El abrazo de Rubí

El abrazo de Rubí

Quienes nos vemos en el trance de intentar enseñar ética – signifique eso lo que signifique- solemos quejarnos de lo escasos que andamos del mejor de los materiales para ello: el ejemplo. Tendemos a buscar actos modélicos en los grandes personajes históricos, en los más profundos pensadores o en los últimos premios Nobel. Quizás sea un error, una suerte de deformación profesional. Quizás deberíamos fijarnos en las pequeñas cosas, en la gente.

Ya ocurrió en Francia tras los atentados de 2016 en la discoteca Bataclan, en la que los yihadistas asesinaron a ochenta y cuatro personas. Antoine Leiris perdió allí a su mujer, pero su respuesta ante la barbarie conmocionó a su país y al mundo. “El viernes por la noche robasteis la vida de un ser de excepción, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendréis mi odio”. Eran las palabras iniciales de la carta abierta que colgó en Facebook. “Queréis que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con recelo, que sacrifique mi libertad por seguridad. Habéis perdido”, continuaba. Su respuesta llegó a todos los confines del planeta y se convirtió, más tarde, en un bestseller mundial. Logró lo que logran todos los grandes ejemplos morales, transformar el dolor en esperanza.

De la misma manera que Sthendal decía que el amor es una flor que crece en un precipicio, los gestos morales surgen sobre todo en la adversidad. También entre nosotros, tras la matanza de Barcelona, aconteció algo de una grandeza moral admirable. Algo que, entre tanta mediocridad, haríamos bien en rescatar del olvido. El padre de Xavi Martínez, el niño de tres años al que los asesinos segaron la vida en las Ramblas, se fundió en un abrazo con el Imán de Rubí, la localidad barcelonesa en la que vivía su hijo.

Ya el mero abrazo, la imagen en sí, atesora una fuerza intuitiva arrasadora: no sabemos por qué, pero nos emociona moralmente. Pero es que, además, ese padre desgarrado justificó su gesto de la mejor manera posible. “Comparto el dolor con ellos. Con todos. También comparto el dolor con los familiares de los terroristas. Lo comparto. Somos personas. Somos muy, muy, muy, muy personas”. Son palabras que pulverizan todas las distinciones que nos enfrentan – nacionales, religiosas, económicas, etc. - y nos sitúan a todos como miembros de una misma familia caracterizada por el dolor. Una familia a la que normalmente denominamos “humanidad”.

¿Cómo no recordar aquí a Shylock, el judío de Shakespeare que alguna vez ha citado Savater?: “¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?, Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?”. Por encima de todas las diferencias que nos separan, sigue siendo mucho más lo que nos une. La labor de la mejor política es consagrarse a esa evidencia. La de la peor, desconocerla por completo.

Pero las palabras de ese padre siguen, y logran hacer del abrazo una metáfora casi perfecta del Estado de Derecho: “Que esa gente no tenga miedo”, dijo refiriéndose a la comunidad musulmana. Esto es, que tengamos claro que a la gente se la persigue tan solo por sus actos, no por sus creencias, su religión o sus costumbres. Que sean los actos, solo los actos, los que activen el juicio de los demás y, en el caso del Estado, sus mecanismos coactivos. Que solo los terroristas –por sus concretas acciones individuales- hayan de temer el rechazo social y el peso de la ley, y que por tanto los musulmanes no hayan de albergar, por sus creencias, miedo alguno ni a una cosa ni a otra. En esa idea de responsabilidad estrictamente individual, libre de ataduras familiares, sexuales, nacionales, religiosas o de otro tipo descansa todo el deslumbrante caudal de progreso emancipador de la modernidad.

En una reacción que les define, algunos vieron en ese gesto la oveja abrazando al lobo, la imagen de la claudicación. Una interpretación que deja traslucir el imaginario inconsciente que nutre su mirada, para el que todos los musulmanes son terroristas. Lo demencial es que enarbolen la expresión “nuestros valores” y que pretendan representar de modo especialmente puro la esencia de lo que denominan “Occidente”. Porque, muy al contrario, es ese abrazo entre el padre y el Imán el que recoge los valores de igualdad en la diversidad propios de las sociedades abiertas. Son ellos los que no parecen entender que en democracia no se trata de religiones, ni de naciones, ni de pieles. Se trata de actos.

Que “la muerte de mi hijo sirva para algo”, dijo el padre de Xavi tras el abrazo. Para muchos su gesto nos sirve. Nos sirve para recordar en qué consiste de verdad el Estado de Derecho y para reafirmar con el ejemplo que los valores de la ilustración y la modernidad siguen mereciendo la pena no porque sean “nuestros”, sino porque son el mayor logro que hemos encontrado para configurar un espacio de concordia, de respeto y de paz en el que sea posible la convivencia. Nos sirve para observar con admiración moral que incluso en la más desgarradora de las experiencias algunos sacan ánimo y fuerzas para recordarnos la importancia de esos valores y trasformar un dolor indecible en un ejemplo de entereza y humanidad. Nos sirve, al fin, para recordarnos con Camus que la libertad no es otra cosa que la oportunidad de ser mejores, y que a nuestro alrededor, entre la gente, no faltan ejemplos en los que intentar reflejarse.

Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra.

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