El abismo generacional

El mundo ha vivido, está viviendo, su peor pesadilla en mucho tiempo. La muerte, esa compañera de viaje del ser humano, a la que hasta hace poco, al menos en las sociedades occidentales posmodernas, se contemplaba con distancia, cuando no se la ignoraba, se ha hecho más presente que nunca, arrastrando consigo a numerosos hombres y mujeres, demasiados. Muchas son las familias que han sufrido la terrible experiencia de ver a tánatos arrebatar a uno de los suyos en pocos días e incluso horas, en un escenario de pesadilla en el que en numerosos casos ni siquiera se ha podido acompañar en sus últimos momentos a quienes iban a dejarnos.

Pero, como suele decirse, la vida sigue, si bien esta ya nunca podrá ser igual. Momento es de encaramarse a la por ahora pequeña atalaya de los meses transcurridos y comenzar a otear las consecuencias de lo vivido para quienes tienen la suerte de poder ver el sol salir y ponerse hasta el término natural de sus días en este mundo. Las secuelas a corto plazo son ya visibles: angustia, pesimismo, miedo, crisis económica, desempleo… Sin embargo, las más importantes no han asomado todavía en el horizonte o, si acaso, no con la dimensión suficiente para ser atisbadas a simple vista. Entre las consecuencias de la pandemia que el bagaje académico ya empieza a permitir vislumbrar, destaca la profundización en la denominada brecha generacional, fenómeno, a su vez, de capitales repercusiones, muchas de las cuales no aflorarán sino con el discurrir de los años. Bien es verdad que la brecha entre generaciones es un dato consustancial a la existencia humana como colectividad. Si a nuestra propia evolución individual física y psíquica, que determina diferencias entre los seres humanos en función de los periodos de la misma en que se hallen, unimos que el medio en que la existencia se produce no es estático, sino que evoluciona también, incluso a un ritmo exponencialmente mayor, las pequeñas simas que se abren entre generaciones son perfectamente comprensibles. Con todo, el Covid ha sido y es un hecho sumamente traumático a nivel individual y, sobre todo, social, en el que el componente generacional asoma en múltiples de sus facetas. De ahí que se corra el peligro de que la misma ahonde hasta profundidades abisales nunca antes conocidas la tradicional brecha entre generaciones, entendiendo por esta la diferente manera de concebir el mundo, las distintas preocupaciones vitales y sociales y, por último, el propio entendimiento de la necesaria solidaridad intergeneracional.

Desde el punto de vista mencionado, la pandemia ha tenido como víctima inmediata y más intensa, hasta el punto de reclamar su vida, a la generación de mayor edad; pero, una vez pasada la emergencia sanitaria, a medio y largo plazo, será la generación de jóvenes la que haya de sufrir con mayor virulencia sus efectos en otros ámbitos, principalmente el económico, y, por efecto de este, el de sus posibilidades de desarrollo vital. La propia lucha contra la pandemia tuvo ya un indudable componente generacional: para salvar a nuestros mayores fueron los jóvenes, menos expuestos en principio a sufrir los más graves efectos de la enfermedad, quienes tuvieron que renunciar en principio a más, pues menos era lo que tenían que perder por la enfermedad. Con todo, no cabría afirmar que el confinamiento fuera por tanto más gravoso para ellos que para los mayores, toda vez que un día menos para estos tiene más peso cuantitativo que para quienes tienen aún muchos años por delante. Por otra parte, la dicotomía salud-economía presente en la experiencia vivida, por más que políticamente incorrecta, no puede ser negada, pues cada uno de los términos tenía un componente generacional indudable. De ahí que la búsqueda del equilibrio haya sido finalmente la opción escogida, equilibrio que dista de ser fácil de conseguir, tal y como demuestran en la actualidad determinados episodios (minoritarios, afortunadamente) que no serían sino muestra de una cierta tensión generacional.

El peligro se halla en que fuerzas sin escrúpulos intenten aprovechar la falla al descubierto para, en lugar de centrar los esfuerzos en tender plataformas que unan una y otra ‘ribera’, seguir perforando la misma en su propio beneficio. Y ahí, como tantas otras veces en la historia, el miedo es el principal instrumento empleado por aquellas. Una tragedia como la vivida, incomprensible, más propia de un ‘delirium tremens’ que de una ‘anticipación’ racional, es lógico que provoque una sensación de angustia individual y colectiva que la mayoría no habíamos conocido. El problema es que el miedo domine a cualquier otra experiencia o sentimiento, dejando una herida social de difícil curación. La generación de los mayores tiene miedo de volver a estar en la primera línea de combate en una eventual repetición de lo vivido, no queriendo volver a pasar por tan terrible trauma. La generación más joven no sólo quiere recuperar, ya que puede, un tiempo perdido, sino que ve con desesperación cómo sus perspectivas de futuro se estrechan cada vez más, dado que el parón económico, y lo que ha de venir, ensombrecen, y de qué manera, disfrutar de una vida como la de sus padres. La situación no deja de encerrar interesantes paradojas. Vivimos en una efebocracia, en donde lo bello como sinónimo de juventud domina, hasta casi monopolizar, los patrones de una sociedad que ignora la vejez y, más allá de ella, la propia muerte. Sin embargo, hoy en día el destinatario natural del discurso publicitario, económico y político son las generaciones mayores: en un caso, por cuanto que el poder adquisitivo se concentra en las mismas, y en otro, por cuanto que, cada vez más, son las franjas de mayor edad las que deciden los procesos electorales. Por tanto, un mercado y un ágora que centran cada vez más sus objetivos en un segmento de la población al que se venden productos propios de segmentos relegados.

Frente a la demonización a la que a veces se asiste, debemos reconocer el sacrificio realizado por los más jóvenes, sus menguantes posibilidades de futuro (ya minoradas por mor de un endeudamiento galopante que no quiere ver la emergencia del futuro ante la urgencia del presente). Por otra parte, el líquido amniótico social vive de espaldas a una realidad como es la vejez, pretendiendo crear eternos jóvenes, lo que no es sino un error mayúsculo ante el mayor desafío que se nos presentará en pocos años. Ante ello, la solidaridad, el reconocimiento recíproco de lo hecho y por hacer y la superación del egotismo individualista alentado por quienes sólo ven consumidores o electores, deben ser las medicinas que aborden los efectos potencialmente demoledores del escenario descrito. El miedo es el principal instrumento de control social, por ello nuestra libertad depende en gran medida de que todos sepamos alzar o bajar la mirada para reconocernos en otros ojos.

Alfonso Cuenca Miranda es letrado de las Cortes Generales.

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