El 28 de septiembre

¿Qué cree que va a pasar?» es la pregunta que me hacen, incluso viendo los partidos de fútbol del fin de semana, una muestra de la incertidumbre y preocupación general. Poniéndome en un apuro, pues la respuesta depende de muchos factores; el primero, los resultados del día 27. Un triunfo en votos de los soberanistas los lanzaría de inmediato a la independencia, que tienen perfectamente diseñada. Como tienen también previsto no alcanzarlo: en vez de votos, contarían escaños. E incluso sin los escaños, seguirán adelante con su plan secesionista, a base de resistencias pasivas, como ABC ha contado, bloqueando las delegaciones de la Administración española, la de Hacienda la primera, sin importarles las sentencias del Tribunal Constitucional, lo que haga el Gobierno y lo que diga Europa, convencidos de que terminarán aceptando los hechos consumados. ¿Se equivocan? Posiblemente. Pero el nacionalismo es como el espejo de la madrastra de Blancanieves: les dice lo que quieren oír, que son los más inteligentes, los más modernos, los más hábiles, los más estupendos, y frente a eso no hay razones que valgan.

El 28 de septiembreMás que un choque de trenes, la metáfora más usada, se trata de uno de aquellos desafíos entre adolescentes norteamericanos a coche lanzado hacia el abismo, para mostrar quién pisaba antes el freno. Con la diferencia de que no se trata de una película, sino de una realidad. De ahí el coro de voces que se alza pidiendo diálogo, negociación, cordura, que suenan muy bien, pero que no sirven para el caso: el nacionalismo catalán se ha hecho independentista y no acepta menos que la independencia. Si ha sido sólo una argucia para obtener una Hacienda propia, ha caído en su propia trampa al exigir, no ya una nación, sino un Estado propio, lo que significaría destruir el Estado español tal como lo conocemos desde hace cinco siglos. Algo que ningún gobierno puede aceptar, no ya por significar su suicidio, sino porque tendría que dar igual rango a las demás comunidades autónomas –los viejos reinos medievales–, con tantos o más títulos para alcanzar tal categoría, aparte de tener suficientes rasgos diferenciales para ello, algunas, como Galicia, incluso con lengua propia, que se habla en su territorio más que el catalán en el suyo.

Hemos llegado, por tanto, a un callejón sin salida, por la ambición de unos y la pasividad de otros, me refiero a los gobiernos del PP y el PSOE, que vendieron su primogenitura por el plato de lentejas de los votos que el nacionalismo catalán les ofrecía a cambio de facilitar su gestión. Pocas veces se habrá visto tal cortedad de miras.

Hoy, como digo, todo son lamentos y clamores para recuperar el consenso, pero la leche derramada no vuelve a la botella, ni, menos, el genio nacionalista, que ha alcanzado dimensiones gigantescas, como las de esas Diadas que contemplamos como si fueran fiestas folclóricas y son publicidad sublimada. Teóricamente, la única forma de conseguirlo sería hacer España lo bastante interesante para los catalanes. Pero para eso, antes, habría que limpiarla de la corrupción, el amiguismo, las sinvergonzonerías que han manchado nuestra democracia e impiden hacerla atractiva. Sin que valga decir que todas esas taras las tiene también Cataluña. Los catalanes nos dirán que, puestos a ser robados, prefieren que lo hagan los suyos. En lo que tienen sólo la mitad de razón, pues un robo es un robo, y lo que están reconociendo es que son tan españoles como el resto. Justo lo contrario de lo que sostienen.

Se trata, en fin, de una situación extremadamente complicada a la que no se ve salida. Para estas situaciones límite, los ingleses tienen un refrán que muestra su frialdad y pragmatismo: «Cuando un asunto se pone realmente mal, lo mejor es que se estropee del todo». Es decir, dejarse de parches, para comenzar desde el principio. Pero esto, tan simple, sirve para un pueblo práctico como el inglés, capaz de adaptarse a la realidad, no para unos españoles pirrados por las ilusiones, que sólo agravan el problema. Es lo que venimos haciendo desde que estalló el conflicto: los españoles con la ilusión de que el tiempo lo arregle y los catalanes independentistas aferrados a su sueño pese a tenerlo todo en contra. Pues su mayor enemigo no es España, ni siquiera Bruselas. Es su propia contradicción: no se puede estar contra la Unión Europea y permanecer en ella; no se puede ser arcaico y moderno; no se puede condenar la corrupción y aliarse con Mas y los Pujol; no se puede mentir y decir la verdad. Será la realidad la que imponga su ley de hierro, que no va a ser agradable para nadie, al haber ido el pulso demasiado lejos, con la consecuencia de que tendrá que haber un vencedor y un vencido, y los inevitables resentimientos, tanto con los demás como entre ellos.

Es en momentos como estos cuando quedan al descubierto la calidad de un país, el temple de su pueblo y la altura de sus políticos. De que España es un Estado no cabe la menor duda. No sé si el primero de Europa, como aventuró Ortega, pero desde luego entre los primeros, con unos límites, una Corona, una Administración y una política desde hace cinco siglos. Que seamos una nación fue el gran debate en el pasado, y aún sigue siéndolo. Como «patria común» por la que han luchado y muerto españoles de todo tipo, catalanes incluidos, hay muestras de sobra. Pero como «proyecto de vida en común» –como Ortega define la nación moderna– es más discutible, y las guerras civiles de los siglos XIX y XX, que en realidad fueron guerras para decidir qué España es la verdadera, lo demuestran. Creíamos que con la llegada de la democracia nos habíamos puesto de acuerdo sobre ese «proyecto común». El proyecto catalanista nos advierte de que habíamos sido demasiado optimistas.

Pero el proyecto catalanista es, primero, para ellos solos, y segundo, una vuelta al pasado, regresar a los reinos medievales, deshacer los lazos de todo tipo anudados durante los últimos cinco siglos. Algo no ya anacrónico, sino infinitamente más complicado y peligroso que actuar conforme a la razón y las circunstancias, que tienden a la unión. Pero es a donde nos ha llevado ignorar que la democracia no sólo son derechos, sino también deberes y una clase política que no ha sabido enseñárnoslo con el ejemplo.

Como creo en el progreso –al haberlo visto a lo largo de más de ocho décadas–, soy, sin embargo, optimista y confío en que se hallará salida a este callejón que no parece tenerla. Europa puede ayudar mucho. Por desgracia, Europa tiene demasiados problemas para ocuparse del español. Agrava la cosa nuestra solución favorita de liarnos a garrotazos. ¿Qué hemos hecho para merecer esto? Mejor dicho, ¿qué no hemos hecho? Pues no asumir responsabilidades, individuales y colectivas, desde el cabo de Creus al de Finisterre, desde Irún a Cádiz. Y, encima, presumiendo de diferentes, cuando somos idénticos en lo más importante y penoso: en desobedecer las leyes que nos hemos dado.

José María Carrascal, periodista.

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