El abuso sexual no es licencia poética en Perú

El 8 de marzo de 2018 se convocó una marcha internacional por el Día de la Mujer. En Lima se reunieron cientos de mujeres para protestar contra la violencia de género y manifestarse a favor de la equidad. Credit Luka Gonzáles/Agence France-Presse — Getty Images
El 8 de marzo de 2018 se convocó una marcha internacional por el Día de la Mujer. En Lima se reunieron cientos de mujeres para protestar contra la violencia de género y manifestarse a favor de la equidad. Credit Luka Gonzáles/Agence France-Presse — Getty Images

El poeta Paul Verlaine acuñó el término “poetas malditos” para referirse a un grupo de escritores que consideraba maldecidos por la diferencia. Esto es, artistas incomprendidos, subversivos, marginales. Acaso sin quererlo, Verlaine fundaba así dos de los grandes mitos de la literatura contemporánea: el del escritor como outsider —cuya singularidad creadora es impermeable a las convenciones sociales— y, paradójicamente, la de la pandilla salvaje de la literatura, un gremio blindado por su aura creativa y excesiva, que con el tiempo se ha permitido convertir en épica la misoginia.

Agrupados bajo el mismo signo, muchos de los “malditos” que les sucedieron se volvieron parte de un círculo de lealtades en el que los actos —creativos o no— de los artistas pasan a formar parte de su leyenda, al margen de cualquier evaluación o juicio convencional. Y con esa dinámica permisiva la mujer ha sido siempre esa “máquina de sufrir” que decía Picasso, genio del malditismo.

El caso del escritor y periodista peruano Reynaldo Naranjo —que a inicios de agosto el periodista Diego Salazar y yo revelamos en una investigación para el medio digital Ojo Público— sirve para reflexionar sobre cómo algunos creadores han usado su posición como “autoridad literaria” para ejercer dominio y violencia física, sexual y psicológica sobre mujeres y otras personas vulnerables, así como el modo en que se ha utilizado la solidaridad entre escritores para condonar, suavizar o silenciar ciertas prácticas depredadoras.

Hace algunos meses, dos de las hijas de Naranjo decidieron buscarnos para contar sus historias. Roxana y Nadia (su hija y su hijastra) acusan al escritor de haberlas violado reiteradas veces entre 1977 y 1979. A Roxana, que tenía 15 años, la habría violado por primera vez después de darle una paliza, y siguió haciéndolo durante un año; a la segunda, de los 7 a los 9 años, de las maneras más perversas. Los abusos, señalan ambas, marcaron sus vidas y les produjeron daños psicológicos irreparables.

Entrevistados para el reportaje, los escritores del entorno de Naranjo dijeron no saber nada de los hechos. La excepción, el escritor Ricardo Ramos-Tremolada, aseguró que el grupo de escritores amigos de Naranjo solía actuar en complicidad cuando se les cuestionaba acerca de actitudes misóginas. En una entrevista en la que se le pregunta por otro escritor peruano, Xavier Abril, el propio Naranjo dice: “Tuvo una vida tormentosa pero de eso no puedo hablar. Eso no importa”.

Muchos escritores han aceptado la lógica imperante de que, por una alquimia perversa, el carácter “artístico” se convierte en un salvoconducto para la impunidad.

En los casos de Roxana y Nadia, el delito —según la legislación en Francia, en donde habrían sucedido las violaciones de las menores— ya prescribió y no puede perseguirse judicialmente. Pero no ha prescrito ni el dolor de sus víctimas ni la relevancia de conversar públicamente sobre el abuso sexual. Sobre todo si los perpetradores siguen cosechando premios y honores sobre heridas abiertas, escudándose en su fama, talento o genialidad.

Ni el Estado ni ninguna institución pública o privada, mucho menos si se precia de hacer un trabajo cultural, puede ignorar estas acusaciones. Esta ha sido una de las demandas de la sociedad civil en los últimos días en Perú, que ha propuesto alternativas a la búsqueda de justicia: “denuncia pública” o “sanción moral”. Por ejemplo, se planteó el retiro del Premio Nacional de Poesía, que recibió Naranjo por su libro Júbilos en 1965.

Comando Plath, un grupo de escritoras, artistas e intelectuales peruanas, redactó una petición en Change.org que consiguió el respaldo de treinta organizaciones feministas y más de 4000 firmas para retirarle el premio nacional a Naranjo. La misma iniciativa pide que se le expulse del Colegio de Periodistas del Perú. A los pocos días, se sumó una carta de apoyo firmada por una decena de congresistas, como Tania Pariona, presidenta de la Comisión de la Mujer en el Congreso, y dirigida a la ministra de Cultura, Patricia Balbuena.

La respuesta del Estado peruano a esas demandas, dada a conocer el domingo 26 de agosto, es un hito en un país en donde la justicia ha sido esquiva en los casos de violencia de género. Como un reconocimiento simbólico a las víctimas, el Ministerio de Cultura, mediante una resolución firmada por Balbuena, le retiró el Premio Nacional de Poesía a Naranjo hasta que “se deslinde” su responsabilidad en los delitos.

Según la resolución, las acusaciones contra Naranjo afectan los valores de respeto y defensa de los derechos que cualquier premio que conceda el Estado debe propugnar, “sobre todo en la situación de emergencia en la que viven las niñas, adolescentes y adultas en el Perú”.

No se condena la obra —eso sería censura—, sino que se suspenden los honores a una persona cuestionada gravemente. Y con ese gesto, que es un precedente histórico en Perú, se envía un mensaje a las futuras generaciones de creadores y lectores, que tendrán claro que el reconocimiento literario no los exime de las consecuencias del abuso o el acoso.

Naranjo —quien a pesar de sus premios es considerado por la mayoría de la crítica como un poeta mediocre— es un ejemplo más de cómo operan, también en el terreno literario, los circuitos del privilegio, el poder y el contubernio. Más aún, esas alianzas soterradas se esfuerzan en convertir en épica las formas más vulgares del abuso. Y el malditismo aún se mantiene, en, por ejemplo, la conducta cotidiana y sostenida de escritores —ni siquiera famosos, prestigiosos o premiados —que acosan en redes, en eventos y festivales, o que actúan en la intimidad y detrás de la puerta. Habrá jerarquías en el parnaso literario, pero el maltrato empareja moralmente al genio y al artista mediocre.

La reconocida periodista Claudia Cisneros dedicó tres columnas en un diario a hablar del maltrato físico y psicológico a la que la sometió su expareja, el poeta Luis Enrique Mendoza. A los pocos días de su denuncia, su grupo de poesía le organizó un recital. Ante un acto de abuso y acoso, se activó el aparato machista de encubrimiento que convierte la falta del escritor en mérito, la tontería en audacia y la violencia en una boutade digna de celebración.

Mientras se intenta desacreditar a las denunciantes y sus tribunas, los grupos feministas están optando por estrategias de guerrilla. En la última edición de la Feria del Libro de Lima, el escritor Gustavo Faverón, acusado por una decena de mujeres de haberlas acosado sexualmente, algo que él ha negado —como ha hecho Naranjo también en su muro de Facebook—, sufrió el escrache de un grupo de mujeres durante la presentación de su nuevo libro.

Si hay algo que queda en evidencia en el caso del poeta Reynaldo Naranjo es que las “libertades” que se conceden a sí mismos los malditos están en las antípodas de la genialidad. Mientras un sector de la cultura prefiere mirar para otro lado, hay otras y otros que en los mismos espacios quieren mandar un mensaje a los próximos escritores que acosen o abusen y a los círculos de contubernio que los protegen: los agresores no quedarán inmunes, si acaso para la justicia pero no para la cultura.

El arte no otorga un cheque en blanco para desatar sobre el otro la violencia, ni la violación puede ser nunca una “licencia poética”.

Gabriela Wiener es escritora y periodista peruana. Es autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí.

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