El abate y el barón

Con un pie ya en el presente otoño apareció en este mismo lugar un documentado artículo del profesor Jorge Cañizares, de la Universidad de Austin, en el que planteaba la «deuda hispánica» contraída con la cultura española por el sabio explorador Alejandro von Humboldt. En él recordaba su autor los préstamos recibidos por el insigne prusiano de renacentistas españoles como el antropólogo jesuita José de Acosta o el historiador Pedro de Medina. Lo leí con entusiasmo no sin echar de menos otra restitución pendiente: la que merece el abate conquense Lorenzo Hervás y Panduro, eminente polímata cuya prodigalidad facilitó sin duda a su hermano, el barón Guillermo von Humboldt, aunque no sólo a él, la construcción de su imponente obra filológica.

Por el padre Batllori y otros muchos estudiosos conocemos al detalle tanto la prolongada aunque silenciosa influencia de nuestro abate en la filología post-ilustrada como la reconocida liberalidad con que aquel jesuita errante cedió al entonces joven barón la excepcional documentación lingüística diligentemente recogida por él de manos de los misioneros de la Compañía que volvieron a Roma tras la expulsión decretada por los jansenistas de Carlos III, un tesoro incalculable que encerraba cuanto se podía saber -como reconoce el propio barón- de las lenguas indígenas, aparte de sus pioneros esbozos gramaticales, sobre los que es más que probable que el barón erigiera luego su propia teoría.

El tema es conocido, pero entiendo oportuno insistir en la deuda del barón con el abate, estudiada ya, tras el aldabón de Menéndez Pelayo, por críticos eminentes como Tovar, Astorgano, Zimmermann, Breva Claramonte y Udías, entre otros. Pero creo de justicia insistir en que las ideas lingüísticas de Humboldt ocultan celosamente gran parte de las de Hervás. Ambos compartieron la tendencia comparatista y otras orientaciones metodológicas de su tiempo, tanto como el afán por dilucidar la idea de una «lengua primitiva» o la intuición de que el lenguaje encierra la materia histórica de los pueblos hablantes y su bagaje civilizatorio, por no referirnos a su convicción de fondo de que si el hombre habla es porque «milagrosamente» esa facultad irrumpe en el cerebro de la especie desarrollándose hacia el futuro como una corriente continua.

Con dureza poco justificable, sin embargo, Humboldt trata de borrar las huellas de Hervás (la expresión es de José María Valverde) tal como luego Cassirer tratará de borrar las suyas. Pero tal vez algún día quedará clara esa larga influencia del sabio abate que discurre a través del quehacer de Croce, de Vossler y de Bühler hasta remansarse en manos de Ernst Cassirer. Se acerca a la «justicia poética», a mi modo de ver, el discurso de este último en su monumental Filosofía de las formas simbólicas -siempre en el sobreentendido humboldtiano de que el lenguaje no es una «obra, acción» sino una incesante actividad- en el que el epígono de Marburgo considera limitado el valor de la aportación del barón de un modo que a Valverde le parece «ingratamente empequeñecedor», hasta el punto de contemplarlo como «un mero aplicador del kantismo al problema del lenguaje». Ciertamente, tienta decir que donde las dan, las toman.

Tal vez sea oportuno recordar, en este punto, que si Hervás tuvo el éxito que tuvo con su método para educar a los sordomudos, no creo casual que Cassirer -¿quizá a través de Humboldt?- recurriera también a la reflexión sobre la sordomudez desde la perspectiva, de abolengo kantiano, de la dialéctica pensamiento-lenguaje. La tierna historia de las dos niñas ciegas y sordomudas que irrumpen en su Antropología filosófica nos llega hilvanada con el bramante del símbolo, tan equiparable teóricamente a la visión de Humboldt y a la de Hervás.

Entiendo que la distancia marcada por Cassirer respecto al barón no fue tan dura como la que éste impuso en su día al generoso abate. Porque no es sólo que Humboldt reconociera -por ejemplo en su correspondencia con Wolf, Schiller y otros- la valía intrínseca de la obra de Hervás, sino que también hubo de reconocer el imprescindible valor de los trabajos de los misioneros en la medida en que «debemos sólo a ellos todo lo que sabemos acerca de las lenguas del nuevo continente», a pesar de lo cual, lo mismo que descalificaba al compilador Hervás como un sabio desordenado y en consecuencia incompetente, consideraba a los padres como estudiosos de medio pelo, condicionados en su labor por la exigencia catequética y sujetos por tradición a las «estrechas reglas de la gramática de Nebrija». Cuesta no ver ingratitud en estos juicios que evidencian la disimulada intención del barón de retener en exclusiva todo el mérito del olvidado abate.

Sobran, en todo caso, evidencias de la presencia hervasiana en la obra del barón. Humboldt cree como Hervás que el lenguaje viaja ínsito en la mente humana como «prototipo» y que ello permite al hombre «inventarlo», y parte de la afirmación de que esa facultad prodigiosa que lo distingue del resto de la animalidad, no es más que «el instante inaugural de la razón». Entiendo que tanto uno como otro conciben el lenguaje como un don, es decir, como (y quien habla ahora es el barón) «una revelación inmediata hecha por la divinidad que luce a través de todas las lenguas», algo que sería «totalmente inexplicable como producto de la razón en la claridad». Está claro que la teoría del lenguaje resistía todavía con fuerza a la secularización, pero la concepción evolutiva y transformista del lenguaje -pues el biblismo resistirá todavía largamente a Darwin- queda excluida del panorama intelectual del momento. Ambos coincidirían seguramente en la idea de que «no usamos el lenguaje para transmitir al prójimo lo previamente pensado sino para pensarlo. Pensamos hablándonos». Todo un hito en la historia del lenguaje tanto como en la perspectiva noológica.

Hervás puso laboriosamente las bases en la todavía lejana visión de la futura filología, hasta el extremo de que quizá no resulte gratuito llevar su larga presencia hasta los trabajos del estructuralismo o entrever su huella en los renglones trazados por la lingüística funcionalista. Porque pienso que el originario hallazgo de Hervás era sobradamente conocido por Humboldt. Cassirer insiste en el papel axial -dentro siempre de la concepción humboldtiana- de la idea de mutua e íntima dependencia entre el pensamiento y la palabra. La coincidencia entre ambos pensadores en punto a la naturaleza del lenguaje, su mutua creencia en el origen común de la lengua -la monogésis hebraísta tenía ya los días contados- y el papel del símbolo en este proceso humanizador no parecen discutibles. Pero más allá de ello, intuimos la continuidad de esas concepciones en pensadores todavía más recientes. La expuesta teoría de Valverde sobre el paso fácilmente reconocible de las ideas de Hervás sobre la obra de los grandes hitos de la reflexión filológica, invita a contemplar incluso la posibilidad de que esa imponente semilla, a través del barón Humboldt, acabe germinando en la teoría futura hasta al punto de que no ha faltado quien vislumbre ese rastro en la propia obra de Saussure. Ni que decir tiene, como es lógico, que dada la condición de «enciclopedista» que, en su época, proporciona a Hervás su monumental Idea dell’ Universo, los materiales del abate acabarán recalando en las «enciclopedias» y «vocabularios políglotas» de Pallas, el protegido de Catalina II, lo mismo que en el famoso «Mithridates» de Adelung que finalizó Vater, ambos en posesión, como sabemos, del tesoro hervasiano, precisamente por gentileza de Humboldt.

También Guillermo von Humboldt está en deuda con nuestra cultura. Este reconocimiento al humilde abate que un día, siendo bibliotecario pontificio en el Quirinal, le cedió liberalmente al barón su inestimable tesoro precientífico, hará justicia a nuestra olvidada lumbrera, sin menguar un ápice el deslumbrante mérito del barón, uno de los lingüistas que más contribuyó al desarrollo del pensamiento filológico.

José Antonio Gómez Marín es escritor.

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