El aborto en las aulas universitarias

Me parece fenomenal que algunas universidades ofrezcan cursos sobre el aborto. Si son rigurosos y los profesores, personas honradas y cualificadas, los alumnos aprenderán que la interrupción del embarazo es un mal tremendo y profundo que deshonra a nuestra sociedad. En este sentido, tales cursos pueden ser útiles e instructivos. Aún es posible que conduzcan a una sociedad más ética, a unas leyes más racionales y a un mundo más feliz. Lo que no me agrada es que un ministro los proponga y que el Gobierno pretenda infligirnos más cursos obligatorios en lugar de dar libertad a los profesores y ensanchar el currículo con mayor diversidad de temas. Las universidades españolas ya sufren demasiado por la maldita influencia de los políticos y los excesos de exigencias burócratas.

Si queremos que nuestras facultades mejoren y que ocupen el lugar en el mundo académico que corresponde a los méritos de su profesorado y a la calidad de las investigaciones que realizan, un paso imprescindible es confiar en los docentes, que son los más adecuados para planear el currículo, y dejarles que cumplan libremente con su vocaciones, sin someterse a las agendas de los partidos.

Imaginamos lo que sería un curso sobre la teoría y práctica del aborto, tal como el que demanda la ministra de Igualdad Bibiana Aído. Por supuesto, si yo tuviera que darlo, prescindiría de toda aproximación religiosa y me acercaría al tema desde una óptica totalmente laica, práctica, liberal y rigurosa, basada en hechos precisos. Empezaría con los aspectos científicos. La clase se daría cuenta de que la vida es un proceso continuo en el que no hay ningún momento, durante la larga historia de crecimiento y cambio que se inicia con la concepción y termina con la muerte, que corresponda a una ruptura o a un comienzo nuevo. Veríamos que el niño no nacido es, biológicamente, un ser humano. ¿Pues a que especie más pudiera pertenecer?

Lograríamos entender que un feto es un ser dependiente pero distinto, que no se puede considerar como una célula o una uña o un cabello o un mero miembro del cuerpo de su madre. Pasaríamos luego al aspecto lógico. Cederíamos ante la imposibilidad de identificar ninguna diferencia racionalmente discernible entre momentos seguidos de una vida, y reconoceríamos que el feto a los nueve meses tiene tanta importancia y tanto valor como otro de nueve meses menos un minuto o un segundo; u otro de ocho o siete o seis meses o de un mes, o de 21 semanas menos un segundo o 0,00001 segundos... y así hasta llegar al momento de concepción.

Luego plantearíamos los aspectos lingüísticos. Apreciaríamos la fuerza del hecho de que cada madre que sienta la presencia del bebé en su vientre se refiere a «mi bebé» o «mi niño». Cuando los vecinos le preguntan por la salud del pequeño, no les contesta: «No se trata de un bebé sino de unas células carentes de personalidad ni de valor moral», ni dice que esa parte de su propio cuerpo es tan saludable como el dedo de su pie, o su hígado o uno de los huesos de su rodilla.

En la siguiente parte del curso se abordarían los aspectos filosóficos. Estudiaríamos los argumentos acerca del momento en el que el feto adquiere personalidad u otro rasgo moralmente significativo que diferencia un feto abortable de una persona cabal. Veríamos que no existe ninguna prueba científica de tal cosa. La clase se enteraría de que el concepto de una personalidad como esencia humana es tan vaga como el concepto religioso de alma o espíritu. Nuestra conclusión sería que si existe tal esencia, es, al menos, tan racional suponer que se inicia en el momento de la concepción como en cualquier momento subsiguiente. De igual manera, admitiríamos que el valor de la persona no nacida no depende de su estado de desarrollo físico.

Moralmente, carecer de tal o cual órgano o miembro es una diferencia puramente física, equivalente a las que honramos entre los minusválidos o amputados, o personas excesivamente altas o bajas o lo que sea. En una sociedad decente y civilizada, no condenamos a una persona a muerte por ser calvo, o por haberse quitado un riñón, o por desarrollarse físicamente a una tasa más lenta o atrasada que los demás. Por los mismos motivos, no consideramos las capacidades mentales ni las sensibilidades morales como calificaciones para la vida, sino que reconocemos que todos somos igual de dignos de vivir a pesar de nuestras distintas capacidades.

La siguiente parte del curso se contemplaría desde un enfoque que partiera de la psicología social. Examinaríamos las pruebas de que los padres son conscientes de la vida de sus hijos no nacidos, que su amor se enciende por ellos y que sufren traumas psicológicos profundos si abortan a sus hijos. Por tanto, tendríamos que descartar los argumentos de quienes digan que el niño no nacido puede matarse por carecer de personalidad social, o por no haber establecido relaciones sociales con los demás. Estos criterios, si se consideran justificables, se cumplen perfectamente en el caso de los niños no nacidos, quienes comparten ya una relación con los que les aman y les esperan, o con los que les odian o les temen o quieren desembarazarse de ellos.

Pasaríamos entonces a la temática jurídica. Por todas las razones ya conocidas, nos daríamos cuenta de que no existe ningún motivo honrado por excluir a los niños no nacidos de los derechos jurídicos. Concretamente, el concepto de los derechos humanos carece de sentido si no se reconoce que su punto de partida es el derecho a la vida. Todos los demás -incluso los derechos «a la libertad y la búsqueda a la felicidad», según reza el documento fundacional de los derechos humanos en la época de la Ilustración- parten de allí. Si te abortan, ¿qué te importa la libertad, o el derecho a tener propiedad, o de ser juzgado imparcialmente, o votar, o cualquier otro de los privilegios de los a quienes los abortistas nos permitieron vivir? Para que sea un derecho humano, tiene que extenderse a todos. Si no, deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio. Y un niño no nacido, como ya hemos visto, es un ser humano, por no petenecer a ninguna otra especie.

Luego abordaríamos el tema práctico. La base de cualquier sistema ético es esta regla de oro: no hagas a los demás lo que no quisieses que te hagan a ti. Si alguien quiere que se le hubiese abortado, tiene el derecho de pedir el aborto para otras personas. Pero estoy seguro de que le calificaríamos de enfermo mental, víctima de un grave estrés o del autoengaño.

Para mantener una sociedad estable y pacífica, debemos respetar la inviolabilidad -no digo que la santidad, porque éste es un curso universitario y nos limitamos a términos seculares- de la vida humana, porque todos los que estamos vivos tenemos un interés clarividente en mantenerla. Si admitimos excepciones -que un judío, por ejemplo, o un negro, o un gay, o un zurdo, o un obeso, o un fumador, o una persona minusválida, o un rubio, o un niño no nacido- puede descartarse y condenarse a morir, por tener menos valor que una persona supuestamente normal en una sociedad determinada, con sus prejuicios peculiares, abrimos la posibilidad de que la sociedad admita a otras categorías exentas, a las cuales se nos incluirá a nosotros mismos. Si se excluye a un niño no nacido del derecho de vivir, ¿porqué no a mí?

Dejaría mi propia disciplina, que es la Historia, para la etapa siguiente y casi última del curso. Explicaría a los alumnos que a lo largo de los siglos los seres humanos hemos tenido que luchar contra la dificultad de apreciar la unidad moral de nuestra especie. En las sociedades más primitivas, por lo que sabemos, existía un concepto del grupo, definido por parentesco o por participar en una vida común. Todos los de fuera se calificaban de bestias o demonios. Poco a poco, los humanos lográbamos respetar a los miembros de las sociedades vecinas. Empezábamos a intentar amar al próximo y luego a extender ese respeto al vecino más alejado. Íbamos formando sociedades cada vez más grandes, reconociendo la conciudadanía de gente con quienes no tuvimos relaciones activas.

Durante una época muy larga, retorcida de dolor y manchada de sangre, seguíamos excluyendo a categorías menospreciadas: gente distinguida por tener la piel de otro color, o cuerpos extraordinarios, o narices largas, o pelo negro, u opiniones supuestamente repulsivas, o por sufrir enfermedades como la lepra o la epilepsia, o por ser niñas hembras que se sacrificaban en masacres de inocentes en tiempos históricos, y siguen siendo víctimas de los mismos prejuicios en ciertas zonas del mundo en el día de hoy. Pero poco a poco, hemos abandonado el infanticidio, menos en el caso de niños no nacidos. Y hemos reconocido que todos los seres humanos -menos los niños no nacidos- pertenecen a la misma comunidad moral.

Quedaría tiempo, antes de finalizar el curso, para debatir sobre el futuro y cómo ajustar las leyes ante los horrores del aborto. Espero que los alumnos piensen que no hay que perseguir a las mujeres que -a veces por su pobreza, miseria o falta de educación- optan por la interrupción del embarazo. Ni que hay que condenar a los que por su ignorancia, como sospecho que es el caso de Bibiana Aído, promueven el aborto o ayudan a las mujeres que, en fin de cuentas, son víctimas, ellas incluso, cuando pierden a esos hijos que hubiesen podido animarles, ensalzarles y enriquecerles la vida.

Ya sabemos todos que la sugerencia de Bibiana fue un gesto vacío, una postura exhibicionista para llamar la atención de la prensa, sin ninguna posibilidad de convertirse en ley ni de materializarse en términos prácticos. Veo en ella, en cambio, grandes ventajas. Pero si acabo dando cursos sobre el aborto, espero que sea por mi propia cuenta. No quiero excluir a los no nacidos del derecho a vivir, ni quiero admitir la interferencia política en mi aula de clase.

Felipe Fernández-Armesto, historiador. Ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston, Massachusetts, EEUU.