja que bala, bocado que pierde». Pero como Pepe Bono no es hombre de medias tintas todo se resolvió de forma muchísimo más práctica: nosotros comimos cuan parsimoniosamente quisimos y él habló por todos.

Mereció la pena. La primera parte de su ponencia encadenó una serie de anécdotas sobre otras conmemoraciones del 23-F. La más celebrada fue la supuesta coda de Sabino Fernández Campos a una conversación telefónica entre el Rey y Paco Laína -presidente de aquel improvisado gobierno de subsecretarios que asumió durante unas horas el Poder Ejecutivo- con motivo de una emocionada visita de éste el año pasado al Parlamento. Como quiera que Laína agradeciera que «por fin» alguien se acordara de él, Bono le puso al teléfono al Rey y durante su breve charla salió a relucir que el día del golpe Don Juan Carlos habría dado al entonces secretario de Estado para la Seguridad una clara consigna inmediatamente después de la toma del Hemiciclo: «¡Paco, la Constitución!». La anécdota ya era hasta aquí suficientemente buena, pero no digamos nada lo que nos pareció con el comentario añadido que el presidente del Congreso atribuyó al fallecido Jefe de la Casa del Rey: «Eso no es verdad». Nadie como Bono para añadir las dosis justas de malicia que elevan a la categoría de arte el don de contar historias.

Pero, sabedor también de que la nostalgia es un error, su perorata tuvo mucha más enjundia que la propia de un entretenimiento retrospectivo. Bono nos había llevado allí, porque quería hablar de su libro. No me refiero a sus memorias, por las que al parecer tiene firmado ya un suculento contrato, sino al afán que le atarea, es decir a la proyección pública de una mejor imagen de la actividad parlamentaria. Bono es consciente de que el aprecio social sobre esta clase política de Munares y Montillas ha caído en picado, y de que sólo faltaba que este momento álgido de la crisis coincidiera con las «vacaciones parlamentarias», fijadas en la Constitución a comienzos de año, para que el descrédito alcanzara de lleno al Poder Legislativo.

De forma tan esperable como bien articulada, nuestro anfitrión se apresuró a aclarar que el hecho de que no se celebren plenos no quiere decir que los diputados no trabajen, añadiendo que, en todo caso, sería conveniente arbitrar nuevas modalidades reglamentarias para que eso tenga mayor visibilidad. También puso en su debido contexto las desoladoras imágenes de los escaños vacíos durante algunas sesiones -sus señorías pueden ser mucho más útiles en sus despachos o documentándose en la biblioteca- y explicó de forma convincente que no es que los diputados tengan derecho a una pensión extraordinaria por el mero hecho de serlo durante un periodo relativamente corto, sino que se trata de un magro complemento y que se cuentan con los dedos de la mano los casos en los que ha supuesto una diferencia sustancial para el interesado.

Bono demostró con cifras que el Parlamento español es uno de los menos onerosos de la Unión Europea, tanto desde el punto de vista de los sueldos de los electos, como en función del baremo de gasto medio por diputado. Si condensamos ambos conceptos, resulta incluso que hay seis parlamentos autonómicos en los que se funden más euros per señoría que en la Carrera de San Jerónimo.

Hasta aquí podríamos decir que todo transcurría dentro del guión, incluido este oportuno rejonazo al despilfarro autonómico. Bono se estaba ganando eficientemente su propio salario como cabeza visible de un poder esencial de la Nación. Pero de repente se produjo el milagro y el monólogo del presidente del Congreso cruzó las esclusas de lo previsible bajo el puente de lo políticamente correcto y, como si pretendiera hundirlo a sus espaldas, abogó por la emancipación de los remeros delante de la media docena de atónitos cómitres de galera.

Fue un momento memorable del que -en ausencia de toda grabación- sólo quedará para la posteridad el recuerdo subjetivo e inevitablemente impreciso de los presentes. Bono defendió sin ambages la reforma de la Ley Electoral, abogando por un sistema mixto prácticamente mimético al incluido en las últimas 100 Propuestas que nuestro periódico renueva cada vez que hay elecciones generales: la mayor parte de los diputados sería elegida en distritos uninominales por el sistema de que el que más votos tiene se lleva el escaño y el resto en una lista nacional mediante la proporcionalidad pura.

Bono ya había abrazado este modelo -a mitad de camino entre el británico y el alemán- en la última entrevista que le hizo Esther Esteban, pero no es lo mismo leer esa propuesta dentro de una miscelánea de asuntos varios, que escucharla de sus labios delante de los guardianes de la ortodoxia de la disciplina de voto. Es decir, delante de los portavoces de los grupos constituidos como expresión de la rígida legislación vigente que, en la práctica, impone a los diputados el mandato imperativo que la Constitución prohíbe. De hecho, el instante irrepetible en el que el carro del sol de la retórica alcanzó el cénit de su recorrido fue aquel en el que Bono alegó deslumbrante: «Si yo fuera un diputado del PSOE, estaría más pendiente ahora de lo que pensara Pepe Blanco que de lo que pensaran mis electores».

Desde el «a ése lo mataron los nacionales» atribuido a Franco, no se había producido, salvando las distancias, un caso de asomatognosia política similar. Al menos Bono tuvo el detalle de no decir que «estaría más pendiente de lo que pensara Toño Alonso» y eso le permitió al portavoz socialista, codo con codo a mi izquierda de la mesa, mantener su habitual cara de jugador de póquer amable. Ni Soraya, ni Erkoreka, ni el suplente de Durán, ni la espabilada portavoz de Coalición Canaria Ana Oramas alegaron tampoco nada en defensa del statu quo. Sólo lo hizo con tímida elegancia el diputado de Esquerra Joan Ridao en nombre del Grupo Mixto.

¿Se imaginan las bendiciones en cascada que se derivarían de la revolucionaria reforma enarbolada nada menos que por el presidente del Congreso? En primer lugar, los ciudadanos recuperarían el control de los procesos de participación política consustanciales a toda democracia. En segundo lugar, los diputados se sentirían legitimados para votar en conciencia, anteponiendo los intereses de sus representados a las consignas de las cúpulas de sus partidos. En tercer lugar, esas cúpulas se verían obligadas a convencer a los suyos en aras a poder vencer en las lides de la democracia interna, estableciéndose una relación de dependencia desde abajo hacia arriba, inversa a la vigente. Que se decida desde la base: todo el mundo al suelo.

Tal dinámica desbloquearía muchas de las fatalidades que, para desesperación del público, parecen no tener salida institucional en la actualidad. Habría llenado de sentido, por ejemplo, la invitación de Rajoy a que los diputados socialistas sustituyan a Zapatero por otro jefe de Gobierno más competente, pero también hubiera hecho mucho más difícil su propia permanencia al frente del PP tras su segunda derrota electoral.

En cuarto lugar, esa apertura y revitalización de los mecanismos representativos se trasladaría a todos los órganos que, total o parcialmente, emanan del Parlamento lo que acrecentaría las posibilidades de que al Tribunal Constitucional, al Consejo del Poder Judicial o al Consejo de RTVE llegaran los más doctos y no los más dóciles. Y aún quedaría un quinto efecto benéfico si tenemos en cuenta que algunos de esos órganos, notoriamente el CGPJ, tienen entre sus competencias realizar nombramientos profesionales clave. Con un Consejo meritocrático en su composición, y por ende meritocrático en sus criterios, arribistas como Gómez Bermúdez no antepondrían la corrección política de sus sentencias y el cálculo de su incidencia en sus carreras a cualquier otra consideración a la hora de dictarlas.

¿Por qué ha abierto Bono este melón aprovechando, por cierto, que el PP mantiene arriada la bandera de la regeneración democrática que tantas tardes de gloria le proporcionó durante su anterior etapa en la oposición? Pues porque forma parte de ese limitado club de políticos que ven más allá de sus narices, integrado hoy por hoy por De la Vega, Rubalcaba, Gallardón, Esperanza Aguirre, Javier Arenas y pocos más, tras haber tenido en el pasado representantes tan conspicuos como Fernando Abril, Alfonso Guerra, Pujol, Roca, Rato o Zaplana.

Nos quedan muy pocos pesos pesados en la vida pública y como Bono es uno de ellos pues se da cuenta de que, tan pronto como salgamos del atolladero de la crisis económica, habrá que afrontar una gran operación de Estado para reformar una fábrica política que, al cabo de 32 años de la aprobación de la Constitución del 78, exhibe por doquier alarmantes síntomas de la fatiga de los metales. Cabe incluso la variante de que todo se complique tanto como para que la única forma de superar una crisis económica que se haya vuelto endémica, sea acelerar esa reforma política de forma necesariamente bipartisana.

Comprendo que el efecto inmediato de un artículo tan semi-indiscreto como éste será un cierto repliegue de velas mediante el que Bono se sentirá obligado a demostrar que nunca ha dejado de ser un diputado del PSOE. Pero no se engañen, hay quienes no sirven para estarse quietos. Y menos aún para permanecer de brazos cruzados mientras que la tramoya del teatro se va desconchando a trozos.

«Ya ves, esto es lo que hay…», me dijo Bono al término del almuerzo del conocimiento express. No sé si se refería a las nada emocionantes intervenciones de los portavoces a los postres, al desastre económico que no amaina, a la propia esclerosis política o a las barrabasadas de la meteorología. Pero aquí nos conocemos todos y él siempre da espectáculo.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.